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Finalmente, logró abrirse paso hasta la luz blanca y serena que ardía en el centro de su ser. Zedd halló descanso en el dolor, relativamente moderado, de la herida que amenazaba la vida de Jebra. Raras veces la realidad supera la imaginación, y en la imaginación el dolor era real.

Alrededor de ese calmo centro, la fría oscuridad de la noche perpetua trataba de arrebatar el poco calor y la escasa luz que quedaba en la vida de Jebra, impaciente por envolver en su mortaja el espíritu de la joven. Zedd apartó la mortaja para que la luz de su magia transmitiera calor y vida al espíritu de Jebra. Las sombras retrocedieron ante el poder de su Magia de Suma.

El poder de esa magia, su exigencia de bienestar para la vida, volvió a colocar los órganos expuestos al lugar designado por el Creador. Zedd todavía no osaba dedicar parte de su energía a tratar de calmar el sufrimiento de la joven. Jebra arqueó la espalda y gimió de dolor. Él también sentía ese dolor, y su propio abdomen experimentaba la misma agonía que el de ella. El dolor era tan intenso que el mago temblaba.

Una vez realizado lo más duro —lo que escapaba a su comprensión—, finalmente pudo dedicar parte de su magia a calmarle el dolor. Jebra se dejó caer en el suelo con un gemido de alivio. El mago sintió ese mismo alivio en su cuerpo.

Dirigiendo el flujo de magia, Zedd finalizó la curación. Con su poder cerró la herida, haciendo que los tejidos volvieran a unirse —carne con carne y capa sobre capa— hasta la superficie de la piel, como si nunca se hubieran desgajado.

Ya sólo le quedaba salir de la mente de Jebra. Era tan peligroso como entrar en ella, y apenas le quedaban fuerzas; se las había entregado todas a ella. En vez de perder más tiempo preocupándose por ello, el mago se sumergió de nuevo en el torrente de agonía.

Casi una hora después de haber empezado, se encontró de rodillas, encorvado, llorando como un niño. Jebra lo sostenía entre sus brazos, con la cabeza apoyada en uno de sus hombros. Tan pronto como fue consciente de que había regresado, el mago se controló y se enderezó. Al mirar alrededor comprobó que no había nadie lo suficientemente cerca para oír qué decían. A nadie le interesaba estar cerca de un mago que usaba su magia en otra persona de un modo que le arrancaba chillidos como los de Jebra.

— Ya está —dijo al fin, con una pizca de dignidad—, no ha sido tan terrible. Creo que ahora todo está bien.

Jebra soltó una risa tranquila y temblorosa, y lo abrazó con fuerza.

— Me enseñaron que un mago no puede curar a una Vidente.

— Un mago normal, no, querida —repuso Zedd, esforzándose por alzar un enjuto dedo—. Pero estás hablando con Zeddicus Zu’l Zorander, mago de Primera Orden.

La joven se secó una lágrima que le corría por la mejilla.

— No tengo nada de valor con que pagarte excepto esto —dijo, mientras se quitaba la cadena de oro que llevaba alrededor de la cabeza y se la ofrecía—: Por favor, acepta este humilde obsequio.

— Es un bonito gesto, Jebra Bevinvier —dijo Zedd tras mirar la cadena con la piedra azul—. Estoy conmovido. —Zedd sintió una punzada de remordimiento por haber plantado el impulso en la mente de la joven—. Es una hermosa cadena y la acepto con humilde gratitud. —Usando un finísimo flujo de poder separó la piedra de su engarce. Entonces, le devolvió la piedra; sólo necesitaba la cadena—. Pero la cadena es pago suficiente. Quédate con la Piedra; es tuya por derecho propio.

Jebra cerró los dedos en torno a la Piedra, asintió y dio al mago un beso en la mejilla. Zedd lo aceptó con una sonrisa.

— Y ahora, querida, debes descansar. He gastado gran parte de tus fuerzas para curarte. Guarda cama unos cuantos días y estarás como nueva.

— Me temo que me has dejado sin empleo. Tendré que buscar otro para conseguir comida. Y ropa —añadió, mirándose el desgarrón en su vestido verde.

— ¿Por qué llevabas la Piedra si eras la sirvienta de lady Ordith?

— Pocos saben qué significa la Piedra. Lady Ordith lo ignoraba, pero su marido, el duque, estaba al corriente. Él quería mis servicios, pero su mujer jamás habría permitido que una mujer sirviera a su marido, por lo que el duque me colocó como criada de su esposa.

»Ya sé que no es lo más honorable para una Vidente trabajar de manera encubierta, pero en Burgalass hay mucha necesidad. Mi familia conocía mis habilidades y me echó de casa, por temor a las visiones que pudiera tener sobre ellos. Antes de morir, mi abuela me entregó su Piedra y me dijo que se sentiría honrada de que yo la llevara.

Jebra se llevó a la mejilla el puño que contenía la Piedra.

— Gracias por no aceptarla —susurró—. Gracias por entenderlo.

Nuevamente, Zedd sintió una punzada de culpabilidad.

— Así pues, ¿el duque te ofreció cobijo y después te utilizó para sus propósitos?

— Sí. Ocurrió hace una docena de años. Como doncella de lady Ordith, yo estaba presente en casi cualquier reunión o acto. Luego, el duque acudía a mí y yo le decía qué veía de sus adversarios. Con mi ayuda acrecentó su poder y su riqueza.

»Puede decirse que nadie más reconocía la piedra de Vidente. El duque desdeñaba a todos los que no conocían el saber antiguo. Se burlaba de sus oponentes haciéndome exhibir la Piedra.

»También me obligaba a vigilar a lady Ordith. Gracias a ello, lady Ordith no tuvo éxito en sus intentos de enviudar. Así pues, ahora se contenta con ausentarse siempre que puede del palacio del duque. Y no le disgustaría deshacerse de mí, pues ella quería despedirme, pero el duque se lo impidió.

— ¿Por qué estaba descontenta lady Ordith de tu servicio? —inquirió Zedd con una sonrisa—. ¿Acaso eres holgazana y maleducada como dice ella?

Jebra le devolvió la sonrisa, acentuando así las finas arrugas que se formaban en las esquinas de sus ojos.

— No. Es a causa de las visiones. A veces, cuando tengo una, bueno, tú ya sentiste el dolor al curarme, aunque yo no siento un dolor tan intenso, al menos eso creo. Pero, a veces, el dolor me impide cumplir con mis obligaciones.

— Bueno, ya que te has quedado sin empleo, serás una invitada en el Palacio del Pueblo hasta que te recuperes. Tengo algo de influencia aquí. —El mago se asombró al caer en la cuenta de que era cierto; se sacó una bolsa de un bolsillo de la túnica y lo hizo tintinear—. Toma, para tus gastos y a modo de sueldo, si es que puedo convencerte de que me prestes tus servicios.

La joven sopesó la bolsa en la palma de su mano.

— Si contiene monedas de cobre, no sería suficiente para pagarme. Claro que, tratándose de ti… —Jebra sonrió y se inclinó hacia él. Su mirada era alegre y reprobadora al mismo tiempo—. Pero, si son de plata, es demasiado.

— Son de oro —replicó Zedd con expresión grave. Asombrada, la joven parpadeó—. Pero no es para mí para quien deberás trabajar la mayor parte del tiempo.

Tras contemplar la bolsa llena de monedas de oro que sostenía en una mano, Jebra miró al mago.

— Pues ¿para quién?

— Para Richard. El nuevo lord Rahl.

La joven palideció y sacudió vigorosamente la cabeza, al mismo tiempo que encorvaba la espalda. Inmediatamente devolvió la bolsa a Zedd.

— No. —Más pálida aún si cabe, volvió a negar con la cabeza—. No, lo siento. No quiero trabajar para él. No.

— Richard no es mala persona. De hecho, tiene muy buen corazón.

— Lo sé.

— ¿Sabes quién es?

Jebra clavó la vista en su regazo y asintió.

— Lo sé. Lo vi ayer. El primer día de invierno.

— ¿Y tuviste una visión al verlo?

— Sí —repuso Jebra con voz débil y temerosa.

— Jebra, dime qué viste. Cuéntamelo todo. Te lo ruego. Es muy importante.

La joven alzó los ojos y lo miró largamente, tras lo cual clavó de nuevo la vista en el regazo y se mordió el labio inferior.