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Zedd notó la boca seca e intentó humedecerla con la lengua.

— ¿Viste qué marca era? —inquirió.

— No, no vi su aspecto, pero estoy tan segura de qué era como cuando veo el sol. Era la marca de la muerte, la marca de Custodio del inframundo. El Custodio lo había marcado para señalar que era suyo.

— ¿Tuviste más visiones? —preguntó Zedd, luchando por controlar la respiración así como las manos, que le temblaban.

— Sí, pero no fueron tan intensas, y no las entendí. Pasaban tan rápidamente que no podía captar su forma, sólo sentía el dolor. Luego, Richard se marchó.

»Mientras las mord-sith miraban cómo se iba, yo corrí a mi cuarto y me encerré en él. Me quedé en la cama durante horas, sin poder controlar el llanto por la pena de lo que había visto. Lady Ordith aporreó la puerta, pues requería mis servicios, pero yo le dije que estaba enferma y, finalmente, se marchó lanzando un bufido. Yo lloré y lloré hasta que no me quedaron más lágrimas dentro. Había visto virtud en ese hombre, y lloraba por el miedo que me producía el mal que lo amenazaba.

»Aunque las visiones eran diferentes, todas eran lo mismo, en todas sentía lo mismo: peligro. El peligro se cierne sobre él del mismo modo que un águila se cierne sobre su presa. —Jebra recuperó parte de su compostura mientras Zedd la miraba en silencio—. Ésta es la razón por la que no deseo trabajar para él. Los buenos espíritus me protegen, y no quiero tener nada que ver con el peligro que lo acecha. No quiero tener nada que ver con el inframundo.

— Tal vez podrías ayudarlo con tu talento, ayudarlo a evitar el peligro. Al menos, eso esperaba yo.

Jebra se secó las mejillas con el dorso de la manga.

— Ni por todo el oro y el poder del duque querría encontrarme cerca de lord Rahl. No soy ninguna cobarde, pero tampoco soy una heroína de balada ni una estúpida. No quiero sentir de nuevo cómo mis entrañas se desparraman y, en esta ocasión, quizá pierda mi alma.

Zedd la contempló en silencio mientras Jebra se sorbía la nariz y recuperaba el control, apartando de sí las aterradoras visiones. La joven inspiró profundamente y lanzó un suspiro. Al fin, sus ojos azules se posaron en los del mago.

— Richard es mi nieto —se limitó a decir Zedd.

— Oh, que los buenos espíritus me perdonen —replicó ella, cerrando los ojos con gesto de dolor. Durante un largo instante se tapó la boca con una mano, tras lo cual abrió los ojos. Tenía el entrecejo fruncido de horror—. Zedd…, siento mucho haberte dicho lo que vi. Perdóname. De haberlo sabido, jamás te lo habría contado. —Las manos de la joven temblaban—. Perdóname, por favor, perdóname.

— La verdad es la verdad, y no seré yo quien te castigue por verla. Jebra, soy un mago; ya sé el peligro que corre Richard. Justamente por eso te pido ayuda. El velo del inframundo se ha roto. La bestia que casi te mata escapó al mundo de los vivos por el desgarrón en el velo. Si la abertura se agranda, el Custodio escapará. Richard ha hecho cosas que, según las profecías, lo señalan como el único capaz de volver a cerrar el velo.

Zedd alzó la bolsa llena de oro y, lentamente, se la dejó en el regazo. Los ojos de Jebra seguían sus movimientos. El mago retiró la mano vacía. La mirada de la joven quedó prendida en la bolsa, como si fuese un animal que pudiera morderla.

— ¿Será muy peligroso? —preguntó Jebra con un hilo de voz.

— No más peligroso que pasear por la tarde por un palacio fortaleza —respondió Zedd, sonriéndole a los ojos.

En un súbito movimiento reflejo, Jebra se apretó con una mano el abdomen, donde había estado la herida. Con la mirada examinó el amplio y esplendoroso patio, como si buscara una vía de escape o quizá temiera un ataque. Sin mirarlo, dijo:

— Mi abuela era clarividente y mi única guía. Una vez me dijo que, debido a las visiones, tendría una vida llena de dolor, y que nada que pudiera hacer podría evitarlas. También me dijo que, si alguna vez se me ofrecía la oportunidad de usar las visiones para la causa del bien, la aprovechara, porque eso me compensaría en parte por la carga que debería soportar. Eso fue el día que me entregó la Piedra.

»No lo haría ni por todo el oro de D’Hara. Pero por ti lo haré —dijo Jebra, alzando la bolsa y colocándola en el regazo de Zedd.

— Gracias pequeña —repuso el mago con una sonrisa, dándole una cariñosa palmada en la mejilla. Acto seguido, le devolvió la bolsa. Las monedas del interior emitieron un ahogado tintineo—. Toma; lo vas a necesitar. Es para tus gastos. El resto puedes quedártelo. Ése es mi deseo.

— ¿Qué debo hacer? —inquirió Jebra, resignada.

— Bueno, para empezar, ambos necesitamos dormir algunas horas. Tú debes descansar algunos días para recuperar fuerzas. Luego deberéis viajar, lady Bevinvier. —Zedd sonrió cuando Jebra enarcó las cejas—. Ahora mismo, los dos estamos muy cansados. Mañana partiré para atender un asunto de vital importancia. Antes de marchar iré a verte y hablaremos. De momento, me gustaría que no exhibieras la Piedra. Nada bueno puede sacarse de revelar tu talento a los ojos que acechan en las sombras.

— ¿Así pues tendré que trabajar de nuevo de forma encubierta? No es lo más honorable.

— Quienes pueden reconocerte no buscan oro, sino que sirven al Custodio. Quieren mucho más que riquezas. Si te descubren, desearás que hoy no te hubiese salvado la vida.

Jebra se estremeció y, al fin, asintió.

4

Zedd se levantó apoyando una mano en la rodilla, y después ayudó a Jebra a levantarse. Tal como había supuesto, la joven era incapaz de mantenerse en pie por sí sola, y se disculpó por cargar sobre él su peso. Pero Zedd la hizo sonreír al decirle que cualquier excusa era buena para poder pasar un brazo alrededor de la cintura de una bella doncella.

La gente empezaba a volver a sus quehaceres, aunque se hablaba en murmullos y los ojos recorrían inquietos un lugar que, de pronto, ya no era tan seguro. Los heridos habían sido trasladados, y los muertos retirados. Sirvientas ataviadas con pesadas faldas y lágrimas en los ojos se afanaban limpiando la sangre con fregonas que sumergían en un agua que se iba tiñendo de rojo. Por todas partes se veían soldados de la Primera Fila. Zedd hizo una seña al comandante Trimack para que se acercara.

— La verdad es que me alegraré de abandonar este lugar —afirmó Jebra—. He visto auras que me producían pesadillas.

— ¿Ves algo del hombre que viene hacia nosotros? —le preguntó Zedd.

Jebra estudió un momento al oficial, que mientras caminaba en su dirección comprobaba la posición de sus hombres.

— Percibo un aura muy débil. Deber. —La joven hizo una pausa y luego añadió frunciendo el entrecejo—: Siempre ha representado una carga para él. Ahora empieza a tener esperanzas de que, tal vez, podrá enorgullecerse de cumplir con su deber. ¿Te ayuda en algo lo que te he dicho?

— Sí, mucho —repuso Zedd con una leve sonrisa—. ¿Tienes alguna visión?

— No, sólo esa débil aura.

El mago, absorto en sus pensamientos, hizo un gesto de asentimiento, tras lo cual se animó e inquirió:

— Por cierto, ¿cómo es que una mujer tan hermosa como tú no ha encontrado marido?

— He tenido tres pretendientes —repuso Jebra, mirándolo de soslayo—. Mientras se me declaraban, arrodillados ante mí, tuve una visión de ellos acostándose con otra mujer.

— ¿Te preguntaron por qué les dijiste que no?

— No dije que no. Me limité a soltarles tal bofetón que la cabeza les sonó como una campana.

Zedd rió hasta que la joven se unió a sus risas.

Finalmente, Trimack llegó donde ellos estaban.