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Una mano me sacude el hombro, abro los ojos y reconozco en la penumbra el rostro del nómada que me ha acogido. En silencio, me pide que lo acompañe fuera de la tienda. La luz cenicienta de una noche que llega a su fin baña la inmensa llanura. El nómada ha reunido mi equipaje y lo lleva al hombro. No sé nada de sus intenciones, pero adivino que me conduce allí donde se separan nuestros caminos. Hemos tomado por la misma pista que el día anterior. No pronuncia una sola palabra en todo el viaje. Caminamos durante una hora y, cuando llegamos a la cima de la colina más alta, gira a la derecha. Cruzamos un sotobosque de olmos y avellanos del que parece conocer cada sendero, cada pendiente. Cuando salimos, aún no ha despuntado el alba. Mi guía se tiende en el suelo y me indica que lo imite; me cubre con hojas secas y con mantillo, y me enseña cómo camuflarme. Permanecemos así en silencio, como dos vigías, pero no sé qué es lo que vigilamos. Me imagino que me habrá llevado con él para hacer algo de caza furtiva, y me pregunto qué animal será el que quiere cazar si no llevamos armas. Quizá venga a comprobar trampas.

Ando muy desencaminado en mis suposiciones, pero tendré que esperar una hora entera antes de comprender por qué me ha llevado hasta allí.

Por fin amanece. A la luz del alba se dibuja ante nosotros la muralla de un gigantesco monasterio, casi una ciudad fortificada.

– Garther -murmura mi cómplice, pronunciando esta palabra por segunda vez.

Una noche le regalé el nombre de una estrella suspendida en el cielo que dominaba la llanura, y una mañana, el nómada me devolvía el regalo, nombrando el lugar que yo esperaba descubrir más que ningún otro astro en la inmensidad del universo.

Mi compañero de viaje me indica con un gesto que sobre todo no debo moverme, parece aterrorizarlo que puedan descubrirnos. No veo razón alguna para preocuparse tanto, el templo está a más de cien metros. Pero a medida que mis ojos se van acostumbrando a la penumbra alcanzo a distinguir, en las murallas del monasterio, las siluetas de hombres vestidos con túnicas que recorren un camino de ronda.

¿Qué peligro acecharán? ¿Será que tratan de protegerse de una escuadra china que pueda venir a acosarlos hasta un lugar tan aislado como este monasterio? No soy su enemigo. Si por mí fuera, me levantaría ahora mismo y correría hacia ellos. Pero mi guía apoya la mano en mi brazo y me retiene con fuerza.

Acaban de abrirse las puertas del monasterio, una columna de monjes obreros enfila el camino que baja hacia los campos de frutales, situados al este. Las pesadas puertas vuelven a cerrarse tras ellos.

El nómada se incorpora de pronto y se repliega hacia el sotobosque. Al amparo de los grandes olmos, me devuelve mi equipaje, y entonces comprendo que es una despedida. Tomo sus manos y las estrecho entre las mías. Este gesto de afecto le hace sonreír, me mira a los ojos un momento, se vuelve y se aleja.

Nunca he conocido soledad más total que en esas altas llanuras, cuando, al bajar del autocar de Chengdu, caminaba, huyendo de la noche y del frío. Basta a veces una mirada, una presencia, un gesto, para que nazca la amistad, sin importar las diferencias que nos coartan y nos asustan; basta una mano tendida para que perdure la memoria de un rostro que el tiempo nunca borrará. En los últimos instantes de mi vida, quiero volver a ver, intacto, el rostro del nómada tibetano y el de su hija, la niña de las mejillas rojas como manzanas.

Avanzo siguiendo el lindero del bosque, a distancia prudente de la hilera de monjes obreros que se dirigen hacia el vallejo. Desde donde me sitúo, puedo espiarlos fácilmente y cuento al menos sesenta monjes. Como la víspera, empiezan por desvestirse y bañarse en las aguas claras antes de ponerse a trabajar.

Así transcurre la mañana. Cuando el sol está alto en el cielo, siento que el frío se apodera de mí, y esa terrible humedad me empapa la espalda. Me tiembla todo el cuerpo. Rebusco entre mi equipaje y descubro una bolsa con carne ahumada, regalo de mi amigo nómada. Me como la mitad y la otra mitad la guardo para la noche. Cuando se marchen los monjes, correré a calmar mi sed en el río; mientras tanto, tendré que aguantarme, y eso que la sensación de sequedad en la garganta ha empeorado por la sal de la carne.

¿Por qué este viaje exacerba todas mis sensaciones: hambre, frío, calor, cansancio extremo? Achaco todos mis males a la altura. Ocupo el resto de la tarde en buscar la manera de entrar en el monasterio. Se me ocurren las ideas más disparatadas, ¿estaré perdiendo la razón?

A las seis, los monjes dejan de trabajar y emprenden el camino de regreso. En cuanto desaparecen tras la cresta de un cerro, abandono mi escondite y corro a campo traviesa. Me zambullo en el río y bebo hasta aplacar mi sed.

De vuelta en la orilla, pienso bien dónde pasar la noche.

Dormir en el sotobosque no me tienta en absoluto. Volver hacia la llanura, con mis amigos nómadas, sería como admitir mi fracaso y, peor aún, abusar de su hospitalidad. Alimentarme dos noches seguidas ha debido de suponer ya un gran esfuerzo para ellos.

Por fin descubro un hueco en la pared rocosa del cerro. Allí excavaré mi madriguera; bien acurrucado bajo la tierra y tapándome con mi equipaje, debería poder sobrevivir a la noche. Mientras aguardo a que oscurezca del todo, termino lo que me queda de carne y espero la aparición de la primera estrella, como se espera la venida de una amiga que te ayudará a ahuyentar toda sensación de desánimo.

Llega la noche. Estremecido por el enésimo escalofrío, me quedo dormido.

¿Cuánto tiempo ha pasado hasta que me despierta un sonido ahogado? Algo se acerca a mí. Tengo que resistir el miedo; si un animal salvaje caza por estos parajes, no pienso ser su presa; tengo más oportunidades de escapar si sigo escondido en mi agujero que si me pongo a correr de un lado a otro en la oscuridad. Una idea muy sensata, pero resulta difícil ponerla en práctica cuando el corazón te late a mil por hora. ¿De qué depredador se tratará? ¿Y qué pinto yo aquí, acurrucado en este agujero en la tierra, a miles de kilómetros de mi casa? ¿Qué pinto yo aquí, con la cabeza mugrienta, los dedos congelados y la nariz llena de mocos? ¿Qué pinto yo aquí perdido en tierra extranjera, corriendo detrás del fantasma de una mujer de la que estoy enamorado hasta la médula cuando no hace ni seis meses no era nada en mi vida? Quiero volver con Erwan, a mi meseta de Atacama, quiero volver al calor de mi hogar, a las calles de Londres, quiero estar en otra parte, no quiero que un maldito lobo me haga trizas las entrañas. No debo moverme, ni temblar, ni respirar, tengo que cerrar los párpados para evitar que la luna se refleje en el blanco de mis ojos. Ideas todas estas muy sensatas, pero resulta imposible ponerlas en práctica cuando el miedo te agarra por el cuello y te sacude con violencia. Me siento como si tuviera doce años, indefenso e inseguro. Distingo una antorcha, entonces tal vez no sea más que un merodeador que quiere mis escasas posesiones. Pero ¿qué me impide defenderme?

Tengo que salir de este agujero, abandonar la noche y afrontar el peligro. No he recorrido todo este camino para dejarme desvalijar por un ladrón o para que me hagan pedazos como una vulgar presa.

He abierto los ojos.

La antorcha avanza en dirección al río. El que la sostiene sabe perfectamente dónde va; sus pasos seguros no temen ninguna trampa, ningún bache. Ahora la llama está plantada en la tierra húmeda de una zanja. Dos sombras aparecen a la luz de la antorcha. Una algo más menuda que la otra, dos cuerpos cuyas siluetas parecen las de dos adolescentes. Uno se queda inmóvil, el otro llega hasta la orilla, se quita la túnica y entra en el agua fría. El miedo deja paso a la esperanza. Estos dos monjes tal vez se hayan saltado las normas para venir a bañarse al amparo de la noche, estos dos ladrones de tiempo quizá sepan ayudarme a franquear las murallas de la ciudad fortificada. Repto entre la hierba, acercándome al río y, de pronto, me quedo sin respiración.

De ese cuerpo grácil no hay forma que me sea desconocida. El trazo de las piernas, la redondez de las nalgas, la curva de la espalda, el vientre, los hombros, la nuca y ese porte de cabeza algo altanero.