Выбрать главу

La casa estaba llena de polvo, la nevera, tan vacía que había eco, y las sábanas del dormitorio, tal y como las habíamos dejado. Estábamos agotados y, tras tratar de poner un poco de orden, nos quedamos dormidos uno en brazos del otro.

El timbre del teléfono nos despertó, busqué el aparato a tientas y contesté a la llamada. Walter parecía agitadísimo.

– Pero bueno, ¿qué hacéis, dónde os habéis metido?

– Pues estábamos descansando, mira tú por dónde, nos has despertado. Estamos en paz.

– ¿Es que no habéis visto la hora que es? Llevo tres cuartos de hora esperándoos en el laboratorio, y os he llamado mil veces.

– No habré oído el móvil, ¿por qué tanta prisa?

– Pues no lo sé porque el doctor Poincarno se niega a decírmelo si no estáis vosotros presentes, pero me ha llamado a la Academia y me ha pedido que viniera al laboratorio urgentemente, así que vestíos y venid vosotros también.

Walter me colgó sin más explicaciones. Desperté a Keira y le dije que nos esperaban en el laboratorio y que era urgente. Se levantó de un salto, se vistió en un santiamén y ya me estaba esperando en la calle cuando yo aún seguía cerrando las ventanas de la casa. Eran alrededor de las siete de la tarde cuando llegamos a Hammersmith Grove. Poincarno recorría nervioso el vestíbulo desierto del laboratorio.

– Pues sí que han tardado -protestó entre dientes-, síganme hasta mi despacho, tenemos que hablar.

Nos indicó que nos sentáramos frente a una pared blanca, corrió las cortinas, apagó la luz y encendió un proyector.

La primera diapositiva que nos enseñó parecía una colonia de arañas apiñadas en su tela.

– Lo que he visto es totalmente absurdo y necesito saber si todo esto es una estafa de proporciones gigantescas o una broma de mal gusto. Esta mañana he aceptado recibirlos por sus méritos profesionales y por las recomendaciones de la Real Academia de las Ciencias, pero esto supera todos los límites, y no pienso poner en juego mi reputación por otorgar credibilidad ninguna a dos impostores que me hacen perder el tiempo.

A Keira y a mí nos costaba comprender la vehemencia de Poincarno.

– ¿Qué ha descubierto? -preguntó Keira.

– Antes de contestarle, dígame dónde encontró esta canica de resina y en qué circunstancias.

– En el fondo de una sepultura situada al norte del valle del Omo. Descansaba sobre el esternón de un esqueleto humano fosilizado.

– ¡Imposible, miente!

– Mire, doctor, yo tampoco quiero perder el tiempo, ¡si piensa que somos unos impostores, allá usted! Adrian es un astrofísico de reputación más que demostrada. En cuanto a mí, también tengo mis méritos, ¡así que haga el favor de decirnos de qué nos acusa!

– Señorita, podría tapizar las paredes de mi despacho con sus diplomas pero no le serviría de nada. ¿Qué ven en esta imagen? -dijo al mostrarnos otra diapositiva.

– Mitocondrias y filamentos de ADN.

– Sí, en efecto, de eso se trata exactamente.

– ¿Y dónde está el problema? -intervine yo.

– Hace veinte años logramos tomar una muestra y analizar el ADN de un gorgojo conservado en ámbar. El insecto venía del Líbano, había sido descubierto entre Jezzine y Dar el-Beida, donde había quedado atrapado en resina. La pasta, convertida en piedra, había conservado su integridad. Ese insecto tenía ciento treinta millones de años. Se imaginan ustedes todo lo que nos enseñó ese hallazgo que constituye, hasta la fecha, el testimonio más antiguo de un organismo complejo vivo.

– Me alegro mucho por ustedes -dije-, pero ¿qué tiene eso que ver con nosotros?

– Adrian tiene razón -intervino Walter-, sigo sin ver dónde está el problema.

– El problema, señores -prosiguió secamente Poincarno-, es que el ADN que me han pedido que analice es tres veces más antiguo, o al menos eso es lo que nos indica la espectroscopia. ¡Según ésta, tendría incluso cuatrocientos millones de años!

– ¡Pero eso es un descubrimiento fantástico! -dije, dejándome llevar por el entusiasmo.

– Eso mismo pensábamos nosotros a primera hora de la tarde, aunque algunos de mis colegas, a los que llamé en seguida, estaban dudosos. Las mitocondrias que ven en esta tercera imagen están en un estado tan perfecto que ello ha suscitado ciertos interrogantes. Pero está bien, admitamos que esta resina especial, que seguimos sin poder identificar, las haya protegido durante todo este tiempo, aunque lo dudo mucho. Ahora, miren bien esta diapositiva. Es una ampliación, realizada con un microscopio electrónico, de la fotografía anterior. Acérquense a la pared, por favor, no quiero que se pierdan este espectáculo.

Keira, Walter y yo hicimos lo que nos pedía el doctor Poincarno.

– Bien, ¿qué ven?

– ¡Es un cromosoma X, el primer hombre era una mujer! -anunció Keira, visiblemente sobrecogida.

– Sí, no hay duda de que el esqueleto que han encontrado es de una mujer y no de un hombre, pero no crean que mi enfado se debe a este hecho, no soy misógino.

– Sigo sin comprender -me murmuró Keira al oído-, pero es fantástico, ¿te das cuenta?, Eva nació antes que Adán -dijo, sonriendo.

– Vaya golpe para el ego de los hombres -añadí.

– Hacen bien en tomárselo con humor -prosiguió Poincarno-, ¡pero esto no es nada comparado con lo que viene ahora! Miren con más atención y díganme lo que observan.

– No me apetece jugar a las adivinanzas, doctor, este hallazgo es sobrecogedor, para mí es la recompensa a diez años de trabajo y de sacrificios, así que díganos lo que lo tiene tan enfadado, todos ganaremos tiempo, y me ha parecido comprender que el suyo era precioso.

– Señorita, su hallazgo sería extraordinario si la evolución aceptara el principio de la regresión, pero, y lo sabe tan bien como yo, la naturaleza quiere que progresemos… no que vayamos hacia atrás. ¡Pero estos cromosomas que vemos aquí son mucho más elaborados que los suyos y los míos!

– ¿Y que los míos también? -quiso saber Walter.

– Más evolucionados que los de todos los seres humanos que están vivos hoy en día.

– ¡Ah! ¿Y qué le hace decir eso? -insistió Walter.

– Esta pequeña parte de aquí, lo que llamamos un alelo, genes localizados en cada par de cromosomas homólogos. Éstos han sido genéticamente modificados, y dudo mucho que algo así se pudiera siquiera concebir hace cuatrocientos millones de años. ¿Qué tal si me explican ahora cómo se las han ingeniado para montar esta farsa? A no ser que prefieran que yo mismo informe directamente de ello al consejo de administración de la Real Academia de las Ciencias.

Estupefacta, Keira tuvo que sentarse.

– ¿Con qué objetivo se han modificado estos cromosomas? -pregunté yo.

– La manipulación genética no es el tema que aquí nos ocupa, pero contestaré a su pregunta. Estamos experimentando esa clase de intervención en los cromosomas con el fin de prevenir enfermedades hereditarias o algunos tipos de cáncer, provocar mutaciones y conseguir hacer frente a condiciones de vida que evolucionan más de prisa que nosotros. Intervenir en los genes viene a ser como rectificar el algoritmo de la vida, corregir ciertos trastornos, algunos de los cuales los provocamos nosotros mismos. En resumen, los intereses médicos son innumerables, pero eso no es lo que nos preocupa aquí esta tarde. Esta mujer que han descubierto en el valle del Omo no puede pertenecer a la vez a un pasado lejano y contener en su ADN la huella del futuro. Y ahora, explíquenme el porqué de esta estafa. ¿Es que soñaban ambos con el Nobel y esperaban mi respaldo engañándome de tan burda manera?

– No se trata de ninguna estafa -protestó Keira-, Comprendo sus recelos, pero no hemos inventado nada, se lo juro. Esta canica que ha analizado la desenterramos antes de ayer, y, créame, el estado de fosilización de los huesos que la acompañaban no podía ser un montaje. Si supiera lo que nos ha costado encontrar ese esqueleto no dudaría ni un segundo de nuestra sinceridad.