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Marcó el número de Aimee en el móvil. Ella respondió con una vocecita.

– Diga.

– Voy para allá.

Aimee no contestó.

– ¿Por qué no sigues ahí? -dijo él-. Para que sepa que estás bien.

– Tengo la batería fatal. Es por ahorrar.

– No tardaré más de diez minutos, quince máximo -dijo Myron.

– ¿Desde Livingston?

– Estoy en la ciudad.

– Oh, qué bien. Nos vemos.

Colgó. Myron miró el reloj del coche: las 2:30. Los padres de Aimee debían de estar desesperados de ansiedad. Esperaba que los hubiera llamado ya. Estuvo tentado de llamarles él mismo, pero no, no era cuestión de hacerlo. Cuando ella subiera al coche, la convencería de que lo hiciera.

Aimee estaba en el centro de Manhattan y le había sorprendido oírlo. Le había dicho que le esperaría en la Quinta Avenida con la 54. Eso era más o menos en el Rockefeller Center. Y era raro que una chica de dieciocho años en la Gran Manzana con intención de beber estuviera allí porque el centro estaba muerto por las noches. Durante la semana, la zona estaba llena de empresas. Los fines de semana, se llenaba de turistas. Pero un sábado por la noche había poca gente en la calle. Nueva York será la ciudad que nunca duerme, pero cuando Myron llegó a la Quinta Avenida en las Cincuenta y pico, el centro estaba echando una buena siesta.

Se paró en un semáforo de la Quinta Avenida y la Calle 52. La manilla de la puerta se abrió y Aimee subió al asiento de atrás.

– Gracias -dijo.

– ¿Estás bien?

Desde atrás, una vocecita dijo:

– Estoy bien.

– No soy un chófer, Aimee. Siéntate delante.

Ella dudó, pero finalmente hizo lo que le pedía. Cuando cerró la puerta, Myron se volvió a mirarla. Aimee miró fijamente al parabrisas. Como tantos adolescentes, se había puesto demasiado maquillaje. Los jóvenes no necesitan maquillaje, y mucho menos tanto. Tenía los ojos rojos como un mapache. Llevaba puesto algo muy ajustado, una especie de gasa fina y envolvente, la clase de cosa que, aunque tengas muy buen tipo, más vale que no te pongas después de los veintitrés.

Se parecía mucho a su madre a esa edad.

– Se ha puesto verde -dijo Aimee.

Myron arrancó.

– ¿Qué ha pasado?

– Algunos estaban bebiendo mucho. No quería irme con ellos.

– ¿Dónde?

– ¿Dónde qué?

Myron volvió a pensar que el centro no era un lugar de reunión para jóvenes. La mayoría frecuentaba los bares del Upper East Side o tal vez los del Village.

– ¿Dónde estabais bebiendo?

– ¿Importa eso?

– Me gustaría saberlo.

Aimee por fin se volvió a mirarle. Tenía los ojos húmedos.

– Me lo prometiste.

Él siguió conduciendo.

– Me prometiste no hacer preguntas, ¿recuerdas?

– Sólo quiero asegurarme de que estás bien.

– Lo estoy.

Myron giró a la derecha, para cruzar la ciudad.

– Entonces te llevaré a casa.

– No.

Él esperó.

– Estoy en casa de una amiga.

– ¿Dónde?

– Vive en Ridgewood.

Él la miró y después volvió la vista a la calle.

– ¿En el condado de Bergen?

– Sí.

– Preferiría llevarte a casa.

– Mis padres saben que estoy en casa de Stacy.

– Quizá deberías llamarles.

– ¿Para decirles qué?

– Que estás bien.

– Myron, creen que he salido con unos amigos. Si les llamo no harán más que preocuparse.

Tenía razón, pero a Myron no le hizo gracia. Se encendió la luz de la reserva. Tendría que poner gasolina. Se dirigió hacia la West Side Highway y cruzó el George Washington Bridge. Se paró en la primera estación de servicio de la Ruta 4. Nueva Jersey es uno de los dos estados que no permiten autoservicio de gasolina. El empleado, con un turbante y una novela de Nicholas Sparks, no se emocionó al verle.

– Diez dólares -dijo Myron.

Les dejó solos. Aimee empezó a sorber por la nariz.

– No pareces borracha -empezó Myron.

– No he dicho que lo estuviera. Era el chico que conducía.

– Pero sí que parece que hayas llorado -siguió él.

Ella hizo aquel gesto adolescente que podía pasar por un encogimiento de hombros.

– ¿Dónde está tu amiga Stacy?

– En su casa.

– ¿No ha ido a la ciudad contigo?

Aimee meneó la cabeza y después la apartó.

– Aimee…

Su voz era baja.

– Creía que podía confiar en ti.

– Y puedes.

Ella volvió a menear la cabeza. Después cogió la manilla de la puerta como si fuera a abrirla. Empezó a salir. Myron la cogió de la muñeca izquierda un poco más fuerte de lo que pretendía.

– Eh -dijo ella.

– Aimee…

Ella intentó desasirse. Myron no le soltó la muñeca.

– Vas a llamar a mis padres.

– Sólo necesito saber que estás bien.

Ella tiró de los dedos de Myron, intentando zafarse. Myron sintió sus uñas en los nudillos.

– ¡Suéltame!

La soltó. Ella saltó fuera del coche. Myron quiso salir tras ella, pero aún tenía abrochado el cinturón. La cinta del hombro lo retuvo en el asiento. Se soltó y salió. Aimee caminaba por la autopista con los brazos cruzados desafiadoramente.

Él corrió a su lado.

– Por favor, sube al coche.

– No.

– Te llevaré, ¿vale?

– Déjame en paz.

Ella salió corriendo. Los coches pasaban rozándola. Alguno le tocó la bocina. Myron la siguió.

– ¿Adónde vas?

– He cometido un error. No debería haberte llamado.

– Aimee, vuelve al coche. No estás segura aquí fuera.

– Vas a contárselo a mis padres.

– No lo haré. Lo prometo.

Ella dejó de correr y después se paró. Pasaron más coches zumbando por la Ruta 4. El empleado de la gasolinera les miró y abrió los brazos en un gesto de desesperación. Myron levantó un dedo como indicando que necesitaban un minuto.

– Lo siento -dijo Myron-. Sólo me preocupa tu bienestar. Pero tienes razón. Hice una promesa. La mantendré.

Aimee todavía tenía los brazos cruzados. Le miró con los ojos entornados, de ese modo que sólo pueden mirar los adolescentes.

– ¿Lo juras?

– Lo juro -dijo él.

– ¿No más preguntas?

– No.

Volvió al coche.

Myron la siguió. Dio su tarjeta al empleado y después se marcharon.

Aimee le dijo que cogiera la Ruta 7 Norte. Había tantos centros comerciales, tantos grandes almacenes, que parecía una sola línea continua. Myron recordaba que su padre, siempre que pasaban frente al centro comercial de Livingston, meneaba la cabeza, señalaba y se quejaba: «¡Fíjate cuántos coches! Si la economía va tan mal, ¿por qué hay tantos coches? El aparcamiento está lleno. Fíjate».

Los padres de Myron vivían actualmente en una comunidad vigilada cerca de Boca Raton. Su padre había vendido por fin la ferretería de Newark y ahora se pasaba la vida maravillándose con lo que la mayoría de personas llevaban haciendo años: «Myron, ¿Has estado en Staples? Por Dios, tienen toda clase de papeles y plumas. Y precios especiales. No quiero ni hablar de ello. He comprado dieciocho destornilladores por menos de diez dólares. Siempre que voy compro tantas cosas, que le digo al hombre de la caja, no veas cómo se ríe, Myron, siempre le digo, "he ahorrado tanto dinero que estoy en bancarrota"».

Myron miró de soslayo a Aimee. Recordaba sus años de adolescencia, la guerra que es la adolescencia, y pensó en todas las veces que había engañado a sus padres. Había sido un buen chico. No se metía en líos, sacaba buenas notas, estaba bien considerado por su destreza en el baloncesto, pero había ocultado cosas a sus padres. Todos los chicos lo hacen. Tal vez era saludable. Los niños que están demasiado vigilados, que están bajo la constante vigilancia de los padres, son los que acaban saliendo por la tangente. Todos necesitan una salida. Hay que dejar sitio a los chicos para que se rebelen. Si no, la presión no para de aumentar hasta que…