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En el extremo más alejado de la sala, unos hombres sentados tras un escritorio de forma curva se levantaron airadamente. Mientras avanzaba implacablemente hacia ellos, Richard desenvainó la espada. Su característico sonido metálico resonó en la imponente cámara.

— ¡Soy Thurstan, el Consejero Supremo! —dijo quien ocupaba el asiento central, el mayor de todos—. ¡Exijo saber la razón de esta intrusión!

Richard no se detuvo.

— ¿Alguno de los presentes se opuso a la condena a muerte de la Madre Confesora?

— ¡Fue condenada a muerte por traición! ¡Fue una sentencia legal y unánime de todo el Consejo! ¡Guardias! ¡Llevaos a este hombre!

Los soldados acudieron corriendo a la llamada, pero Richard se hallaba ya muy cerca de la tarima. Los Consejeros sacaron sus cuchillos.

Richard saltó sobre el escritorio lanzando un grito de rabia. La Espada de la Verdad partió a Thurstan por la mitad, de la oreja a la entrepierna. Con dos estocadas a derecha e izquierda cercenó algunas cabezas. Algunos Consejeros trataron de clavarle los cuchillos, pero no eran lo suficientemente rápidos. La espada atravesó a cualquiera ataviado con túnica, incluidos quienes trataron de escapar. Todo acabó en cuestión de segundos, antes de que los soldados hubieran cubierto la mitad de la distancia.

Richard saltó de nuevo encima del escritorio. Con la espada sujeta con ambas manos, se entregó a un acceso de cólera desenfrenada, mientras esperaba a los guardias. Deseaba que se acercaran.

— ¡Soy el Buscador! ¡Esos hombres asesinaron a la Madre Confesora y han pagado por su crimen! ¡Decidid si estáis del lado de estos asesinos o del lado de la justicia!

Los soldados frenaron su avance y se miraron unos a otros, sin saber qué determinación tomar. Al fin se detuvieron. Richard esperaba jadeante.

Uno de los soldados volvió la vista para mirar el agujero en la pared donde antes se hallaban las puertas, así como a los escombros desparramados por el suelo.

— ¿Eres un mago?

— Sí —contestó Richard, mirando a ese hombre a los ojos—. Supongo que sí lo soy.

— Esto es asunto de magos —declaró el soldado, envainando su arma—. No nos corresponde a nosotros retar a un mago. No pienso morir por algo que no es mi trabajo.

Otro lo imitó. A los pocos segundos en la cámara resonó el sonido del acero al ser envainado. A éste le siguió el ruido de las botas contra el suelo cuando los soldados empezaron a desfilar. En pocos minutos la vasta cámara del Consejo quedó vacía, con la excepción de Richard.

El joven se bajó del escritorio de un salto y se quedó mirando fijamente el sitial, situado en el centro. Era la única pieza del mobiliario que no estaba cubierta de sangre. Seguramente era el sitial de la Madre Confesora; la silla de Kahlan.

Con gesto rígido Richard envainó la espada. Había acabado. Había cumplido con su deber.

Los buenos espíritus lo habían abandonado. Y también habían abandonado a Kahlan. Él lo había sacrificado todo por lo que era justo, y los buenos espíritus no habían movido ni un dedo para ayudarlo.

Al Custodio con los buenos espíritus.

Richard cayó de rodillas y pensó en la Espada de la Verdad. Era una espada mágica, por lo que no podía confiar en ella para hacer lo que tenía en mente.

Así pues, desenvainó el cuchillo que llevaba al cinto. Él ya había hecho todo lo posible.

Richard se acercó la punta del cuchillo al pecho.

Con fría precisión bajó la vista para asegurarse de que apuntaba al corazón. El pelo de Kahlan, el que le había arrebatado al buhonero, asomaba por la camisa. Richard se sacó del bolsillo el mechón que ella misma le había dado.

Se lo había entregado para recordarle que siempre le amaría. Richard deseaba únicamente poner fin a esa insoportable tortura.

— Está despierta —dijo el príncipe Harold—. Pregunta por ti.

Finalmente Kahlan apartó la mirada del fuego que ardía en la chimenea y lanzó un frío vistazo al mago, sentado junto a Adie en un banco de madera. Aunque Zedd había recuperado la memoria, Adie aún creía que era Elda y seguía ciega.

Kahlan cruzó el oscuro comedor. Cuando llegaron la posada estaba vacía, al igual que el resto de la ciudad, por miedo al avance de las fuerzas de Kelton. Esa ciudad desierta era un buen lugar para descansar en su huida de Aydindril. Después de dos semanas huyendo, todos necesitaban descanso y algo de calor.

A la semana de haber dejado Aydindril, el grupo —formado por Zedd, Adie, Ahern, Jebra, Chandalen, Orsk y Kahlan— había sido interceptado por el príncipe Harold. El príncipe y un puñado de sus hombres habían logrado escapar de la masacre de sus fuerzas en Aydindril y desde entonces esperaba. Cuando la reina Cyrilla fue sacada de los calabozos para ser ejecutada públicamente hizo una arriesgada incursión y, aprovechando la confusión de la gente que había acudido a presenciar la ejecución, arrebató a su hermana de manos del verdugo.

Cuatro días después del encuentro con el príncipe Harold, se toparon con el capitán Ryan y lo que quedaba de su ejército; unos novecientos soldados. Habían aniquilado a la Orden Imperial. Habían pagado un alto precio por ello, pero habían cumplido la misión.

Pese a lo orgullosa que se sentía de ellos, ni siquiera así logró Kahlan recuperar la moral, aunque se cuidó mucho de demostrarlo.

Después de escurrir un paño en la palangana, Kahlan fue a sentarse al borde del lecho de su hermana. De vez en cuando Cyrilla se despertaba, aunque siempre acababa por sumirse de nuevo en su sopor. Cuando se hallaba en ese estado no veía nada, no oía nada y no decía nada. Simplemente miraba fijamente.

Kahlan se animó al ver sus lágrimas, lo que significaba que estaba consciente. En esos casos Kahlan era la única que podía hablar con ella pues bastaba con que viera a un hombre para que empezara a chillar o se hundiera de nuevo en su sopor.

Cyrilla la cogió con fuerza de un brazo, mientras Kahlan le pasaba el paño de agua fría por la frente.

— Kahlan, ¿has pensado en lo que te dije?

La aludida retiró el paño.

— No quiero ser la reina de Galea. Tú eres la reina, hermana.

— Por favor, Kahlan, nuestro pueblo necesita un líder. Y yo ahora no estoy en condiciones de serlo. —Cyrilla le apretó con más fuerza el brazo. Lloraba—. Kahlan, hazlo por mí, y por ellos.

Kahlan le enjugó las lágrimas con el paño.

— Cyrilla, todo saldrá bien, ya lo verás.

— Ahora no puedo guiar a nadie —declaró la reina, agarrándose el abdomen.

— Cyrilla, lo entiendo. Aunque no me hicieron lo mismo que a ti, yo también estuve en ese pozo. Lo entiendo. Pero te recuperarás. Te lo prometo.

— ¿Serás la reina? Por nuestro pueblo.

— Si accedo, sería sólo temporalmente. Sólo hasta que recuperes las fuerzas.

— No… —gimió Cyrilla, y sollozó, escondiendo la cara contra la almohada—. No… por favor. Queridos espíritus, ayudadme. No…

La reina volvió a desmayarse; se perdió en sus visiones. El cuerpo le quedó lacio, como muerto, y sus ojos miraban fijamente el techo. Kahlan la besó en la mejilla.

El príncipe Harold esperaba fuera de la habitación, a oscuras.

— ¿Cómo está mi hermana? —preguntó.

— Igual, me temo. Pero se recuperará.

— Kahlan, tienes que hacer lo que te pide. Ella es la reina.

— ¿Por qué no puedes ser tú el rey? Sería más sensato.

— Yo debo luchar por nuestra gente y por toda la Tierra Central. Pero no podré dedicarme a ello si también debo llevar la carga de la corona. Yo soy un soldado, y como tal deseo servir; luchando. Ése es mi papel. Tú eres una Amnell, eres hija del rey Wyborn; debes ser la reina de Galea.