Выбрать главу

Metió las manos en los bolsillos, dio unos pasos en dirección a la puerta y se detuvo allí, mirando las luces de la calle desierta.

– La verdad -añadió- es que su colega no resulta muy comunicativo. Se ha limitado a responder sí o no casi todo el rato, o a guardar silencio como le aconsejaba el abogado.

– ¿Sólo eso?

– Sólo eso. Ni siquiera cuando hemos hecho el careo con la señora, o señorita… o hermana Marsala, como se diga, lo he visto pestañear.

Quart miró hacia la puerta:

– ¿Sigue ella ahí adentro?

– Sí. Está firmando las últimas declaraciones, con ese abogado que usted trajo. Dentro de un momento podrá irse a casa.

– ¿Refrenda la confesión de don Príamo?

Navajo hizo una mueca:

– Todo lo contrario. Insiste en que no se lo cree. El párroco es incapaz de matar a nadie, asegura.

– ¿Y qué contesta él?

– Nada. La mira y no dice nada.

Volvió a abrirse la puerta al extremo del vestíbulo, y Arce, el abogado, vino hasta ellos. Era un individuo de aspecto apacible, vestido de oscuro y con la insignia colegial de oro en la solapa. Hacía años que se ocupaba de asuntos jurídicos de la Iglesia y tenía merecida fama de especialista en todo tipo de situaciones irregulares, incluida ésa. En concepto de honorarios y dietas cobraba una fortuna.

– ¿Y ella? -preguntó Navajo.

– Acaba de firmar su declaración -dijo Arce-. Y ha pedido un par de minutos con el padre Ferro, para despedirse. Sus compañeros no ven inconveniente, así que los he dejado hablando un poco. Bajo vigilancia, por supuesto.

Suspicaz, el subcomisario miró a Quart y luego al abogado.

– Pues ya pasa de dos minutos -sugirió-. Así que es mejor que se la lleven.

– ¿Van a bajar al párroco a los calabozos? -preguntó Quart.

– Esta noche dormirá en la enfermería -Arce indicaba con un gesto que la deferencia se la debían al subcomisario-. Hasta que mañana decida el juez.

Se abrió de nuevo la puerta, y Gris Marsala vino hasta ellos acompañada por un agente que traía en la mano unas hojas mecanografiadas. La monja tenía el aire abatido, muy fatigado. Seguía llevando los mismos tejanos y zapatillas deportivas que en la iglesia, y una cazadora vaquera sobre el polo azul. En la luz cruda y blanca del vestíbulo aún parecía más inerme que por la mañana.

– ¿Qué ha dicho? -le preguntó Quart.

Ella tardó una eternidad en volverse hacia el sacerdote, cómo si le costara reconocerlo.

– Nada -las palabras salieron lentamente, inexpresivas. Movía la cabeza a uno y otro lado, con desesperanza-. Dice que lo mató, y luego se calla.

– ¿Y usted lo cree?

En alguna parte del edificio, apagada y lejana, resonó una puerta al cerrarse. Gris Marsala miró a Quart, sin responder. Sus ojos claros reflejaban un desprecio infinito.

Cuando el abogado Arce se fue en un taxi con la monja, Simeón Navajo pareció relajarse, aliviado. Detesto a esos fulanos, confió a Quart en voz baja. Con sus trucos, sus habeas corpus y todo lo demás. Son la peste, páter; y ese suyo tiene más conchas que las islas Galápagos. Después de aquel desahogo, el subcomisario le echó un vistazo a los folios que habría traído el otro policía, antes de pasárselos al sacerdote:

– Aquí tiene copia de la declaración. No es algo muy regular, así que hágame el favor de no airearla demasiado por ahí. Pero usted y yo… -Navajo sonreía a medias- Bueno. Me hubiera gustado ayudar más en este asunto.

Quart lo miró, agradecido:

– Lo ha hecho.

– No me refiero a eso. Quiero decir que un sacerdote detenido por asesinato… -Navajo se tocó la coleta, incómodo-. Ya me entiende. No lo hace sentirse a uno satisfecho de su trabajo.

Hojeaba Quart los folios fotocopiados, escritos en lenguaje oficial. En Sevilla, a tantos de tantos, comparece don Príamo Ferro Ordás, natural de Tormos, provincia de Huesca. Al pie del último estaba la firma del párroco: un trazo torpe, casi un garabato.

– Cuénteme cómo lo hizo.

Navajo señaló las diligencias.

– Ahí lo tiene todo. El resto podemos deducirlo de sus respuestas afirmativas a nuestras preguntas, o de lo que se ha negado a contestar. Según parece, Honorato Bonafé estaba en la iglesia sobre las ocho u ocho y media. Probablemente había entrado por la puerta de la sacristía. El padre Ferro fue a la iglesia para hacer su ronda antes de cerrar, y allí estaba el otro.

– Iba chantajeando a todo el mundo -apuntó Quart.

– Quizá fuera eso. Cita previa o casualidad, el caso es que el párroco dice que lo mató, y punto. Sin más detalles. Sólo añade que después cerró la puerta de la sacristía, dejándolo dentro.

– ¿En el confesionario?

Navajo movió la cabeza:

– No se pronuncia. Pero mi gente ha reconstruido lo que pasó. Bonafé estaría subido al andamio del altar mayor, junto a la imagen de la Virgen. Según todos los indicios, el párroco subió también -acompañaba el relato con sus habituales gestos de las manos, dos dedos caminando hacia arriba como si treparan por el andamio, y luego otros dos dedos acercándose-. Discutieron, forcejearon o lo que fuera. El caso es que Bonafé cayó, o fue empujado, desde cinco metros de altura -Navajo enlazó los dos pares de dedos un instante y luego imitó la caída de uno de los contendientes-. Aquella herida de la mano se la hizo al intentar agarrarse a un tornillo del andamio. En el suelo, reventado aunque todavía vivo, se arrastró unos metros, incorporándose después -Quart seguía, casi angustiado, el lento arrastrarse de los dedos del policía-, Pero no podía andar, y lo más cercano que pudo hallar fue el confesionario. Así que se derrumbó en él y allí murió.

Los dedos que representaban a Bonafé yacían ahora inmóviles, sobre la palma de la otra mano que oficiaba como improvisado confesionario. Gracias a la mímica de Navajo, Quart podía imaginar la escena sin esfuerzo; y a pesar de ello le seguían aturdiendo la cabeza todas y cada una de las conjunciones adversativas que había aprendido de pequeño, en la escuela. Mas. Pero. Empero. Sino. Sin embargo.

– ¿Lo confirma don Príamo?

Navajo puso cara de fastidio. Hubiera sido demasiado hermoso. Mucho pedir.

– No. Sólo se calla -se quitó las gafas para mirarlas al trasluz del neón, como si la limpieza de los lentes le infundiera sospechas profesionales-. Dice que lo hizo él, y se calla.

– Esta historia no tiene pies ni cabeza.

El subcomisario sostuvo la mirada escéptica de Quart sin pestañear, en un silencio que sólo era cortés.

– No estoy de acuerdo -dijo por fin-. Como clérigo es posible que usted prefiera otros indicios, o circunstancias. Imagino que es el lado moral del hecho lo que le repugna, y lo comprendo. Pero póngase en mi lugar -se caló las gafas-. Soy policía y mis dudas son mínimas: tengo un informe forense y un hombre, sacerdote o no, en correcto uso de sus facultades mentales, que confiesa haber matado. Como decimos aquí: líquido blanco y embotellado, con una vaca en la etiqueta, no puede ser más que leche. Pasteurizada, desnatada o merengada, como guste; pero leche.

– Bien. Usted sabe que él lo hizo. Pero yo necesito saber cómo y por qué lo hizo.

– Bueno, páter. A fin de cuentas es asunto suyo. Aunque sobre ese particular quizá pueda aportarle algún dato más. ¿Recuerda que Bonafé estaba encima del andamio del altar mayor cuando lo sorprendió el párroco? -sacó del bolsillo de su pantalón una bolsita de plástico con una pequeña bola nacarada dentro-… Pues mire lo que hemos encontrado en el cadáver.

– Parece una perla.

– Es una perla -confirmó Navajo-. Una de las veinte que la imagen de la Virgen tiene engarzadas en la cara, el manto y la corona. Y Bonafé la llevaba en un bolsillo de su chaqueta.