John no presionó más, dándole tiempo a que pensara en esa información. Pasaron varios minutos, y de pronto Adam abrió la puerta sin siquiera mirarlo.
Bien, pensó John, y bajó por su lado.
Adam caminaba arrastrando los pies, pero siguió a John hasta el mexicano delgado que atendía el puesto de flores.
– Hola, señor.
– Hola -contestó el hombre. Miró a Adam y sonrió-: ¿Le han gustado las flores a la señora? -preguntó, con un gesto hacia los coloridos arreglos florales.
Adam miró, con la frente arrugada, y negó con la cabeza.
– Señor -siguió John-, mi amigo -dijo, y le dio a Adam unas palmadas en la espalda para identificarlo y tenerlo a su lado-, conoció aquí a un hombre. ¿Lo recuerda usted?
– ¿Si lo recuerdo? -asintió el hombre, en español-. Sí.
– ¿Puede describirlo? ¿Su pelo? -preguntó, tocándose el pelo.
– Sí, un pelo como la arena.
– ¿El mismo color de la arena?
El hombre asintió y señaló hacia la playa, allá bajo los acantilados. Rubio, pensó John. Un poco más oscuro.
– ¿Le vio los ojos?
El hombre negó con la cabeza.
– Llevaba gafas de sol. Gafas oscuras.
Maldita sea.
– ¿Altura? -preguntó, alzando la mano.
El hombre miró de John a Adam.
– Como él -dijo, señalando a Adam y luego juntó los dedos, dejando unos centímetros-. Más alto.
– ¿Recuerda usted qué conducía? ¿Su coche?
– Un sedán. Como un Ford -dijo, y se encogió de hombros-. No estoy seguro.
– ¿Recuerda por dónde se fue?
El hombre señaló hacia Los Ángeles. Alejándose de Rowan. ¿Habría ido hasta su casa? El tipo sabía dónde vivía, pero el hecho de que estuviera acechándola preocupaba a John por varios motivos.
– Compró un lirio y lo lanzó por el acantilado -dijo el hombre, señalando hacia el otro lado del camino-. Me extrañó, pero no hice preguntas.
Había comprado un lirio y lo había tirado barranco abajo. Mierda.
– ¿Cómo vestía?
– Bien. Pantalones marrón claro. Una camisa como la suya -dijo, y señaló el polo de John-. Azul -añadió, encogiéndose de hombros-. No recuerdo más. Un individuo de aspecto agradable, de unos cuarenta años.
Nada que lo distinguiera demasiado. Al menos era más de lo que tenían antes, pensó John. Le dio las gracias al hombre y volvió con Adam al camión.
– ¿Recuerdas alguna otra cosa? -Adam no le contestó, pero John insistió-. Yo creo que recuerdas algo. Creo que hay algo que no me has contado.
– No, no -replicó Adam-. No te enfades conmigo tú también.
John suspiró, intentando ser paciente.
– No estoy enfadado contigo, Adam. Ha sido un día duro para ti, lo sé. Pero si recuerdas algo, aunque no te parezca importante, necesito saberlo.
Adam se mordió el labio.
– Parecía alguien conocido.
– ¿Conocido? ¿Cómo si lo hubieras visto antes?
– Puede ser -dijo él, encogiéndose de hombros.
– ¡Piensa, Adam! Es muy importante. -John no quería perder la calma, pero su frustración iba en aumento.
– No lo sé. Simplemente me pareció familiar. Como si lo hubiera visto antes. Soy un estúpido. No lo recuerdo. ¡Soy un estúpido! -dijo, y dio un puñetazo en el salpicadero.
John respiró hondo y puso el camión en marcha.
– No eres un estúpido, Adam. Ya lo recordarás. Y cuando lo recuerdes, quiero que me llames. -John escribió el número de su móvil en una tarjeta y se la entregó-. Llámame cuando quieras y cuéntame cualquier cosa que recuerdes. ¿De acuerdo?
Adam cogió la tarjeta y frunció el ceño. Hizo girar la tarjeta entre los dedos.
– De acuerdo.
Pensaba en las muchas mujeres de pelo castaño en Washington D.C. que ignorarían las advertencias de la policía. Algunas viajaban en grupo, pero la mayoría salía al trabajo y se dirigían al metro solas, o se separaban de sus amigas al subir a los trenes de los suburbios.
Tenía que agradecerle a Rowan ese detalle. Cuatro de las víctimas de su novela eran anónimas, de modo que no tenía que encontrar una víctima que coincidiera con un nombre. Había sido más difícil en Portland encontrar a una familia Harper que encajara con la descripción, pero al ver a la hija pequeña, supo que podía desviarse del plan y enviarle a Rowan un recuerdo. Adaptarse. Se había adaptado a las circunstancias toda su vida. Adaptarse, manipular, destruir.
Sin embargo, encontrar a una mujer sola, de pelo castaño, entre veinte y treinta años que viajara de Washington D.C. a Virginia era mucho más fácil. La semana anterior había identificado a una posible víctima. Esta noche la esperó cerca de su coche.
Otra pequeña variación, pero Rowan sabría apreciarla. Después del once de septiembre, los sistemas de seguridad del metro habían cambiado, y no podía correr el riesgo de que lo vieran las cámaras. Se preguntaba si Rowan lo reconocería después de tanto tiempo, pero creía que sí. Si ella no lo recordaba, la policía revisaría cualquier imagen en el laboratorio y descubriría que tenía antecedentes.
No podía ser. Rowan no tardaría en conocer su identidad. Pero según sus condiciones, cuando él decidiera.
Le fascinaban todos y cada uno de los libros de Rowan. Estaban tan llenos de detalles, eran tan ricos en cuestiones de vida o muerte. Le sorprendía que aquella zorra pudiera ser tan creativa. Mientras estudiaba a fondo a la protagonista, se preguntaba si Rowan había descrito a Dara Young como si fuera ella misma. Dara no se parecía en nada a Rowan. La agente ficticia del FBI era una mujer de pelo castaño con ojos marrones, mayor y, de hecho, tenía amigas.
No tenía familia, pensó, con una ancha sonrisa.
Rowan jamás sospecharía lo que había planeado, pero era brillante. ¡Brillante! Siempre había sabido que era inteligente. Mucho más que el común de los imbéciles que andan por ahí. Pero ahora… ahora se sentía inspirado.
La destrozaría mentalmente. Y luego la mataría.
Oyó que el metro se detenía en la estación, el final del trayecto. Sonrió pensando en la ironía del destino. Final de trayecto. Esperaba con ansias ese capítulo en particular. Todas las víctimas del malvado Judson Clemens de la novela de Rowan eran violadas. Él nunca había pensado en violar a una mujer. ¿Para qué? Al fin y al cabo, podía echar un polvo cuando quisiera, y pagar por ello si fuera necesario. En la cárcel, no, pero los maricones se mantenían a distancia desde que le había rebanado la polla al primero que intentó follárselo. Los violadores que conoció en la cárcel tenían problemas con el «control de la rabia», como lo llamaban los psiquiatras. Eso le hizo reír. Él no tenía problemas para controlar su rabia, ningún tipo de problemas.
La disimulaba muy bien.
Pero, en realidad, él no violaría a la mujer. Sólo se limitaría a seguir el guión que Rowan había puesto tan amablemente a su disposición. Era el plan de ella. Eran sus víctimas.
Lo siento por ti, Melissa Jane Acker, has llegado al final de tu trayecto.
Capítulo 12
Rowan se puso un sencillo vestido negro largo y un collar de perlas. No quería hacer alarde de elegancia para ese estreno. Ni siquiera tenía ganas de ir. Sin embargo, Roger tenía razón en una cosa. Aunque era posible que aquel cabrón optara por alguna otra variante si le hacía falta, no sería su estilo lanzar una bomba en el cine.
Aún así, sentía el estómago revuelto y no había podido comer nada en todo el día. Antes de vestirse, tomó un vaso de leche para calmar el vientre, aunque ahora lo sentía como un gran bulto en las entrañas. Ojalá sobreviviera a la velada sin vomitarlo todo.
Normalmente, tenía un estómago muy a prueba de bombas. Pero aquellas circunstancias difícilmente podían calificarse de normales.
Cuando salió a hacer footing esa mañana con Michael, había echado de menos a John. No era que Michael no le pareciera apto como guardaespaldas. Michael era más que competente, aunque Rowan se sentía algo incómoda porque se percataba de que se la quedaba mirando cuando pensaba que ella no se daba cuenta.