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La Galleri Abstrakt estaba a mano izquierda y tenía grandes escaparates a la calle. Una campanilla tintineó cuando Erica entró para comprobar que el local era mucho más grande de lo que parecía desde fuera. Las paredes, el suelo y el techo estaban pintados de blanco, lo que ayudaba a centrar la atención en las obras de arte que decoraban las paredes.

Al fondo del local había una mujer cuyo origen francés resultaba indiscutible. Simplemente, rezumaba elegancia por todas partes y conversaba con un cliente acerca de un cuadro sin dejar de gesticular con las manos.

– No tardaré en estar contigo. Entre tanto, date una vuelta por la exposición.

Su acento francés sonaba encantador.

Erica le tomó la palabra y, con las manos cruzadas a la espalda, empezó a pasear por la sala y a admirar las obras de arte. Tal y como indicaba el nombre de la galería, todos los cuadros eran de estilo abstracto. Cubos, cuadrados, círculos y figuras extrañas. Erica ladeó la cabeza y entrecerró los ojos en un intento de detectar qué era lo que un experto en arte vería en aquellas figuras que escapaban por completo a su entendimiento. Pero no, no seguía viendo más que cubos y cuadrados que, según ella, podría haber plasmado un niño de cinco años. De modo que no le quedó más alternativa que aceptar que aquello quedaba fuera de su alcance.

Se encontraba ante un enorme cuadro rojo cuyo lienzo aparecía dividido en diversas partes amarillas distribuidas de forma irregular cuando oyó a su espalda los pasos de Francine, en sonoro taconeo sobre el tablero de ajedrez del suelo.

– ¿No es maravilloso?

– Sí, bueno, claro, es bonito. Pero si he de ser sincera, no estoy muy familiarizada con el mundo artístico. A mí me parece que los girasoles de Van Gogh son bonitos, pero ahí, aproximadamente, terminan mis conocimientos.

Francine sonrió.

– Tú debes de ser Erica. Henri me llamó hace un rato para avisarme de que venías.

La mujer le tendió una mano delicada que Erica le estrechó no sin antes secarse la suya, aún mojada por la lluvia.

La mujer que tenía ante sí era menuda y delgada y hacía gala de una elegancia de la que las francesas parecen tener la patente. Con su metro setenta y cinco, sin zapatos, Erica se sentía a su lado como la mujer gigante.

Francine tenía el cabello negro y liso, peinado hacia atrás y recogido en un trenzado en la nuca y vestía un traje de chaqueta entallado de color negro, probablemente en señal de luto por la muerte de su amiga y colega, pues más parecía mujer de vestir rojos intensos e incluso amarillos. El maquillaje era ligero y perfecto, aunque no lograba ocultar el revelador enrojecimiento de sus ojos. Erica, por su parte, esperaba que no se le hubiese corrido el rimel bajo la lluvia, aunque aquella era, con total seguridad, una vana esperanza.

– He pensado que podríamos sentarnos a charlar mientras tomamos un café. Esto está hoy muy tranquilo. Ven, podemos pasar allí detrás.

Francine se encaminó delante de Erica hacia una pequeña sala que había tras la zona de exposición y que estaba totalmente equipada con frigorífico, microondas y cafetera. Había en el centro una pequeña mesa con tan sólo dos sillas. Erica se sentó en una de ellas y no tardó en tener ante sí una humeante taza de café. Su estómago empezaba a protestar ante la idea de otro café, pues ya había tomado varias tazas en casa de Henrik, pero sabía por la experiencia de las innumerables entrevistas en las que había ido consiguiendo el material para sus libros que, por alguna razón, la gente se prestaba mejor a la conversación con una taza de café de por medio.

– Según me ha dicho Henrik, los padres de Alex te han pedido que escribas un artículo en memoria de su hija.

– Así es. Pero no la vi más que alguna que otra vez y de pasada en los últimos veinticinco años, de modo que estoy intentando averiguar algo más sobre el tipo de persona que era antes de ponerme a escribir.

– ¿Eres periodista?

– No, escritora. De biografías. Esto lo hago sólo porque Birgit y Karl-Erik me lo han pedido. Además, fui yo quien la encontró, o casi y, de algún modo, siento la necesidad de escribir sobre ella, para poder crearme otra imagen de Alex, una imagen viva. Te parecerá extraño…

– No, en absoluto. Pienso que es estupendo que te tomes tantas molestias por darles el gusto a los padres de Alex; y por ella también, claro.

Francine se inclinó sobre la mesa y posó su mano, perfectamente cuidada, sobre la de Erica.

Erica sintió el rubor extenderse por sus mejillas e intentó no pensar en el borrador del libro en el que había estado trabajando la mayor parte del día anterior. Francine retomó la conversación:

– Henri me pidió además que respondiese a tus preguntas con la mayor sinceridad posible.

Francine hablaba un sueco perfecto, sus erres ligeramente guturales sonaban suaves y Erica notó que utilizaba la versión francesa del nombre de Henrik.

– Veamos, tú y Alex os conocisteis en París, ¿no es así?

– Sí, estudiamos juntas historia del arte. Y conectamos desde el primer día. Ella parecía perdida y yo me sentía perdida. El resto, como se suele decir, es historia.

– ¿Cuántos años hace de eso?

– Pues veamos, Henri y Alex celebraron su décimo quinto aniversario de boda el otoño pasado, así que hace…, diecisiete años, quince de los cuales trabajamos juntas en la galería.

En este punto, hizo una pausa que, para sorpresa de Erica, aprovechó para encender un cigarrillo. Por alguna razón que se le ocultaba, no se había imaginado que Francine fuese fumadora. La mano le temblaba ligeramente mientras lo encendía y dio una profunda calada sin apartar la vista de Erica.

– ¿No te preguntaste dónde estaría? Parece que llevaba ya una semana allí cuando la encontramos…

De repente, Erica cayó en la cuenta de que no se le había ocurrido hacerle la misma pregunta a Henrik.

– Ya sé que te sonará extraño, pero no, no me inquietó. Alex… -la mujer parecía dudar-, bueno, ella siempre hacía un poco lo que quería. Podía ser muy frustrante, pero supongo que con el tiempo llegué a acostumbrarme. No era la primera vez que desaparecía por un tiempo para luego presentarse otra vez aquí como si nada hubiera pasado. Además, ella me compensaba con creces cada vez que yo me tomaba una baja maternal y ella se quedaba sola al frente de la galería. Y, ¿sabes?, a ratos tengo la sensación de que también esta vez será así; que, simplemente, aparecerá por la puerta, sin más. Sólo que en esta ocasión no podrá ser.

Un velo de lágrimas empañó su mirada.

– No -convino Erica, bajando discretamente la suya, para que Francine pudiese enjugarse los ojos-. ¿Y Henrik? ¿Cómo reaccionó él cuando Alex desapareció sin avisar?

– Pues ya has hablado con él. Desde su punto de vista, Alex no podía hacer nada mal. Henri ha dedicado los últimos quince años de su vida a idolatrarla. Pobre Henri.

– ¿Por qué «pobre»?

– Alex no lo amaba. Y él habría tenido que terminar aceptando esa realidad, tarde o temprano.

Apagó el primer cigarrillo y encendió otro.

– ¿Os conoceríais muy bien, después de tantos años, verdad?

– No creo que nadie llegase a conocer a Alex. Aunque creo poder decir que yo la conocía mejor que Henri. Él siempre se negó a quitarse la venda de los ojos.

– Henrik me dio a entender durante nuestra conversación que él siempre tuvo la sensación, todos los años que duró su matrimonio, de que Alex le ocultaba algo. ¿Tú sabes si hay algo de verdad en eso? Y, en ese caso, ¿qué podía ser?

– Vaya, demasiado clarividente tratándose de Henri. Tal vez lo haya subestimado -Francine alzó una ceja perfecta-. A la primera pregunta, la respuesta es sí, yo también tenía la sensación de que Alex ocultaba algo; pero a la segunda debo responder no, lo siento, no tengo la menor idea de lo que podía ser. Pese a nuestra larga amistad, siempre hubo un punto que Alex señalaba para indicar «hasta aquí, pero sin pasar de aquí». Yo supe aceptarlo, Henri, en cambio, no. Y eso lo habría destrozado tarde o temprano. Además, sé que no habría tardado mucho.