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El neón del techo se apagó.

Estábamos sumidos en la oscuridad más total.

Tomé la mano de Keira.

– Estoy aquí, no tengas miedo, estamos juntos.

– ¿Crees en lo que acabas de contarme, Adrian?

– No lo sé, Keira. Si me preguntas si ese escenario es posible, mi respuesta es sí. ¿Me preguntas si es probable? Dadas las pruebas que hemos encontrado, la respuesta es por qué no. Como en toda búsqueda o en todo programa de investigación, hay que empezar por una hipótesis. Desde la Antigüedad, quienes hicieron los mayores descubrimientos fueron aquellos que tuvieron la humildad de considerar las cosas de otra manera. En el colegio, nuestro profesor de ciencias nos decía: Para descubrir, uno tiene que salir de su propio sistema. Desde dentro no se ve casi nada, en todo caso no se ve nada de lo que pasa fuera. Si fuéramos libres y publicáramos tales conclusiones respaldadas por las pruebas de que disponemos, suscitaríamos diferentes reacciones, tanto de interés como de incredulidad, por no hablar de la envidia, que llevaría a numerosos colegas a tildar nuestro trabajo de herejía. Y sin embargo, cuánta gente tiene fe, Keira, cuántos hombres creen en un Dios sin ninguna prueba de su existencia. Entre lo que nos han enseñado los fragmentos, los esqueletos descubiertos en Dipa y las extraordinarias revelaciones de estos análisis de ADN, tenemos derecho a hacernos todo tipo de preguntas sobre la manera en que apareció la vida en la Tierra.

– Tengo sed, Adrian.

– Yo también tengo sed.

– ¿Crees que van a dejarnos morir así?

– No lo sé, el tiempo empieza a hacérseme muy largo.

– Al parecer es horrible morir de sed, al cabo de un tiempo se te hincha la lengua y te asfixias.

– No pienses en eso.

– ¿Lamentas algo de lo que nos ha pasado?

– Estar encerrado aquí, sí, pero ni uno solo de los instantes que hemos vivido juntos.

– Al final sí que habré encontrado a la abuela de la humanidad -suspiró Keira.

– Puedes incluso decir que has encontrado a su tatarabuela, todavía no he tenido ocasión de felicitarte.

– Te quiero, Adrian.

Estreché a Keira entre mis brazos, busqué sus labios en la oscuridad y la besé. A medida que pasaban las horas, nuestras fuerzas mermaban.

– Walter estará preocupado.

– Está acostumbrado a vernos desaparecer.

– Nunca nos hemos marchado sin avisarlo.

– Esta vez a lo mejor se inquieta por nosotros.

– No será el único, nuestras investigaciones no serán vanas, lo sé -dijo Keira, con un hilo de voz-, Poincarno seguirá analizando el ADN y mi equipo se traerá de Etiopía el esqueleto de Eva.

– ¿De verdad quieres bautizarla con ese nombre?

– No, quería llamarla Jeanne. Walter ha guardado los fragmentos en un lugar seguro, el equipo de Virje estudiará la grabación. Ivory abrió una vía y nosotros la seguimos, pero otros continuarán sin nosotros. Tarde o temprano, juntos reunirán todas las piezas del puzle.

Keira calló.

– ¿No quieres decirme nada más?

– Estoy muy cansada, Adrian.

– No te duermas, aguanta.

– ¿Para qué?

Tenía razón, morir durmiendo sería una muerte más dulce.

El neón se encendió, no tenía ni idea de cuánto tiempo había pasado desde que habíamos perdido el conocimiento. A mis ojos les costó acostumbrarse a la luz.

Ante la puerta había dos botellas de agua, chocolatinas y galletas.

Sacudí a Keira, le humedecí los labios y la acuné, suplicándole que abriera los ojos.

– ¿Has preparado el desayuno? -murmuró.

– Algo así, pero no bebas muy de prisa.

Una vez aplacada la sed, Keira se lanzó sobre el chocolate, y compartimos las galletas. Habíamos recuperado algo de fuerzas, y ella ya no estaba tan pálida.

– ¿Crees que han cambiado de opinión? -me preguntó.

– No sé más que tú, esperemos a ver.

La puerta se abrió. Dos hombres con pasamontañas entraron primero, y un tercero, con el rostro al descubierto y vestido con un traje de tweed de corte impecable, se presentó y nos dijo:

– En pie, sígannos.

Salimos de nuestra celda y enfilamos un largo pasillo.

– Éstas son las duchas del personal -nos dijo el hombre-, vayan a asearse, que buena falta les hace. Mis hombres les acompañarán hasta mi despacho cuando estén listos.

– ¿Puedo saber a quién debemos el honor? -pregunté yo.

– Es usted arrogante, eso me gusta -contestó el hombre-. Me llamo Edward Ashton. Hasta luego.

Volvíamos a estar casi presentables. Los hombres de Ashton nos acompañaron por una suntuosa mansión en plena campiña inglesa. La celda en la que habíamos estado encerrados se encontraba en los sótanos de un edificio junto a un gran invernadero. Recorrimos un jardín perfectamente cuidado, subimos una escalinata y nos hicieron pasar a un inmenso salón de paredes revestidas de madera.

Allí nos esperaba sir Ashton, sentado tras un escritorio.

– Cuántos quebraderos de cabeza me han dado.

– Lo mismo podemos decir de usted -contestó Keira.

– Veo que usted tampoco carece de sentido del humor.

– Pues yo no le veo la gracia a lo que nos ha hecho pasar.

– La culpa es sólo suya, desde luego no será porque no les advertimos, una y mil veces, pero nada parecía persuadirlos de abandonar sus investigaciones.

– Pero ¿por qué habríamos tenido que renunciar? -pregunté yo.

– Si sólo dependiera de mí, ya no podrían siquiera hacerme esta pregunta, pero no soy el único que decide.

Sir Ashton se levantó. Pulsó un interruptor, y los paneles de madera que adornaban las paredes circulares del salón se abrieron, desvelando quince pantallas que se encendieron simultáneamente. En cada una de ellas apareció el rostro de una persona. Reconocí en seguida a nuestro contacto en Amsterdam. Trece hombres y una mujer se fueron presentando por turnos con el nombre de una ciudad: Atenas, Berlín, Boston, El Cairo, Estambul, Madrid, Moscú, Nueva Delhi, París, Pekín, Río, Roma, Tel Aviv y Tokio.

– Pero ¿quiénes son ustedes? -quiso saber Keira.

– Representantes oficiales de cada uno de nuestros países. Estamos al mando del asunto que les concierne.

– ¿Qué asunto? -pregunté a mi vez.

La única mujer de la asamblea fue la primera en dirigirse a nosotros. Se presentó con el nombre de Isabel y nos hizo una extraña pregunta:

– Si tuvieran la prueba de que Dios no existe, ¿están seguros de que los hombres querrían verla? ¿Y han meditado bien las consecuencias de la difusión de una noticia así? Dos mil millones de seres humanos viven en este planeta por debajo del umbral de la pobreza. La mitad de la población mundial subsiste privándose de todo. ¿Se han preguntado lo que hace que un mundo tan cojo como éste mantenga su equilibrio? ¡La esperanza! La esperanza de que exista una fuerza superior y benévola, la esperanza de una vida mejor después de la muerte. Llamen a esta esperanza Dios o fe, como prefieran.

– Discúlpeme, señora, pero los hombres no han dejado de matarse unos a otros en nombre de Dios. Aportarles la prueba de que no existe los liberaría de una vez por todas del odio hacia el otro. Considere cuántos de nosotros han muerto en las guerras de religión, cuántas víctimas siguen provocando estos enfrentamientos cada año, cuántas dictaduras descansan sobre una base religiosa.