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Había perdido la cuenta de todos lo caballos a los que había llevado a la muerte. Algunos simplemente se detenían tambaleantes y se negaban a dar ni un paso más, otros se ponían al paso y ya no corrían; y otros galopaban hasta que el corazón les fallaba.

Richard sabía que era demasiado duro con ellos y había tratado de imponerse un ritmo más moderado, pero no lograba ir lo suficientemente lento. Cuando un caballo moría o dejaba de correr, Richard siempre encontraba otro. Algunos dueños se mostraban reacios a vender, pensando en regatear, pero Richard se limitaba a arrojarles un puñado de monedas de oro y se llevaba al caballo.

Él mismo estaba extenuado. Apenas dormía, ni comía. En ocasiones caminaba para dar tiempo a la montura a recuperarse y, cuando tenía que encontrar otro caballo, corría.

Ahora se colgó la mochila a la espalda y empezó a trotar. Hacía dos semanas que había partido de D’Hara y sabía que ya no podía estar muy lejos de Aydindril.

Extrañamente, el hecho de que ya habían transcurrido dos semanas desde el solsticio de invierno no pesaba tanto como su afán por llegar hasta Kahlan. Era como si creyera que si se daba la suficiente prisa, si se esforzaba al máximo, lograría que el tiempo lo aguardara y lograría salvarla. Se negaba a aceptar que ya fuera demasiado tarde.

En lo alto de una elevación en el camino se detuvo, jadeante. Delante de él se extendía Aydindril, bañada por los brillantes rayos del sol. En las montañas que se alzaban al fondo distinguió los muros grises del Alcázar del Hechicero. Richard siguió corriendo sobre la nieve.

Las calles se veían atestadas de gente que caminaba apresurada, tratando de huir del frío aire de la tarde, mientras quienes vendían sus mercancías golpeaban los pies en el suelo para mantenerlos calientes. Al darse cuenta de que lo miraban fijamente debido a la Espada de la Verdad, la ocultó con la capa del mriswith.

Había un vendedor ambulante apostado a un lado de la calle junto a un corto palo apoyado en el suelo. De un travesaño colgaban unas delgadas cuerdas. Al darse cuenta de lo que el hombre voceaba, la mente se le aclaró de repente.

— ¡Pelo de Confesora! ¡Comprad un mechón de la Madre Confesora! ¡Cortado directamente de su pérfida cabeza! ¡Ya no me quedan muchos! ¡Mostrad a vuestros hijos el pelo de la última Confesora!

Los ojos de Richard se quedaron prendidos de la larga melena. Era el pelo de Kahlan. Arrancó todo lo que quedaba del travesaño y se lo guardó en la camisa. Cuando el vendedor trató de recuperarlo, Richard lo lanzó contra el muro, le agarró de la camisa y lo levantó del suelo.

— ¿De dónde lo has sacado?

— El… el Consejo. Se lo compré para venderlo. Se lo compré justo después de que se lo cortaran. Es mío. ¡Ladrón! ¡Ladrón! —gritó, pidiendo ayuda.

Cuando la airada multitud salió en su defensa, hizo acto de presencia la espada. La gente se dispersó y el vendedor corrió para salvar la vida.

Pese a guardar la espada, Richard notaba que su furia crecía mientras se encaminaba al Palacio de las Confesoras. El edificio ocupaba una vasta extensión. Richard recordó que Kahlan le había hablado de su esplendidez. Lo conocía casi como si hubiera estado en él. Recordó asimismo que Kahlan le había hablado de una mujer, una cocinera. No, cocinera no; la jefa de los cocineros. ¿Cómo se llamaba? Sand algo. Sí, Sanderholt. Señora Sanderholt.

Guiándose por el olfato llegó a la entrada de la cocina. Entró en tromba. Todos quienes trabajaban allí se estremecieron al verlo. Era evidente que nadie quería meterse en líos.

— ¡Sanderholt! —gritó—. ¡Señora Sanderholt! ¿Dónde está?

La gente señaló nerviosa hacia un pasillo. Antes de haber avanzado por él una docena de pasos, una delgada mujer apareció corriendo desde la otra dirección.

— ¿Qué pasa? ¿Quién me llama?

— Yo.

La expresión ceñuda de la mujer se tornó en otra de consternación.

— ¿Qué puedo hacer por ti, joven? —preguntó incómoda.

Richard se esforzó por borrar de su voz el tono de amenaza, pero no le pareció que tuviera mucho éxito.

— Kahlan. ¿Dónde puedo encontrarla?

La faz de la mujer se puso casi tan blanca como su delantal.

— Supongo que tú eres Richard. Me habló de ti. Eres tal como te describió.

— ¡Sí! ¿Dónde está?

La señora Sanderholt tragó saliva.

— Lo siento, Richard —susurró—. El Consejo la condenó a muerte. La sentencia fue ejecutada en el festival del solsticio de invierno.

Richard se quedó mirando a la menuda mujer. Trataba de decidir si era posible que estuvieran hablando de la misma persona.

— Creo que no me has entendido bien —logró decir al fin—. Yo me refería a la Madre Confesora. A la Madre Confesora Kahlan Amnell. Debes de estar hablando de otra persona. Mi Kahlan no puede estar muerta. He venido tan deprisa como he podido. Lo juro.

Los ojos del ama de llaves se estaban llenando de lágrimas. Parpadeó para quitárselas y luego alzó la vista hacia él mientras lentamente sacudía la cabeza.

— Ven, Richard —le dijo, colocándole sobre el brazo su mano vendada—. Creo que necesitas comer algo. Te prepararé una sopa.

Richard dejó caer la mochila, el arco y la aljaba al suelo.

— ¿El Consejo Supremo la condenó a muerte?

La mujer asintió débilmente.

— Se escapó, pero la apresaron. El Consejo Supremo ratificó la sentencia ante el pueblo antes de cortarle… antes de que fuera ejecutada. Y luego todos los consejeros se quedaron de pie, sonriendo, mientras eran vitoreados.

— Tal vez volvió a escapar. Es una mujer de muchos recursos…

— Yo estaba allí —dijo ella con voz rota. Lloraba—. Por favor, no me obligues a contarte lo que vi. Conocía a Kahlan desde que nació. La quería mucho.

Tal vez había un modo de volver atrás y llegar a Aydindril a tiempo. Tenía que haber un modo. Richard sentía que ardía, y la cabeza le daba vueltas.

No. Era demasiado tarde. Kahlan estaba muerta. Tuvo que permitir que muriera para detener al Custodio. La profecía había vencido.

— ¿Dónde está el Consejo? —preguntó, apretando los dientes.

Con esfuerzo la señora Sanderholt logró apartar los ojos de él, señaló con la mano vendada hacia el pasillo y le indicó cómo llegar.

— Por favor, Richard —dijo—, yo también la quería. Ya no puede hacerse nada. No conseguirás nada.

Pero Richard ya se había puesto en marcha. La capa del mriswith ondeaba tras él. El joven solamente se fijaba en lo que le rodeaba para seguir las indicaciones de la señora Sanderholt. Su avance hacia la cámara del Consejo era tan rápido e inexorable como una de sus flechas cuando atraía el blanco.

Había guardias por todas partes, pero Richard no les prestó atención. No tenía ni idea de si los guardias se fijaban en él, ni le importaba. Volaba resueltamente hacia su blanco. Percibía el revuelo que levantaba en los soldados a su paso, en los pasillos laterales. Los había también en las galerías, pero el joven apenas les echó un vistazo.

Al final de una galería flanqueada por columnas se abrían las puertas que conducían a la cámara del Consejo. Al verlo aparecer, los guardias se colocaron ante ellas para cerrarle el paso. Richard apenas los vio; su atención se concentraba en las puertas mismas.

Aunque aún no había desenvainado la espada, su magia ya recorría todo su cuerpo con furia desatada. Los soldados se cuadraron ante las puertas. Richard no se detuvo. Siguió avanzando con mirada iracunda y la capa negra ondeando tras él.

Los soldados hicieron el gesto de detenerlo. Richard siguió adelante. Los quería fuera de su camino. El poder acudió a él por instinto, sin hacer un esfuerzo consciente. Sintió la sacudida y por el rabillo del ojo vio sangre que salpicaba el mármol blanco.

Sin aminorar el paso, emergió de la bola de fuego por un agujero el doble de grande del espacio que ocupaban antes las puertas. Por el aire volaban grandes pedazos humeantes de piedra. Richard recibió una lluvia de escombros. Una de las puertas voló en el aire, dibujando un arco, mientras que la otra giró como una peonza al aterrizar en el suelo de la cámara del Consejo, junto con abolladas piezas de armadura y armas hechas añicos.