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He dormido en su tienda, al amparo del frío y del viento. Al amanecer, le tiendo mi notita a mi anfitrión; no sabe leer y no le presta ninguna atención; el sol ya se levanta, y tiene mucho que hacer.

Mientras lo ayudo a recoger leña, me aventuro a articular la palabra «Garther», cambiando mil veces la pronunciación con la esperanza de encontrar la que despierte en él alguna reacción. Pero es inútil, permanece imperturbable.

Después de la leña, nos toca ir a acarrear agua. El nómada me tiende un odre vacío, se pasa otro por encima del hombro y me enseña cómo colocarlo; luego tomamos por una pista que va hacia el sur.

Hemos caminado dos horas por lo menos. Desde lo alto de la colina, distingo un río que fluye entre las hierbas altas. El nómada llega hasta allí mucho antes que yo. Cuando lo alcanzo, él ya se está bañando. Me quito la camisa y me zambullo a mi vez. La temperatura del agua me hiela la sangre en las venas, este río debe de nacer en uno de los glaciares que se ven a lo lejos.

El nómada mantiene el odre debajo del agua. Imito sus gestos, las dos bolsas se inflan, y a mí me cuesta mucho llevar la mía hasta la orilla.

De vuelta en tierra firme, arranca una mata de hierbas con la que se frota vigorosamente el cuerpo. Una vez seco, se vuelve a vestir y se sienta para descansar un poco. «Perseo», dice el nómada, levantando el dedo al cielo. Luego su mano me señala un meandro del río, a varios centenares de metros de nosotros en dirección al valle. Unos veinte hombres se están bañando allí, mientras otros cuarenta aran la tierra, cada uno de ellos empuja una reja y traza largos surcos perfectamente rectilíneos. Todos visten los mismos hábitos, que reconozco en seguida.

– ¡Garther! -dice con un hilo de voz mi compañero de fatigas.

Le doy las gracias, y cuando ya me disponía a lanzarme hacia los monjes, el nómada se pone en pie y me agarra del brazo. Su semblante se ha ensombrecido. Con un gesto de cabeza, me indica que no vaya. Me tira de la manga y me enseña el camino de vuelta. Puedo leer el miedo en su rostro, de modo que obedezco y echo a andar colina arriba, detrás de él. En lo alto, me vuelvo hacia los monjes. Los que antes se estaban bañando en el río han vuelto a vestir sus túnicas y están ahora trabajando, trazan extraños surcos, que oscilan como las curvas de un gigantesco electrocardiograma. Al bajar la otra ladera del cerro, los monjes desaparecen de mi vista. En cuanto pueda, abandonaré a mi anfitrión y volveré a ese vallejo.

Si bien esta familia de nómadas me acoge con generosidad, como es su costumbre, tengo que merecerme mi ración cotidiana de alimento.

La mujer ha salido de la tienda y me ha llevado hasta el rebaño de yaks que pasta en un campo. No le he prestado ninguna atención al recipiente que llevaba al hombro, mientras canturreaba, hasta el momento en que se arrodilla delante de uno de esos extraños cuadrúpedos y empieza a ordeñarlo. Un momento más tarde, me cede el sitio, debe de juzgar que la lección ha durado lo suficiente. Me deja ahí, y la mirada que le echa al cubo al irse me da a entender que no debo volver hasta que esté bien lleno.

Nada será tan sencillo como ella supone. No sé si es porque me falta seguridad, o por el mal carácter de esta dichosa vaca asiática, que, salta a la vista, no tiene la más mínima intención de dejarse toquetear las ubres por el primer desconocido que pase por ahí, pero el caso es que cada vez que extiendo la mano hacia ella, el animal avanza un paso o retrocede otro… Recurro a todas las estrategias que se me ocurren: intento de seducción, sermón autoritario, súplica, enfado, mohín… Tanto da, todo lo que yo haga le trae sin cuidado.

La persona que viene a socorrerme tiene sólo cuatro años. Esto no dice mucho de mí, más bien al contrario, pero es así, qué le voy a hacer.

La niña de las mejillas rojas y redondas como manzanas aparece de pronto en mitad del campo; creo que lleva ya un buen rato ahí, divirtiéndose con el espectáculo, y habrá reprimido a duras penas la bonita carcajada que ha delatado su presencia. Como para disculparse por haberse reído de mí, se acerca, me regaña con un pequeño empujón, coge la ubre del yak con un gesto vivo y se echa a reír otra vez con ganas, mientras un chorro de leche cae salpicando en el cubo. De modo que era así de fácil, ahora tengo que responder al reto que me impone, a la vez que me empuja hacia el flanco del animal. Me arrodillo, la niña me observa y aplaude cuando consigo, por fin, que salgan unas gotitas de leche. Se tumba en la hierba, con los brazos en cruz, y se queda así, vigilándome. Pese a su corta edad, su presencia me resulta tranquilizadora. Esta tarde supone para mí un rato de paz y de alegría. Un poco más tarde bajamos juntos hacia el campamento.

Junto a la tienda en la que dormí anoche se levantan hoy otras dos más, ahora hay tres familias reunidas alrededor de una gran hoguera. Cuando voy en dirección al campamento con mi pequeña acompañante, los hombres vienen a nuestro encuentro; mi anfitrión me indica que siga mi camino. Me esperan las mujeres, ellos se van a reunir el ganado. Me siento algo humillado de que no cuenten conmigo para una misión mucho más viril que la que me han encomendado.

El día llega a su fin, miro el sol, anochecerá dentro de una hora como mucho. No pienso en nada más que en dar esquinazo a mis amigos nómadas para ir a ver lo que ocurre en el valle de abajo. Quiero seguir a esos monjes cuando emprendan el regreso hacia su monasterio. Pero el hombre que me ha acogido en su tienda vuelve justo cuando estoy enfrascado en estos pensamientos. Besa a su mujer, levanta a su hija del suelo y la abraza antes de entrar en la tienda. Sale un poco después, aseado, y me sorprende, pues me había quedado un poco apartado de los demás, con la mirada fija en el horizonte. Viene a sentarse a mi lado y me ofrece uno de sus cigarrillos. Lo rechazo con un gesto de agradecimiento. Enciende el suyo y mira a su vez la cima de la colina, en silencio. No sé por qué, pero de pronto me apetece enseñarle tu rostro. Probablemente porque te echo tanto de menos que me falta el aire, porque es una buena excusa para volver a mirar tu fotografía. Es lo más valioso que tengo y que puedo compartir con él.

La saco del bolsillo y se la enseño. Me sonríe al devolvérmela. Luego exhala una larga bocanada de humo, aplasta la colilla entre los dedos y se va.

Al anochecer, compartimos un guiso de carne con las otras dos familias que se nos han unido. La niña se sienta a mi lado, ni a su padre ni a su madre parece molestarles nuestra complicidad. Al contrario, su madre le acaricia el pelo y me dice el nombre de la niña. Se llama Rhitar. Más adelante me enteraré de que se llama así a un hijo cuando el anterior muere, para conjurar la mala suerte. Y si Rhitar se ríe tanto y tan alegremente, ¿no será para borrar la pena de un drama acontecido antes de nacer ella, o para recordarles a sus padres que ha devuelto la dicha a la familia? Rhitar se ha quedado dormida en brazos de su madre y, hasta en lo que me parece un sueño profundo, sonríe.

Una vez terminada la cena los hombres se ponen unos pantalones amplios, y las mujeres desatan las mangas rectas de sus túnicas, dejando que se agiten al viento. Se cogen de la mano para formar un círculo, los hombres por un lado y las mujeres por otro. Todos cantan, las mujeres agitan las mangas, y, cuando el canto cesa, los bailarines sueltan un gran grito a coro. Y entonces vuelven a girar en sentido contrario, y el ritmo se acelera. Corren, saltan, gritan y cantan hasta caer rendidos. Me invitan a unirme a esta alegre danza, y yo me dejo llevar por la embriaguez del alcohol de arroz y del baile tibetano.