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— Las condiciones de vida idénticas, las leyes generales de la evolución, desembocan en los mismos resultados.

—¿Las leyes generales de la evolución? — inquirió Nikonov—. Pueden admitirse hasta cierto punto. Pero, ¿de dónde sacas las condiciones de vida idénticas?

Me expliqué: la existencia y el desarrollo de las formas superiores de las proteínas sólo son concebibles dentro de unos límites bastante restringidos de temperatura, de presión, de irradiación. De lo cual puede inferirse que el mundo orgánico evoluciona siguiendo unos caminos parecidos.

— Querido amigo — dijo Nikonov—, eres académico y un bioquímico eminente, la mayor autoridad en materia de síntesis bioquímica. Cuando hablas de las síntesis de las proteínas, estoy completamente de acuerdo contigo. Pero el que sabe fabricar ladrillos no es necesariamente experto en arquitectura. Y no lo tomes a mal.

¿Cómo podía tomarlo a mal? A decir verdad, nunca había reflexionado seriamente en la evolución del mundo orgánico en los otros planetas. No era mi especialidad.

— Las ideas que en la Edad Media proliferaban acerca de los hombres con cabeza de perro eran absurdas, efectivamente — continuó Nikonov—. Pero en la Tierra, si se exceptúa el clima, las condiciones de vida son muy parecidas. Por otra parte, cuando cambian las condiciones, cambia el hombre. En América del Sur, en los Andes peruanos, hay una tribu india que vive a 3.500 metros de altitud. Sus miembros son de baja estatura, y su peso medio es de cincuenta kilogramos, pero el volumen de su caja torácica y de sus pulmones es superior en un 50 % al de los europeos.

«Como puedes ver, su organismo está adaptado a las condiciones de vida en una atmósfera enrarecida, a costa de una notable modificación del aspecto exterior. Ahora, reflexiona un poco en las considerables diferencias que pueden existir entre las condiciones de vida en la Tierra y en los otros planetas. Tomemos la gravedad, por ejemplo. No sé por qué la has olvidado. En Mercurio, la gravedad es cuatro veces menor que en la Tierra. Si ese planeta estuviera habitado, es poco probable que sus habitantes necesitaran unos miembros inferiores tan desarrollados como los nuestros. En cambio, en Júpiter la gravedad es mucho mayor que en nuestro planeta. En tales condiciones, es muy probable que la evolución de los vertebrados no haya desembocado en la postura vertical…

Había una brecha en el razonamiento de Nikonov, y me dispuse a explotarla.

— Querido amigo — dije—, eres profesor, eres un astrofísico eminente, la mayor autoridad en el campo del análisis espectral de la atmósfera de las estrellas. Cuando hablas de los planetas, estoy completamente de acuerdo contigo. Pero, el que sabe fabricar ladrillos… Resumiendo, olvidas que las manos tienen que estar libres. Sin ello, el trabajo que ha formado al hombre resultaría imposible. Y, con la postura horizontal, los cuatro miembros sirven como puntos de apoyo.

— Desde luego. Pero, ¿por qué cuatro? ¿Acaso existe un límite?

— Entonces, ¿volvemos a los hombres de seis brazos?

— En los planetas donde la gravedad es muy intensa, ese es sin duda el camino que seguiría la evolución de los vertebrados. Pero, además de la gravedad, existen otros factores. El estado de la superficie del planeta, por ejemplo, tiene una enorme importancia. Si la Tierra estuviera cubierta de un modo permanente y total por el océano, la evolución del mundo animal hubiese sido muy distinta.

—¡Seríamos sirenas! — ironicé.

— Tal vez — replicó Nikonov, imperturbable—. La vida en el océano evoluciona sin cesar, aunque más lentamente que en tierra firme. Lo que debe ser común a todos los seres dotados de razón, habiten donde habiten, es un cerebro desarrollado, un sistema nervioso complejo, unos órganos para trabajar y para desplazarse que estén adaptados al medio ambiente.

— Sin embargo — dije, sin querer darme por vencido—, no está descartado que en planetas semejantes a la Tierra vivan unos seres racionales semejantes a los hombres.

— No, no está descartado — convino Nikonov—, pero es poco verosímil. Has omitido otro factor importante: el tiempo. El aspecto del hombre no es algo constante. Hace diez millones de años, nuestros antepasados tenían una cola y una facies alargada. ¿Y qué aspecto tendremos dentro de diez millones de años? Es absurdo pensar que siempre seremos como ahora. Tú hablas de los planetas de la misma naturaleza. Existen, indiscutiblemente. Pero es muy poco probable que la evolución de los seres pensantes coincida en ellos en el tiempo. En una palabra, amigo mío, Shakespeare tenía mucha razón cuando puso en boca de Hamlet aquellas famosas palabras: «Hay más cosas en el cielo y en la Tierra, Horacio, de las que sueña tu filosofía».

Me resulta difícil, al cabo de tanto tiempo, recordar con exactitud los términos de aquella conversación con Nikonov. Tanto más por cuanto nos interrumpían continuamente: resonaban los timbres de los teléfonos, los colaboradores entraban y salían del despacho, el propio Nikonov consultaba su reloj cada diez minutos… Pero la conversación en sí me parece memorable. Nuestras hipótesis eran atrevidas, pero la realidad resultó serlo mucho más.

Ahora, todo me parece sencillo. Si la nave, procedente de otro sistema planetario, había podido cruzar las inmensidades del Cosmos, era porque en su planeta de origen el Saber estaba más adelantado de lo que podíamos imaginar. Esta sola circunstancia debió estimularnos a no extraer conclusiones precipitadas…

Nuestra conversación fue interrumpida definitivamente por la llegada del académico Ashtakov, especialista en medicina astronáutica.

Con gran asombro por mi parte, lo primero que preguntó Ashtakov fue:

—¿Qué clase de motor utilizan?

Me reproché inmediatamente no haber pensado en el motor. La respuesta hubiese permitido aclarar numerosos extremos: el nivel de evolución de los recién llegados, la duración de su viaje por el Cosmos, la distancia recorrida, la aceleración que podían soportar…

— No hay ningún motor — respondió Nikonov—. Debajo del caparazón de piedra hay un cilindro metálico completamente liso.

—¡Ah! — exclamó Astakhov; Meditó unos instantes, mientras su rostro reflejaba el mayor de los asombros—. Entonces… eso significa que poseen un motor antigravitacional. Han dominado la gravitación.

— Probablemente — asintió Nikonov—. Esa es también mi opinión.

—¿Cómo? — inquirí—. ¿Es posible controlarla?

— En principio, sí, indiscutiblemente — respondió Nikonov—. No existe en la naturaleza una fuerza que el hombre no pueda dominar, tarde o temprano. Es una cuestión de tiempo. Pero hay que reconocer que, de momento, sabemos muy poco acerca de la gravitación. Conocemos la ley de Newton: dos cuerpos cualesquiera se atraen mutuamente en razón directa de sus masas y en razón inversa del cuadrado de sus distancias. Sabemos, aunque de un modo puramente teórico, que la fuerza de atracción se difunde a la velocidad de la luz. Pero ignoramos de dónde procede esa fuerza y cuál es su naturaleza.

Volvió a sonar el timbre del teléfono; Nikonov cogió el receptor y, tras escuchar unos segundos, dijo:

— En seguida vamos para allá.

Luego añadió, dirigiéndose a nosotros:

— Nos esperan.

Salimos al pasillo.

— Algunos físicos opinan — continuó Nikonov — que todos los cuerpos contienen unas partículas de gravitación: los gravitones. Yo no estoy muy convencido de que esa hipótesis sea cierta. Pero, si lo fuera, las dimensiones de los gravitones tendrían que ser tan reducidas en relación con los de los núcleos atómicos, como las de estos últimos lo son comparados con los cuerpos ordinarios. Y la concentración de la energía tendría que ser en ellos incomparablemente más elevada que en el núcleo del átomo.