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– ¿Por qué?

Francine vaciló un instante.

– Al cadáver de Alex le practicarán la autopsia, ¿verdad?

Erica no esperaba semejante pregunta.

– Así es, es lo que suele hacerse en caso de suicidio. Pero ¿por qué me lo preguntas?

– Porque, en tal caso, lo que pensaba contarte saldrá a la luz de todos modos. Tendré la conciencia más tranquila.

Francine apagó el cigarrillo a conciencia. Erica contenía la respiración, ansiosa y tensa, pero la colega de Alex se tomó su tiempo en encenderse un tercer cigarrillo. Sus dedos no presentaban la característica coloración amarillenta de los fumadores, de lo que Erica dedujo que no era habitual que fumase así, uno detrás de otro.

– Sabrás que Alex ha estado visitando Fjällbacka mucho más a menudo de lo normal durante los últimos seis meses o más.

– Desde luego, los rumores se difunden sin dificultad en los pueblos pequeños. Según las habladurías, iba a Fjällbacka más o menos todos los fines de semana. Sola.

– Bueno, eso es una verdad a medias.

Francine volvió a dudar, lo que obligó a Erica a contener su impulso de inclinarse sobre la mesa, cogerla por los brazos y zarandearla para que soltase lo que sabía. Podía decirse sin reservas que Francine había despertado su curiosidad.

– El caso es que había conocido a alguien en Fjällbacka. Un hombre. Claro que no era la primera vez que Alex tenía una aventura, pero, no sé por qué, yo tenía la sensación de que esto era distinto. Por primera vez desde que nos conocimos, parecía casi satisfecha. Además, yo sé que es imposible que se suicidase. Alguien la mató. No me cabe la menor duda.

– ¿Cómo puedes estar tan segura? Ni siquiera Henrik podía asegurarlo y, de hecho, él cree que Alex podría haberse quitado la vida.

– Porque estaba embarazada.

La respuesta dejó atónita a Erica.

– ¿Lo sabe Henrik?

– No sabría decirte. En cualquier caso, el niño no era suyo. Ellos llevaban ya muchos años sin convivir en ese sentido. Y, en la época en que sí lo hacían, Alex siempre se negó a tener hijos con Henrik. Pese a que él se lo rogaba con insistencia. No, el padre del niño debía ser ese nuevo hombre, quien quiera que sea.

– ¿Nunca te contó quién era?

– No. Como ya habrás comprendido a estas alturas, Alex era bastante parca en sus confidencias. He de reconocer que me sorprendió mucho que me confesase lo del niño, pero ésa es una de las razones que me confirman la idea de que no se quitó la vida. Alex rebosaba felicidad hasta el punto de que no pudo contenerse y guardar el secreto. Deseaba tener el niño y jamás habría hecho nada que lo perjudicase, mucho menos acabar con su vida. Era la primera vez que veía a Alexandra feliz, llena de ganas de vivir. Y sospecho que habría llegado a quererlo mucho -constató con tristeza-. ¿Sabes?, yo tenía la sensación de que pensaba acabar con su pasado, no sé en qué sentido exactamente, ni de qué modo, pero me dio esa impresión, por los comentarios que hacía de vez en cuando.

En ese momento se abrió la puerta de la galería y oyeron que alguien se sacudía la nieve de los pies en la alfombra de la entrada. Francine se levantó.

– Será un cliente. Tengo que atenderlo. Espero haberte sido de ayuda.

– Sí, por supuesto. Y os estoy muy agradecida, pues tanto tú como Henrik habéis sido muy sinceros. Me ha sido muy útil hablar con vosotros.

Francine le dijo al cliente que estaría con él enseguida y acompañó a Erica hasta la entrada. Se detuvieron ante un enorme lienzo azul con un cuadrado blanco en el centro y se despidieron con un apretón de manos.

– Por pura curiosidad…, ¿cuánto vale un cuadro como éste? ¿Cinco mil, diez mil?

Francine sonrió condescendiente.

– Más bien cincuenta mil.

Erica lanzó un tenue silbido.

– Pues ya ves, objetos de arte y buenos vinos, ahí tienes dos campos del saber que son un misterio para mí.

– Sí, pero yo no soy capaz de redactar ni la lista de la compra. Cada uno tiene su especialidad, ¿no?

Ambas rieron de buena gana mientras Erica se ajustaba el abrigo, todavía húmedo, antes de salir a la calle, donde aún llovía.

La lluvia había transformado la nieve en aguanieve, por lo que Erica conducía a menos velocidad de la permitida, para tener más margen de reacción. Tras haber perdido cerca de media hora intentando salir de Hisingen, adonde había ido a parar por error, se acercaba ya a Uddevalla. El sordo rugido de su estómago le recordó que se había olvidado por completo de comer aquel día, de modo que abandonó la E-6 a la altura del centro comercial de Torp, al norte de Uddevalla, y entró con el coche en el drive in del MacDonalds. Devoró a toda prisa un cheeseburger sentada en el coche, en el aparcamiento, y no tardó en hallarse de nuevo al volante por la autopista. No dejaba de pensar en las conversaciones mantenidas con Henrik y Francine. Lo que le habían contado la hacía pensar en Alex como una persona rodeada de altos muros defensivos.

Pero lo que más suscitaba su curiosidad era quién podría ser el padre del hijo de Alex. Francine no creía que fuese Henrik, pero nadie puede saber con certeza lo que sucede en el dormitorio de los demás y Erica seguía considerándolo una posibilidad. De lo contrario, la cuestión era si el padre no sería el hombre con el que Alex se veía en Fjällbacka todos los fines de semana, según Francine, o si su antigua amiga mantenía una relación con alguien de Gotemburgo.

Erica se había llevado la impresión de que Alex vivía una especie de existencia paralela con las personas de su entorno. Hacía lo que quería, sin pensar en cómo afectaría a quien tenía a su alrededor y, ante todo, a Henrik. Erica sospechaba que a Francine le costaba comprender cómo Henrik aceptaba el matrimonio en esas condiciones e incluso creía que Francine lo despreciaba por ello. Ella, en cambio, comprendía perfectamente el funcionamiento de esos mecanismos: llevaba muchos años observando la relación matrimonial de Anna y Lucas.

Lo que más la atormentaba de la incapacidad de Anna para cambiar su situación era que no podía dejar de preguntarse si ella misma tenía alguna responsabilidad en la falta de autoestima que mostraba aquélla. Cuando Anna nació, Erica tenía cinco años y, desde el momento en que vio a su hermana pequeña, se decidió a protegerla de la realidad que ella misma había sufrido y que la tenía marcada con una herida invisible. Anna no tendría que sentirse sola y rechazada a causa de la falta de cariño de su madre. Erica la compensaría abundantemente con los abrazos y las manifestaciones de cariño que Anna no iba a recibir de su madre. Ella se encargaría de atender a su hermana pequeña con celo maternal.

Anna se hacía querer. Totalmente despreocupada de los aspectos más penosos de la vida, vivía siempre al día, el momento presente. Erica, que era muy madura y siempre andaba preocupada, quedaba fascinada ante la energía con la que Anna disfrutaba cada instante de su vida. Aceptaba con calma los desvelos de Erica, pero no solía tener paciencia para quedarse sentada en su regazo y dejarse acariciar demasiado tiempo. Se convirtió en una adolescente indómita que hacía exactamente lo que se le ocurría, una jovencita despreocupada y egocéntrica. En momentos de lucidez, Erica solía admitir que había mimado y protegido a Anna en exceso. Pero lo que pretendía era compensarla por lo que ella jamás había recibido.

Anna resultó una presa fácil para Lucas, cuando se conocieron. La fascinaron las apariencias, pero no advirtió los sórdidos matices ocultos. Despacio, muy despacio, él fue destruyendo su alegría de vivir y su confianza en sí misma aprovechándose de su vanidad. Y ahora, Anna se veía como una hermosa ave enjaulada en su residencia de Östermalm y no tenía fuerzas ni para reconocer su error.