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Era tan breve el espacio, tan precario el refugio, tan frágil el consuelo, que no resultaba difícil comprender a quien desenvainaba la espada de Josué para librar la batalla que a todo daba sentido, o a quien cargaba la cruz con los pecados de otros. Eran dos caras de la misma moneda: el único heroísmo posible, el valor lúcido desprovisto de banderas y de victoria. Peones solitarios al extremo del tablero, esforzándose por terminar su juego con dignidad incluso desbordados por la derrota, como cuadros de infantería cuyo fuego se extinguiera poco a poco en un valle inundado de enemigos y de sombras. Ésta es mi casilla, aquí estoy, aquí muero. Y en el centro de cada casilla, un cansado redoble de tambor.

– Cuando quiera, páter -anunció Navajo, asomándose a la puerta.

Era eso. Era exactamente eso, y daba igual quién había empujado a Honorato Bonafé desde lo alto del andamio. Alargó Quart una mano hasta rozar con los dedos el envoltorio de la perla. Y de ese modo, mirando la lágrima falsa de Nuestra Señora, el soldado perdido en la ladera de la colina de Hattin reconoció, a lo lejos, la voz ronca y el rumor del hierro de otro hermano que libraba su combate en aquella esquina del tablero. Ya no había manos amigas que enterraran después en criptas heroicas, iluminadas por luz dorada de saeteras, entre estatuas yacentes de caballeros, los guanteletes puestos y el león a los pies. Ahora el sol estaba en el cénit y las osamentas de hombres y corceles se extendían bajo la colina, pasto de chacales y de buitres. Así que, arrastrando la espada, sudoroso bajo la cota de malla, el guerrero cansado se puso en pie y siguió a Simeón Navajo por el pasillo largo y blanco. Y allí, al extremo, en una pequeña habitación con un guardia en la puerta, el padre Ferro estaba sentado en una silla, sin sotana, con un pantalón gris bajo el que asomaban sus viejos zapatos sin lustrar, y una camisa blanca abotonada hasta el cuello. Habían tenido la consideración de no esposarlo; pero incluso así parecía muy pequeño y desamparado, el hirsuto pelo blanco a trasquilones, la barba de casi dos días entre marcas, arrugas y cicatrices. Sus ojos oscuros, enrojecidos en los lagrimales, observaron al recién llegado, impasibles. Entonces Quart fue hasta él y, mientras el subcomisario y el guardia lo miraban atónitos desde la puerta, se arrodilló ante el viejo sacerdote.

– Padre. Absuélvame, porque he pecado.

Eran sus excusas, su respeto, su contrición; y necesitaba dar testimonio público de ello. Por un instante el asombro conmovió la mirada del párroco. Estuvo así, quieto, sin apartar los ojos del hombre que esperaba arrodillado e inmóvil ante él. Por fin alzó lentamente una mano e hizo la señal de la cruz sobre la cabeza de Lorenzo Quart. En los ojos del anciano había un brillo húmedo de reconocimiento; temblaban su barbilla y sus labios mientras pronunciaba en silencio, sin palabras, la antigua fórmula del consuelo y de la esperanza. Y con ella sonrieron por fin, aliviados, todos los fantasmas y todos los amigos muertos del templario.

Dejó atrás las tres palmeras y cruzó la plaza desierta, entre los semáforos que pasaban del verde al rojo y del rojo al ámbar. Después anduvo en línea recta por la avenida en dirección al puente de San Telmo, en la soledad y el silencio perfectos de la madrugada. Vio la luz de un taxi libre en su parada, pero siguió adelante; necesitaba caminar. Así lo hizo mientras los faroles alargaban y encogían su sombra en las aceras. A medida que se iba acercando al Guadalquivir la humedad era más intensa, y por primera vez desde que estaba en Sevilla tuvo frío. Se subió el cuello de la chaqueta. Junto al puente, sin luces ni turistas que la admirasen a aquellas horas, la torre almohade se fundía con la oscuridad, ensimismada en su tiempo perdido.

Cruzó el puente. Los surtidores de la fuente de la Puerta de Jerez estaban secos cuando pasó junto a la fachada de ladrillo y azulejos del hotel Alfonso XIII. Siguió el pie de la muralla de los Reales Alcázares, y en el patio de banderas dos barrenderos municipales apartaron a su paso el chorro de agua de una brillante embocadura de cobre. Aspiró el aire aromatizado de naranjos y tierra húmeda camino del arco de la Judería, y luego por las calles estrechas de Santa Cruz, precedido por el eco de sus pasos bajo los faroles de luz indecisa. Ignoraba cuánto había andado, pero lo cierto es que la caminata lo llevó muy lejos, fuera del tiempo; a un lugar impreciso donde, en mitad de un sueño, fue a encontrarse de pronto en una placita pequeña, entre casas pintadas de almagre y cal blanca que iluminaba la oscuridad igual que si fuese de día. Una plaza con rejas, y macetas con geranios, y bancos de azulejos con escenas del Quijote. Y al fondo, entre andamios que apuntalaban su decrépita espadaña, custodiada por una Virgen sin cabeza que la oscuridad mantenía semioculta en su hornacina, se alzaba, vieja de tres siglos y de la memoria larga de los hombres que bajo su techo se cobijaron, la iglesia de Nuestra Señora de las Lágrimas.

Fue a sentarse en uno de los bancos y la estuvo mirando desde allí, inmóvil, durante mucho rato. Las campanadas iban sucediéndose en el reloj de la torre cercana; y cada vez los vencejos y las palomas revoloteaban inquietos, arrancados al sueño, para volverse a posar de nuevo en el resguardo de los aleros. Ya no había luna en el cielo. Las estrellas seguían arriba, parpadeando heladas, y hacia el alba el frío se hizo más intenso, atenazando los muslos y la espalda del sacerdote. Todo se tornaba más definido en su espíritu lleno de paz, y de ese modo vio cómo la claridad que empezaba a insinuarse hacia el este crecía despacio perfilando cada vez más la silueta de la espadaña que parecía ensombrecerse por contraste con la negrura menguante tras ella. Y sonaron más campanadas en el reloj, y otra vez palomas y vencejos serenaron su revuelo. Y era el día lo que se anunciaba ya con decisión, en la claridad rojiza que empujaba a la noche hacia el otro lado de la ciudad, en el perfil nítido de la espadaña, el tejado, los aleros de la plaza y los colores que afianzaban su matiz oscuro de oro y tierra sobre la cal blanca de los muros. Y cantaron los gallos, porque Sevilla era una de esas ciudades donde quedaban gallos para cantarle al alba. Entonces Lorenzo Quart se puso en pie igual que si retornara de un largo sueño. O tal vez seguía envuelto en él, como habría dicho cualquiera que observara su forma de caminar hacia la iglesia.

Bajo el arco de la entrada sacó del bolsillo la llave y la hizo girar en la puerta, que se abrió con un chirrido. Ya entraba luz suficiente por las vidrieras para permitirle avanzar con seguridad entre los bancos amontonados al fondo de la nave y los dispuestos a ambos lados del pasillo central, ante el altar y el retablo, todavía oscuro de sombras, junto al que brillaba la pequeña lamparilla del Santísimo. Escuchando sus pasos anduvo hasta el centro de la iglesia, y allí miró el confesionario con la puerta abierta, los andamios en las paredes, las gastadas losas del suelo y la negra boca de la cripta donde reposaban los restos de Carlota Bruner.

Después se arrodilló en uno de los bancos y aguardó inmóvil hasta que terminó de amanecer. No oraba, pues no sabía ante quién hacerlo, y tampoco la antigua disciplina de los ritos profesionales se le antojaba apropiada a las circunstancias. Por eso se limitó a esperar con la mente vacía, dejándose mecer en el consuelo silencioso de las viejas paredes, bajo el techo ennegrecido por humo de velas, incendios y manchas de humedad que se extendía sobre su cabeza, allí donde la claridad creciente apuntaba el rostro barbudo de un profeta, las alas de un ángel, una nube vacía o una silueta irreconocible como un fantasma desvaneciéndose en la quietud del tiempo. Al fin llegó la luz del sol, penetrando justo a través de la silueta emplomada del Cristo desaparecido en la ventana; y el retablo se volvió barroco arabesco de pan de oro, columnas rubias que mostraban la gloria de Dios. El pie de la Madre aplastaba la cabeza de la serpiente, y eso, supuso Quart, era lo único que de veras importaba. Entonces subió al coro e hizo sonar la campana. Aguardó un cuarto de hora sentado en el suelo, bajo el cabo de cuerda rematada en gruesos nudos, y después, incorporándose, la hizo sonar de nuevo con dos últimos toques espaciados al terminar. Faltaban quince minutos para la misa de ocho.