Выбрать главу

Pero estaban los tres a salvo, y aquello era Sevilla. Y el domingo toreaba Curro Romero en La Maestranza. Y Triana se erguía iluminada al otro lado del río, como un refugio, custodiada cual centinela impasible por el perfil de bronce de Juan Belmonte. Y había once bares en trescientos metros, en el Altozano. Y la sabiduría, el tiempo cambiante y la piedra inmutable aguardaban en el fondo de botellas de cristal negro y manzanilla rubia. Y en algún sitio una guitarra rasgueaba impaciente, en espera de la voz que le templara una copla. Y después de todo, nada era tan importante. Un día, don Ibrahim, el Potro, la Niña, el rey de España y el papa de Roma, todos ellos estarían muertos. Pero aquella ciudad seguiría allí, donde siempre estuvo, oliendo a azahar y naranjas amargas, y a dama de noche, y a jazmín en primavera. Mirándose en el río por el que habían llegado y se habían ido tantas cosas buenas y malas, tantos sueños y tantas vidas:

Paraste el caballo,

yo lumbre te di

y fueron dos verdes

luceros de mayo

tus ojos pa mí…

Cantó la Niña. Y como si el cantar fuera una señal, un lejano redoble de tambor o un suspiro tras una reja, los tres compadres se pusieron en marcha, el uno junto al otro, sin mirar atrás. Y la luna los fue siguiendo silenciosamente por el agua del río, hasta que se alejaron entre las sombras y sólo quedó atrás, muy bajito, el eco de la última copla de la Niña Puñales.

XIV La misa de ocho

Hay personas -entre las que me cuento- que detestan los finales felices.

(Vladimir Nabokov. Pnin)

Detrás de su mampara de vidrio blindado, el policía de guardia miraba con curiosidad el traje negro y el alzacuello de Lorenzo Quart. Al cabo de un rato dejó su puesto ante los cuatro monitores del circuito cerrado que vigilaba el exterior de la Jefatura de Policía y le trajo una taza de café. Quart dio las gracias, reconfortado por el líquido caliente, viendo alejarse la espalda con esposas y dos cargadores de balas junto a la culata de la pistola. Los pasos del guardia, y después la puerta de la garita al cerrarse, resonaron en el silencio del vestíbulo, que era frío, luminoso y blanco, de una limpieza obsesiva. La luz de neón daba un tono aséptico, de hospital, al mármol del suelo y a la escalera con pasamanos de acero inoxidable. En la pared, junto a una puerta cerrada, un reloj digital marcaba, rojo sobre negro, las tres y media de la madrugada.

Llevaba casi dos horas allí. Al desembarcar del Canela Fina, Pencho Gavira se había ido directamente a su casa, tras cambiar unas palabras con Macarena y extender a Quart una mano que estrechó éste en silencio. Estamos en paz, padre. Lo dijo sin sonreír, mirándolo con fijeza antes de girar sobre sus talones y alejarse, la chaqueta sobre los hombros, camino de la escalinata que conducía al Arenal. Era imposible saber si se refería al asunto del párroco, o a Macarena. De un modo u otro, aquel gesto deportivo le salía al banquero muy barato. Atenuada su responsabilidad en el secuestro gracias a la intervención de última hora, seguro de que ni Macarena ni Quart iban a plantearle problemas, inquieto sólo por la suerte de su asistente y el dinero del rescate, Gavira había tenido el detalle de no alardear de la posición en que los acontecimientos lo dejaban respecto a Nuestra Señora de las Lágrimas. Tras la confesión del padre Ferro, el vicepresidente del Banco Cartujano era sin duda gran triunfador de la noche. Difícil imaginar que alguien se interpusiera todavía en su camino.

En cuanto a Macarena, parecía moverse por el umbral de una pesadilla. En la cubierta del Canela Fina, vuelta hacia el río, Quart había visto estremecerse sus hombros mientras ella decía adiós, entre lágrimas, al sueño que se hundía en las aguas negras, a sus pies. Ya no pronunció una sola palabra. Después que condujeron al párroco a la Jefatura de Policía, Quart la acompañó en un taxi hasta su casa; y tampoco entonces Macarena dijo nada. La dejó sentada en el patio junto a la fuente de azulejos, a oscuras, y cuando murmuró una indecisa despedida antes de irse, ella miraba la torre apagada del palomar. En el rectángulo de cielo negro, la noche seguía pareciendo un telón de teatro pintado de puntitos luminosos sobre la Casa del Postigo.

Sonaron una puerta, voces y pasos al extremo del vestíbulo blanco, y Quart se mantuvo alerta, la taza de café todavía en la mano. Pero nadie apareció, y al cabo de un momento sólo quedaba otra vez el silencio bajo el neón, y la imagen estática, en blanco y negro, de la calle deformada por el objetivo gran angular en los monitores del policía. Se levantó Quart dando unos pasos sin rumbo, y cuando estuvo frente al panel de vidrio blindado el agente le sonrió con embarazosa simpatía. Compuso otra sonrisa similar y se asomó a la puerta de la calle. Había otro guardia allí, con chaleco antibalas azul oscuro y un subfusil colgado del hombro, paseando aburrido bajo las grandes palmeras de la entrada. La Jefatura estaba situada en la parte moderna de la ciudad, y en el cruce de calles, desierto a aquellas horas, los semáforos iban lentamente del rojo al verde, del verde al ámbar.

Se esforzaba en no pensar. Es decir: reflexionaba sólo sobre las circunstancias técnicas del caso. La nueva situación del padre Ferro, los aspectos judiciales, los informes que debía mandar a Roma apenas amaneciese… Y procuraba que todo lo demás -sensaciones, incertidumbres, intuiciones- no se adueñara de él, quitándole la serenidad necesaria en su trabajo. Tras el tenue límite de todo aquello, al acecho del menor resquicio para adueñarse del panorama, sus viejos fantasmas pugnaban por unirse a los nuevos; con la diferencia de que esta vez el sacerdote Lorenzo Quart sentía los redobles en su propia piel. Era fácil quedar al margen cuando algo -aunque sólo fuera una cierta idea de uno mismo- se interponía entre la acción y sus consecuencias; pero ya no lo era tanto mantener el pulso firme cuando se escuchaba la respiración de la víctima. O cuando se la reconocía como álter ego, y los conceptos del bien y el mal, lo justo y lo inconveniente, difuminaban sus contornos en aquella terrible certeza.

Se contempló un largo rato en el reflejo oscuro del cristal de la puerta. El pelo gris muy corto de quien en otro tiempo había sido buen soldado. El rostro delgado que reclamaba una cuchilla y espuma de afeitar. El alzacuello negro y blanco que ya no podía mantenerlo a salvo de nada. Era un largo camino para encontrarse de nuevo en el rompeolas batido por la lluvia, con las gotas de agua cayendo por la mano fría, tan desamparada como la del niño que se aferraba a ella. Como los brazos que descendían de la cruz a un Cristo de vidrio inexistente, reducido a un hueco silueteado de plomo en la ventana que Gris Marsala se obstinaba en recomponer.

Una puerta se abrió al otro lado del vestíbulo, y el ruido de voces llegó hasta Quart. Al volverse vio que Simeón Navajo venía hacia él; su camisa roja garibaldina era un brochazo de color en la aséptica blancura del vestíbulo. Así que le devolvió la taza vacía al guardia de la garita y fue a su encuentro. El subcomisario se secaba las manos con una toalla de papel. Acababa de salir de los lavabos, y el pelo húmedo estaba tenso hacia atrás, recién sujeto en su nuca por la coleta. Tenía cercos de fatiga en torno a los ojos, y las gafas redondas le resbalaban hacia la punta de la nariz.

– Ya está -dijo, arrojando la toalla a una papelera-. Acaba de firmar su declaración.

– ¿Sostiene que mató a Bonafé?

– Sí -Navajo encogía los hombros casi excusándose por aquello. Son cosas que pasan, decía el gesto; ni usted ni yo tenemos la culpa-. Y preguntado por las otras dos muertes, cosa que hemos hecho por puro trámite, resulta que ni las afirma ni las niega. Es un fastidio, porque eran casos cerrados, y ahora nos obliga a reabrir la investigación…