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– Los hombres no han necesitado creer en Dios para matarse unos a otros -replicó Isabel-, sino para sobrevivir, para hacer lo que les dicta la naturaleza y asegurar la continuidad de la especie.

– Los animales lo hacen sin creer en Dios -replicó Keira.

– Pero el hombre es el único ser vivo en este mundo que es consciente de su propia muerte, señorita; es el único que la teme. ¿Sabe a cuándo se remontan los primeros signos de religiosidad?

– Hace cien mil años, cerca de Nazaret -contestó Keira-, unos Homo sapiens inhumaron, probablemente por primera vez en la historia de la humanidad, el cadáver de una mujer de unos veinte años. A sus pies descansaba asimismo el cuerpo de un niño de seis años. Quienes descubrieron su sepultura encontraron también alrededor de sus esqueletos una gran cantidad de ocre rojo y de objetos rituales. Los dos cuerpos estaban en una postura de oración. A la pena que acompañaba la pérdida de un ser querido había venido a añadirse la imperiosa necesidad de honrar la muerte… -concluyó Keira, repitiendo palabra por palabra la lección de Ivory.

– Cien mil años -prosiguió Isabel-, mil siglos de creencias… Si aportaran al mundo la prueba científica de que Dios no creó la vida en la Tierra, este mundo se destruiría. Mil quinientos millones de seres humanos viven en una miseria intolerable, inaceptable e insoportable. ¿Qué hombre, qué mujer y qué niño que sufre aceptaría su condición si careciera de esperanza? ¿Quién le impediría matar a su prójimo, apoderarse de lo que le falta, si su conciencia estuviera libre de todo orden trascendente? La religión ha matado, pero la fe ha salvado tantas vidas, ha dado tantas fuerzas a los más desfavorecidos… No pueden apagar una luz así. Para ustedes los científicos, la muerte es necesaria, nuestras células mueren para que vivan otras, morimos para dejar paso a quienes deben sucedemos. Nacer, desarrollarse y morir es lo que tiene que ser, pero para la gran mayoría, morir no es sino una etapa hacia otro lugar, un mundo mejor en el que todo lo que no es será, en el que todos los que han desaparecido los esperan. Ustedes no han conocido ni el hambre, ni la sed ni la falta de medios, y han perseguido sus sueños. Fueran cuales fueran sus méritos, han tenido esa oportunidad. Pero ¿han pensado en quienes no la han tenido? ¿Serían tan crueles como para decirles que su sufrimiento en la Tierra no tenía más fin que la evolución?

Avancé hacia las pantallas para hacer frente a nuestros jueces.

– Este triste intercambio -dije- me hace pensar en aquel otro al que debieron de someter a Galileo. La humanidad ha acabado sabiendo lo que sus censores querían ocultar, ¡y pese a todo, el mundo no ha dejado de girar! Antes al contrario. Cuando el hombre, liberado de sus temores, decide avanzar hacia el horizonte, es el horizonte el que retrocede ante él. ¿Qué seríamos hoy si los creyentes de ayer hubieran logrado prohibir la verdad? El conocimiento forma parte de la evolución del hombre.

– Si revelan sus descubrimientos, el primer día contará cientos de miles de muertes en el cuarto mundo; la primera semana, millones en el tercer mundo. En la siguiente, se iniciará la mayor migración de la humanidad. Mil millones de seres hambrientos cruzarán los continentes y se harán a la mar para apoderarse de todo cuanto no tienen. Cada uno tratará de vivir en el presente lo que reservaba para el futuro. La quinta semana marcará el inicio de la primera noche.

– Si tan terribles son nuestras revelaciones, ¿por qué nos han puesto en libertad?

– No teníamos intención de hacerlo, hasta que, por su conversación en la celda, nos hemos enterado de que no son los únicos al corriente de todo esto. Su repentina desaparición incitaría a los científicos que los han conocido a proseguir sus investigaciones. Ahora sólo ustedes pueden detenerlos. Son libres de marcharse y están solos ante la decisión que tomarán. Desde el descubrimiento de la fisión nuclear, nunca un hombre y una mujer habrán tenido una responsabilidad tan grande.

Las pantallas se apagaron una después de otra. Sir Ashton se levantó y avanzó hacia nosotros.

– Mi automóvil está a su disposición, mi chófer los llevará a Londres.

Londres

Pasamos unos días en mi casa. Keira y yo nunca habíamos estado tan callados. Cuando uno de los dos abría la boca para decir algo, cualquier banalidad, se callaba en seguida. Walter me había dejado un mensaje en el contestador, estaba furioso porque hubiéramos desaparecido sin decirle nada. Pensaba que estábamos en Amsterdam o que habíamos regresado a Etiopía. Intenté llamarlo, pero no pude dar con él.

La atmósfera en Cresswell Place se hacía opresiva. Sorprendí una llamada telefónica entre Keira y Jeanne; incluso con su hermana, Keira era incapaz de hablar. Decidí cambiar de aires y llevarla a Hydra. Un poco de sol nos sentaría bien.

Grecia

El ferry de Atenas nos dejó en el puerto a las diez de la mañana. Desde el muelle, alcancé a ver a la tía Elena. Llevaba un delantal y estaba pintando de azul la fachada de su tienda.

Dejé las maletas y avancé hacia ella para darle una sorpresa, cuando… Walter salió de la tienda, con sus bermudas de cuadros, un sombrero ridículo y unas gafas de sol demasiado grandes. Con una paleta en la mano, raspaba la madera, cantando a voz en grito, desafinando terriblemente, la melodía de Zorba el griego. Nos vio y se volvió hacia nosotros.

– Pero ¿dónde os habíais metido? -exclamó, precipitándose a nuestro encuentro.

– ¡Estábamos encerrados en el sótano! -le contestó Keira, y lo abrazó-. Te hemos echado de menos, Walter.

– ¿Qué haces en Hydra en mitad de la semana? ¿No deberías estar en la Academia? -le pregunté yo.

– Cuando nos vimos en Londres, te dije que había vendido mi coche y que os reservaba una pequeña sorpresa. ¡Pero como no me escuchas nunca!

– Qué va, me acuerdo perfectamente -protesté yo-, Pero no me dijiste qué sorpresa era ésa.

– Pues bien, he decidido cambiar de trabajo. Le he entregado el resto de mis ahorros a Elena, y, como bien puedes observar, estamos haciendo unas pequeñas reformas en su tienda. Vamos a aumentar la superficie de venta, y espero que consiga así multiplicar por dos su volumen de negocio a partir de la próxima temporada. No te opones, ¿verdad?

– Estoy encantado de que mi tía haya encontrado por fin un gestor fuera de serie para ayudarla -dije mientras daba una palmadita amistosa en el hombro a mi amigo.

– Deberíais subir a ver a tu madre, ya debe de haberse enterado de vuestra llegada, veo a Elena al teléfono…

Kalibanos nos prestó dos burros de los «rápidos», nos dijo al entregárnoslos. Mi madre nos recibió como mandan los cánones en la isla. Por la noche, sin preguntarnos nuestra opinión, organizó una gran fiesta en casa. Walter y Elena estaban sentados uno al lado del otro, lo que en la mesa de mi madre significaba que eran mucho más que simples vecinos.

Al terminar la cena, Walter nos pidió que nos reuniéramos con él en la terraza. Se sacó un paquetito del bolsillo -un pañuelo atado con un cordel- y nos lo entregó.

– Estos fragmentos son vuestros. Yo he pasado página. La Real Academia de las Ciencias pertenece ya al pasado, y mi porvenir está delante de vosotros -dijo, abriendo los brazos hacia el mar-. Haced con ellos lo que os parezca. ¡Ah, y una última cosa! -añadió, mirándome-. He dejado una carta en tu habitación. Es para ti, Adrian, pero preferiría que esperaras un poco antes de leerla. Digamos una semana o dos…

Dicho esto dio media vuelta y fue a reunirse con Elena.

Keira cogió el paquete y lo guardó en mi mesita de noche.

A la mañana siguiente me pidió que la acompañara a la cala donde nos habíamos bañado en su primera estancia en la isla. Nos instalamos en el extremo del espigón de piedra que se adentra en el mar. Keira me tendió el paquete y me miró fijamente. Había una gran tristeza en sus ojos.