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– Le daré diez minutos para explicarse -dijo Michael, entre dientes.

Tardó varios días en encontrar la tienda de flores adecuada. Habría sido mucho más fácil si ella le hubiera dado un nombre.

Las manos enguantadas abrieron el libro por la página que había marcado.

La fachada de la sencilla floristería le recordaba el barrio donde había crecido. Una ventana grande enmarcada por un toldo blanquiverde, y de los marcos de metal desbordaba una variedad de rosas rojas como la sangre recién derramada, helechos que acababan de ser rociados, goteando lágrimas de agua.

Perfecto, hasta las rojas rosas y los helechos regados.

Abrió la puerta de vidrio y sonó una campanilla por encima de su cabeza. Lo acogió el aroma fragmentado de las flores, la tierra y las plantas, y un jovial «Hola, ¿en qué puedo servirle?»

Respiró la esencia de la tierra mientras observaba unos arreglos primaverales de tonos claros junto a la puerta. Esperó a que dos mujeres parlanchinas recogieran sus pedidos en el mostrador y salieran.

Uno de los arreglos llamó su atención. Era un ramo triangular diseñado con exquisito gusto, con unas maravillosas espuelas de caballero rosadas y lilas rodeadas por un conjunto de narcisos de un intenso color amarillo, claveles blancos y rosados y lirios color púrpura temblando bajo el aire acondicionado de la tienda.

Habría sido perfecto para ella en cualquier otra ocasión, pero no para un funeral. Era una lástima.

Buscó otra página en el libro ajado. Aunque se había aprendido el pasaje de memoria, le agradaba ver las palabras. Le procuraban un placer que casi lo mareaba, como si leyera inclinado sobre su hombro mientras ella lo tecleaba en el ordenador.

Lirios de Casa Blanca, claveles, rosas, moluccellas, dragones, gipsófilas, todas de blanco impoluto, enmarcaban el arreglo floral funerario, y unas hojas de plumosus brindaban el contraste con su verde suave, realzando la intensidad del blanco. Las flores, llenas de su fragancia, tan vivas, nunca deberían haberse instalado junto al ataúd cerrado, un ataúd que contenía el cuerpo inerte y descuartizado de una vida segada prematuramente.

– ¿En qué puedo servirle?

Se giró y sonrió a la joven dependienta que se acercó a atenderlo. Menos de treinta años, rubia. Afortunadamente, el texto no abundaba en la descripción de otros rasgos. Aunque había cientos de floristerías en Los Ángeles, habría sido difícil encontrar la conjunción de escenario y víctima si la autora hubiera incluido más detalles. Había tardado seis meses en encontrar una camarera que se llamara Doreen Rodríguez en Denver.

Su vuelo a Portland salía en menos de dos horas.

– Sí, me gustaría comprar una corona funeraria. -Observó que los demás clientes salían de la tienda, charlando, ajenos a él. No tenían ni idea de que acababan de cruzarse con un dios. Esa duplicidad lo llenó de energía, y sonrió a la simpática empleada.

– Lamento su pérdida -dijo la muchacha. En la tarjeta que llevaba prendida decía «Christine».

Doreen no había sido una gran pérdida. En realidad, ni siquiera había opuesto una gran resistencia, pero él no tenía intención alguna de comentar ese detalle con su próxima víctima.

Cerró el libro y describió las flores que quería para la corona. Christine intentó hacer unas cuantas sugerencias y enseñarle otros bellos arreglos, con abundancia de verdes, explicándole que las coronas habían pasado de moda. Él escuchó educadamente.

– Esto es lo que a ella le habría gustado -explicó.

– Lo comprendo -dijo ella, con una sonrisa cálida, y la dosis justa de simpatía en sus bellos ojos azules.

Era una lástima que tuviera que matarla.

Capítulo 3

– ¿Alguien la ha amenazado?

Estaban sentados a la mesa del comedor. Annette aclaraba la mayoría de detalles, pero Michael todavía tenía preguntas sin respuesta. Miraba a Rowan pero no sabía con quién trataba. Ella llevaba puestas unas gafas pequeñas de marco metálico con una pátina gris que impedía verle los ojos. No eran gafas de sol pero tenían el mismo efecto. Estaba sentada en un extremo de la mesa y miraba por la ventana.

– No abiertamente -dijo Rowan, al cabo de un rato. Resumió lo que le había dicho la policía el día anterior, pero tuvo la precaución de no incluir el detalle de su libro abandonado junto al cadáver-. Soy perfectamente capaz de cuidarme sola -dijo, mirándolo-. ¿Qué haría usted, concretamente, para protegerme? -Su tono condescendiente irritó a Michael.

Era evidente que había trabajado para el FBI. Todos los federales creían saberlo todo, pensó Michael, con un aire burlón. Aún así, necesitaba protección. Un loco había utilizado su libro como manual de instrucciones para un asesinato. Quizás el asesino tuviera sus propios planes, o quizá viniera a por ella. Aumentar la seguridad en aquella casa era una buena manera de comenzar.

También era consciente de que un caso de alto perfil como ése podía dar un importante impulso a su empresa.

– Fui policía durante quince años y he trabajado otros dos como guarda espaldas. Le aseguro que soy lo bastante competente para guardarle bien la espalda -afirmó. Era una espalda bastante bonita y agradable de mirar, pensó. El conjunto del envoltorio era atractivo.

– No ha contestado a mi pregunta -dijo Rowan, que conservaba su rigidez-. ¿Qué puede hacer por mí que no pueda hacer yo misma?

¿Era deliberada su tozudez? Seguro que sabía para qué servía un guardaespaldas.

– Usted ha trabajado para el FBI. Sabe perfectamente bien de qué me ocuparía. Contestar a la puerta. Acompañarla cuando sale de casa. Cerrar todo por la noche y, si el tipo aparece, llevarla a un lugar seguro. ¿Qué más quiere saber?

Rowan arqueó una ceja y parecía a punto de decir algo cuando sonó el timbre. Se incorporó y Michael la miró con cara de pocos amigos.

– Diría que contestar a la puerta forma parte de mis obligaciones -dijo.

Ella asintió, y sacó la Glock de la cartuchera que llevaba sobre su camiseta blanca.

Annette casi parecía excitada, y Tess sacó su propio treinta y ocho corto.

Rowan no pudo evitar una sonrisa al ver el arma de Tess Flynn.

– Qué monina la pistola -dijo, antes de que pudiera reprimir su odioso comentario.

Michael desapareció por el pasillo en dirección al vestíbulo. Había sido policía quince años, y seguramente habría ingresado en la academia justo después de acabar el instituto. Tenía ese aire duro de los polis curtidos, un balanceo algo arrogante al andar, una estampa rígida. Casi despedía chispas, con esa especie de energía contenida, pero en torno a sus ojos verdes se marcaban las líneas de la risa, y llevaba el pelo demasiado largo como para ser un corte reglamentario. Tenía el aspecto de un rebelde, casi. Rowan no pudo evitar preguntarse por qué habría abandonado el cuerpo siendo tan joven. Cuando se jubilara, no percibiría todos los beneficios, un detalle muy importante para la mayoría de los que trabajaban en los cuerpos de seguridad.

Se propuso investigar la cuestión.

Por otro lado, daba la impresión de saber lo que hacía en materia de seguridad personal. Si no lo aceptaba a él, Roger mandaría a un par de agentes. A Rowan no le agradaba la idea de que el Departamento ocupara tantos recursos en ella. Al menos hasta que tuvieran información fiable sobre el asesino.

El problema era que no le gustaba estar sujeta a las decisiones de otros. La idea de necesitar un guardaespaldas la ponía de mal humor. Era perfectamente capaz de cuidarse sola, tal como le había dicho a Roger y, ahora, a este otro tipo, Michael Flynn.