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Gestor de la Real Academia de las Ciencias

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Cuaderno de Adrian

Habitación 307. La primera vez que dormí aquí no presté ninguna atención a la vista. Por aquel entonces era feliz, y la felicidad te vuelve distraído. Estoy sentado a este pequeño escritorio, frente a la ventana, Pekín se extiende ante mí, y nunca en mi vida me había sentido tan perdido. La sola idea de volver la cabeza hacia la cama se me hace insoportable. Tu ausencia se me ha metido dentro como una pequeña muerte que sin cesar horada su camino en mi interior. Tengo un topo en las entrañas. He intentado anestesiarlo esta mañana, en el desayuno, con una generosa ración de baijiu, pero ni siquiera el alcohol de arroz puede con él.

Diez horas de avión sin pegar ojo, tengo que dormir un poco antes de ponerme en camino. Unos breves instantes sin conciencia, es todo lo que pido, un momento de abandono en el que no veré desfilar en mi cabeza lo que hemos vivido aquí.

¿Estás aquí?

Me hiciste esta pregunta a través de la puerta del cuarto de baño, hace unos meses. Hoy no oigo más que el chapoteo de un viejo grifo que gotea, el agua rebota contra la loza de un lavabo que conoció tiempos mejores.

Aparto la silla, me pongo la gabardina y salgo del hotel.

Cojo un taxi hasta el parque de Yingshan. Atravieso la rosaleda y tomo por el puente de piedra que cruza un estanque.

Qué feliz estoy de estar aquí.

Yo también lo estaba. Si hubiera sabido hacia qué destino nos precipitábamos, inconscientes, con esa sed que teníamos de descubrimientos… Si se pudiera detener el tiempo, yo lo pararía justo en ese momento. Si se pudiera volver atrás, allí es donde yo regresaría…

He vuelto al lugar donde formulé ese deseo, ante este rosal blanco, en un camino del parque de Yingshan. Pero el tiempo no se detuvo.

Entro en la Ciudad Prohibida por la puerta norte y la recorro sin más guía que unos pocos recuerdos tuyos.

Busco un banco de piedra junto a un gran árbol, un escollo singular donde, no hace mucho, se sentó una pareja de chinos muy ancianos. Quizá, si los volviera a ver, me traerían un poco de paz: creí leer en su sonrisa la promesa de un futuro juntos tú y yo; quizá sólo se rieran de la suerte que nos aguardaba.

Al final he dado con el banco, pero estaba vacío. Me he tendido sobre él. Las ramas de un sauce se balancean al viento, y su danza indolente me acuna. Con los ojos cerrados, tu rostro se me aparece, intacto, y me quedo dormido.

Me despierta un policía que me exhorta a abandonar el parque. Está anocheciendo, los visitantes ya no son bienvenidos.

De regreso en el hotel, vuelvo a mi habitación. Las luces de la ciudad se imponen sobre la oscuridad. He quitado la manta de la cama, la he extendido en el suelo y me he arrebujado en ella. Los faros de los coches dibujan extraños motivos en el techo. De qué sirve perder más tiempo, ya no dormiré.

He cogido mi equipaje, he pagado la cuenta del hotel en recepción y he ido al aparcamiento a buscar mi coche.

El navegador me indica la dirección de Xi'an. En los arrabales de las ciudades industriales la noche se desvanece y reaparece en la oscuridad del campo.

Hago una parada en Shijiazhuang para poner gasolina, pero no compro comida. Me habrías tachado de cobarde, no sin razón quizá, pero no tengo hambre, así que para qué arriesgarme.

Cien kilómetros después diviso el pueblecito abandonado en lo alto de una colina. Tomo por el camino lleno de baches, decidido a ir hasta allí para contemplar el amanecer en el valle. Dicen que los lugares conservan la memoria de los instantes que vivieron quienes allí se amaron, quizá sólo sea una locura, pero esta mañana necesito creer en ello.

Recorro las callejuelas fantasma y dejo atrás el abrevadero de la plaza principal. La copa que encontraste entre las ruinas del templo confuciano ha desaparecido. Ya lo predijiste tú, alguien se la habrá llevado para hacer con ella lo que le parezca.

Me siento en una roca al borde del despeñadero y espero a que empiece el día, inmenso; después reemprendo camino.

El tramo a través de Linfen es tan nauseabundo como en nuestro primer viaje; una nube de contaminación acre me quema la garganta. Me saco del bolsillo el trozo de tela con el que nos fabricaste unas mascarillas improvisadas. Estaba entre los efectos personales que me hicieron llegar hasta Grecia desde China; no queda rastro de tu perfume pero, al ponérmelo en la boca, vuelvo a ver cada uno de tus gestos.

Mientras cruzábamos Linfen, te quejaste:

Este olor es infernal…

… pero para ti, cualquier pretexto valía para quejarte. Ahora daría cualquier cosa por oír tus reproches.

Fue cuando pasábamos por aquí cuando te pinchaste en un dedo al rebuscar en tu equipaje, y así descubriste un micrófono escondido en tu maleta. Aquella noche debí haber tomado la decisión de dar media vuelta; no estábamos preparados para lo que nos esperaba, no éramos aventureros, tan sólo dos simples científicos que se comportaban como chiquillos inconscientes.

La visibilidad sigue siendo igual de mala, por lo que no tengo más remedio que ahuyentar esos pensamientos negros para concentrarme en la carretera.

Recuerdo que, al salir de Linfen, aparqué un instante en la cuneta y me contenté con tirar el micrófono por la ventanilla sin inquietarme por el peligro que representaba. En ese momento sólo me preocupaba que supusiera una intrusión en nuestra intimidad. Fue entonces cuando te confesé que te deseaba, entonces también cuando me negué a decirte todo lo que me gustaba de ti, por pudor más que por hacerte rabiar.

Estoy cerca ya del lugar donde ocurrió el accidente, el lugar donde unos asesinos nos empujaron a un barranco, y me tiemblan las manos.

Deberías dejar que nos adelante.

Tengo la frente bañada en sudor.

Frena, Adrian, te lo suplico.

Me pican los ojos.

No me lo puedo creer, estos tíos van a por nosotros.

¿Te has puesto el cinturón?

Tú contestaste que sí a esta pregunta que era más una súplica. El primer impacto nos proyectó hacia adelante. Cierro los ojos y vuelvo a ver tus dedos crispados sobre la puerta, la agarras con tanta fuerza que tus falanges están blancas. ¿Cuántas veces nos golpearon con sus parachoques antes de que las ruedas del 4 x 4 chocaran contra el parapeto, antes de que cayéramos al abismo?

Te besé mientras las aguas del río Amarillo nos sumergían, clavé mis ojos en los tuyos mientras nos ahogábamos, me quedé contigo hasta el último instante, amor mío.

Las curvas se suceden, en cada una pugno por dominar mis gestos, demasiado nerviosos, por controlar el coche, que no deja de dar bandazos. ¿Me he pasado la bifurcación donde un pequeño sendero lleva hasta el monasterio? Desde que emprendí este segundo viaje a China, ese lugar acapara todos mis pensamientos. No conozco a nadie en esta tierra extraña, tan sólo al lama que nos acogió entonces. ¿Quién sino él podrá proporcionarme alguna pista para encontrarte, quién sino él podrá darme alguna información que alimente mi escasa esperanza de que sigas con vida? Una foto tuya con una cicatriz en la frente es muy poca cosa, un trocito de papel que me saco del bolsillo mil veces al día. Reconozco a mi derecha la entrada del camino. He frenado demasiado tarde, el coche derrapa y tengo que dar marcha atrás.

Las ruedas del 4 x 4 se hunden en el barro otoñal. Ha llovido toda la noche. Aparco a la entrada del sotobosque y sigo a pie. Si mi memoria no me falla, cruzaré un vado y subiré la ladera de otra colina; una vez en lo alto, divisaré el tejado del monasterio.

He tardado una hora en llegar. En esta estación el caudal del arroyo es más abundante, y cruzarlo no ha sido fácil. Dos grandes piedras redondas y resbaladizas sobresalían apenas entre las aguas turbulentas. Si me hubieras visto en equilibrio en esa postura tan poco elegante imagino que te habrías burlado de mí.