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Valentina Zuravleva

La piedra de las estrellas

Hace cinco siglos, un meteorito cayó cerca de la ciudad de Ensisheim, en el Alto Rin. Para que el cielo no volviera a llevárselo lo ataron con cadenas al muro de la iglesia. Un hábil artesano grabó en él estas palabras: «a propósito de esta piedra, son numerosos los que saben mucho, todos saben algo, pero nadie sabe lo suficiente».

Cuando pienso en el meteorito de Pamir, acuden involuntariamente a mi recuerdo aquellas palabras. A propósito de él, yo sé mucho; sin duda más que cualquier otra persona. Pero estoy lejos de saberlo todo. Sin embargo, me acuerdo perfectamente de lo esencial. Tan perfectamente como si datara de ayer.

Hace seis meses, los periódicos anunciaron la caída de un meteorito en el Pamir. Aquella breve información, apenas media docena de líneas, retuvo inmediatamente mi atención.

Tal vez penséis: ¿qué podía haber de interesante en un meteorito para un bioquímico? Debo aclarar que los bioquímicos siguen con mucha atención todo lo que concierne a los meteoritos. En los fragmentos de esas «piedras celestes» buscamos el secreto de la aparición de la vida sobre la Tierra. Para ser menos romántico y más concreto, digamos que estudiamos los hidrocarburos contenidos en los meteoritos.

Un poco más tarde, el meteorito del Pamir fue objeto de una segunda información. Una expedición lo había descubierto a cuatro mil metros de altitud, y un helicóptero pudo descolgarlo de aquella percha. Se trataba, se decía, de un bloque de piedra de casi tres metros de longitud que pesaba más de cuatro toneladas.

Al leerlo, pensé que al día siguiente tendría que llamar por teléfono a Nikonov. En aquel preciso instante — a veces se producen esas coincidencias— resonó el timbre del teléfono. Empuñé el receptor. Era Nikonov.

Debo decir ante todo que, desde su época de escolar, Nikonov se ha distinguido siempre por su sangre fría y su placidez. Nunca — y hace casi medio siglo que nos conocemos— le había visto emocionado o alterado. Pero en aquella ocasión, por su voz entrecortada y febril, por sus palabras deshilvanadas, comprendí que sucedía algo extraordinario.

De aquel torrente de palabras retuve una cosa: tenía que dirigirme inmediatamente, con la mayor rapidez posible, al Instituto de Astrofísica.

Tomé un taxi.

El vehículo rodó por las calles desiertas, en cuyo espejo de asfalto se reflejaban los anuncios luminosos. Llovía. Pensé en los que no duermen a aquella hora tardía. En los que, inclinados sobre sus microscopios, sobre el frágil cristal de sus probetas, sobre sus páginas cubiertas de fórmulas, buscan lo nuevo. Pensé en el asombroso destino de los descubrimientos: desconocidos hoy de todos, mañana irrumpen en la vida, la cambian, la modifican.

Las ventanas del Instituto aparecían iluminadas. Sin saber por qué, pensé inmediatamente que la causa era el meteorito del Pamir. Pero, ¿qué podía tener de particular, de extraordinario, aquel meteorito?

El Instituto parecía una colmena excitada. Los colaboradores corrían de un lado a otro, atareados y preocupados; por las puertas entreabiertas surgía el sonido de voces excitadas.

Nikonov me esperaba en su despacho. He de admitir que entonces no había concedido una importancia especial a lo que ocurría. Los científicos nos inclinamos a veces a exagerar nuestros éxitos y nuestros sinsabores. Cuando, después de prolongados experimentos, consigo una reacción, siento también deseos de despertar a todo Moscú.

Pero, Nikonov… Había que conocerle para comprender hasta qué punto estaba excitado.

Sin contestar a mi saludo, me apretó fuertemente la mano.

Y aquel apretón de manos rápido, nervioso, me comunicó su emoción.

—¿Se trata del meteorito del Pamir? — pregunté, adivinando ya la respuesta.

— Sí —respondió.

Nikonov cogió un paquete de fotografías y las desplegó en abanico delante de mí. Eran fotografías del meteorito. Las examiné, esperando ver… Naturalmente no sabía lo que iba a ver. Pero estaba convencido de que se trataba de algo sensacional.

Quedé asombrado, pues, al comprobar que el meteorito era semejante a las docenas de ellos que había podido ver al natural o en fotografía. Un bloque de piedra en forma de cohete, de superficie porosa, y nada más.

Devolví las fotografías a Nikonov, el cual sacudió la cabeza y dijo, con voz ronca que no era la suya:

— No es un meteorito. Bajo el caparazón de piedra hay un cilindro metálico… con un ser vivo en su interior.

Ahora, cuando rememoro los acontecimientos de aquella noche, me parece raro que, durante un largo instante, fuera incapaz de comprender a Nikonov. Sin embargo, todo era muy simple. Pero precisamente por esto el asunto producía una impresión de inverosimilitud, de irrealidad, impidiéndome comprender inmediatamente a Nikonov.

El meteorito era una nave cósmica. La envoltura de piedra, que tenía unos siete centímetros de espesor, recubría un cilindro de metal obscuro, muy denso. Nikonov opinaba (y su opinión quedó confirmada más tarde) que la envoltura en cuestión estaba destinada a proteger al cilindro de los meteoritos y de un peligroso recalentamiento. El aspecto poroso de su superficie procedía de los choques con los micrometeoritos. Sus huellas, muy numerosas, demostraban que el ingenio había estado volando por espacio de muchos años.

— Si el cilindro fuera macizo — dijo Nikonov—, pesaría al menos veinte toneladas. Pero, sin la envoltura de piedra, su peso es ligeramente superior a las dos toneladas. En tres lugares, unos hilos muy finos salen del cilindro. Están rotos. Evidentemente, en el momento de la caída se desprendieron unos aparatos que se encontraban en la parte exterior del cilindro. El galvanómetro, conectado a esos hilos, ha revelado unos leves impulsos eléctricos…

— Pero, ¿por qué tiene que tratarse necesariamente de un ser vivo? — repliqué—. En el interior del cilindro puede haber unos aparatos automáticos.

— Descartado — respondió Nikonov—. Da golpes.

No lo entendí.

—¿Qué es lo que da golpes?

— El que está dentro del cilindro — la voz de Nikonov tembló—. Cuando alguien se acerca, empieza a dar golpes. Puede ver. Ignoro cómo, pero puede ver.

Resonó el timbre del teléfono. Nikonov cogió el receptor y observé que una sombra cruzaba por su rostro.

— Han sondeado el cilindro — me dijo, soltando el receptor—. Su pared no alcanza los veinte milímetros de espesor. En el interior no hay metal.

En aquel momento se me ocurrió la objeción más lógica. El cilindro no era tan grande. ¿Cómo podían caber en él unos seres vivos? No sólo necesitaban espacio, sino también víveres, agua, dispositivos para el mantenimiento de una temperatura constante, para renovar el aire. ¿Cómo introducir todo aquello en un cilindro de menos de tres metros de longitud y unos sesenta centímetros de diámetro?

Nikonov me escuchó y dijo:

— Dentro de un cuarto de hora iremos a verlo. Espero a alguien. De momento, están colocando el cilindro en una cámara hermética.

— De todos modos, tienes que admitir que esa versión del ser vivo no es realista. No puede haber hombres en el cilindro.

—¿Hombres? ¿Qué entiendes tú por eso?

— Bueno, seres pensantes.

—¿Con unos brazos y unas piernas?

Por primera vez aquella noche, Nikonov sonrió.

— Sin duda — contesté.

— No los hay en la nave — dijo Nikonov—. Contiene seres pensantes, pero resulta difícil saber cómo son.

Yo no podía estar de acuerdo con él. Bastaba recordar cómo imaginaban los europeos, antes de los grandes descubrimientos geográficos, a los habitantes de los países desconocidos: hombres de seis brazos o con la cabeza de perro, enanos y gigantes… Y luego se comprobó que en Australia, en América y en Nueva Zelanda, los hombres eran semejantes a los de Europa.