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– ¿Son ustedes conscientes de lo que implicaría este hecho si diera crédito a lo que me están contando? -nos preguntó el doctor.

Poincarno había cambiado de tono y de pronto parecía dispuesto a escucharnos. Se sentó a su mesa y encendió la luz.

– Este hecho implica -contestó Keira- que Eva nació antes que Adán, y, sobre todo, que la madre de la humanidad es mucho más vieja de lo que todos imaginábamos.

– No, señorita, no sólo eso. Si estas mitocondrias que he estudiado tienen de verdad cuatrocientos millones de años, ello presupone otras muchas cosas que su cómplice astrofísico seguramente ya le habrá explicado, pues imagino que antes de venir aquí habrán ensayado su numerito a la perfección.

– No hemos hecho nada de eso -dije, levantándome-. Y ¿de qué teoría habla? ¿Qué son esas otras muchas cosas que según usted este hecho presupone?

– Vamos, no me tome por más ignorante de lo que soy. Los estudios que hacemos en nuestras respectivas profesiones a veces tienen puntos en común, lo sabe muy bien. Numerosos científicos concuerdan en que el origen de la vida en la Tierra podría ser fruto de una lluvia de meteoritos, ¿verdad, señor astrofísico? Y esta teoría se ha visto respaldada desde que se encontraron rastros de glicina en la cola de un cometa, pero eso me imagino que ya lo sabe, ¿me equivoco?

– ¿Se ha encontrado una planta en la cola de un cometa? -preguntó Walter, desconcertado.

– No, no se trata de esa clase de glicina, Walter; la glicina es uno de los veinte aminoácidos, que son unas moléculas esenciales para la aparición de la vida. La sonda Stardust tomó una muestra de glicina en la cola del cometa Wild 2 cuando pasaba a trescientos noventa millones de kilómetros de la Tierra. Las proteínas que forman la totalidad de los órganos, las células y las enzimas de los organismos vivos están formadas por cadenas de aminoácidos.

– Y, para gran alegría de los astrofísicos, este descubrimiento ha reforzado la idea de que el origen de la vida en la Tierra pueda estar en el espacio, donde habría más vida de lo que por lo general se quiere pensar. No exagero al decir esto, ¿verdad? -interrumpió Poincarno sin dejarme hablar-. Pero de ahí a querer hacernos creer, mediante siniestras manipulaciones, que seres tan complejos como nosotros poblaran la Tierra hace millones de años no es sino un puro disparate.

– ¿Y qué sugiere usted? -preguntó Keira.

– Ya se lo he dicho, su Eva no puede pertenecer al pasado y ser portadora de células genéticamente modificadas, ¡a no ser que quiera hacernos creer que el primer ser humano, la primera más bien, llegó al valle del Omo procedente de otro planeta!

– No quiero meterme en lo que no me importa -intervino Walter-, ¡pero si le hubiera dicho a mi bisabuela que podríamos viajar de Londres a Singapur en unas horas, volando a diez mil metros de altura dentro de una lata de conserva que pesa quinientas sesenta toneladas, habría llamado inmediatamente al médico del pueblo, y a usted lo habrían encerrado en un manicomio en menos que canta un gallo! ¡Y no le hablo de vuelos supersónicos, ni de pisar la Luna, y menos aún de esa sonda que ha podido pescar los aminoácidos esos en la cola de un cometa a trescientos noventa millones de kilómetros de la Tierra! ¿Por qué siempre los más sabios tienen tan poca imaginación?

Walter estaba enfadado, recorría el despacho de un extremo a otro. En ese momento nadie se habría atrevido a interrumpirlo. Se paró en seco y señaló a Poincarno con el dedo, en un gesto rabioso.

– Ustedes los científicos se pasan el tiempo equivocándose. Siempre están reconsiderando los errores de sus colegas, cuando no los suyos propios, y no me diga que no es así, me he dejado la piel tratando de cuadrar presupuestos para que dispusieran del dinero necesario para reinventarlo todo. Y sin embargo, cada vez que se presenta una idea nueva, es la misma cantinela: ¡imposible, imposible e imposible! ¡Es increíble! ¿Es que hace cien años se pensaba siquiera en modificar cromosomas? ¿Habría creído alguien en sus investigaciones al inicio del siglo XX? Desde luego, mis administradores no… Lo habrían tomado por un iluminado y nada más. Señor doctor en ingeniería genética, conozco a Adrian desde hace meses, y le prohíbo, ¿me oye?, le prohíbo que lo crea capaz de la más mínima estafa. Este hombre sentado delante de usted es de una honradez… ¡que a veces raya en la imbecilidad!

Poincarno nos miró primero a uno y luego al otro.

– ¡Se ha equivocado de profesión, señor gestor de la Real Academia de las Ciencias, tendría que haber sido abogado! Muy bien, no informaré a su consejo de administración; vamos a seguir analizando esta sangre. Confirmaré lo que hayamos descubierto y nada más que eso. En mi informe mencionaré las anomalías y las incoherencias que saquemos a la luz y me cuidaré muy mucho de emitir la más mínima hipótesis y de respaldar la más mínima teoría. Son ustedes libres de publicar lo que les venga en gana, pero asumirán ustedes solos la responsabilidad de sus escritos. Si leo en su artículo la más mínima línea que ponga en entredicho mi informe o que me erija como testigo de sus investigaciones, los llevaré a los tribunales, ¿está claro?

– Yo no le he pedido nada de eso -contestó Keira-, Si acepta certificar la edad de estas células, comprobar científicamente que tienen cuatrocientos millones de años, ya será una contribución enorme. Quédese tranquilo, es muy pronto todavía para que publiquemos nada, y sepa que lo que nos ha dicho aquí esta tarde nos ha dejado tan atónitos como lo está usted mismo, y todavía no acertamos a sacar ninguna conclusión.

Poincarno nos acompañó hasta la puerta del laboratorio y prometió volver a ponerse en contacto con nosotros unos días después.

Llovía en Londres aquella noche. Walter, Keira y yo nos quedamos un momento en la acera empapada de Hammersmith Grove. La oscuridad era total y hacía frío; estábamos los tres agotados. Walter nos propuso ir a cenar a un pub cercano. La idea era tan tentadora que no pudimos negarnos.

Sentados a una mesa junto al ventanal, nos hizo mil preguntas sobre nuestro viaje a Etiopía, y Keira se lo contó con todo lujo de detalles. Cautivado, Walter se sobresaltó cuando le narró el descubrimiento del esqueleto. Con un público tan entregado, Keira bordó su relato, y mi amigo se estremeció en varias ocasiones. A Keira le gustaba mucho el lado infantil de Walter. Verlos reír así a los dos me hizo olvidar todos los sinsabores de los últimos meses.

Le pregunté a Walter qué había querido decirle antes a Poincarno, la frase exacta, si mal no recordaba, había sido: «Adrian es de una honradez que a veces raya en la imbecilidad…»

– ¡Pues que también esta noche vas a pagar tú la cuenta! -contestó, mientras pedía de postre una mousse de chocolate-. Y no te enfades, lo he dicho por decir, ha sido por una buena causa.

Le pedí a Keira que me diera su colgante, me saqué los otros dos fragmentos del bolsillo y se los entregué los tres a Walter.

– ¿Por qué me los das? Son vuestros -me dijo, incómodo.

– Porque soy de una honradez que a veces raya en la imbecilidad -le contesté-. Si nuestra investigación lleva a la publicación de un artículo importante, por mi parte lo haré en nombre de la Academia a la que pertenezco, y quiero que tú aparezcas en los créditos. Así quizá consigas por fin arreglar la parte del tejado que está encima de tu despacho. Mientras tanto, guárdalos en un lugar seguro.

Walter se los metió en el bolsillo, y vi en su mirada que estaba emocionado.

De esta increíble aventura había nacido un amor que no sospechaba y una verdadera amistad. Después de pasar la mayor parte de mi vida exiliado en los rincones más apartados del mundo, escudriñando el Universo en busca de una estrella lejana, ahora escuchaba, en un viejo pub de Hammersmith, a la mujer a la que amaba hablar y reír con mi mejor amigo. Aquella noche fui consciente de que esos dos seres, tan cercanos a mí, me habían cambiado la vida.