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Más difícil era la impresión que se había llevado de un hombre encantador por fuera pero bastante diferente por dentro. Y esa impresión se había debido más a sus rasgos, a la agudeza de sus ojos entornados, no siempre ocultos por las largas pestañas, al gesto casi determinado de la boca y de la barbilla antes de que se le hubiera suavizado, a las duras líneas del rostro antes de que desaparecieran para cubrirse con un manto de cautivador encanto. Era una impresión acentuada por otros datos, como el hecho de que no se hubiera inmutado cuando ella chocó a toda velocidad contra él. Leonora era más alta que la media de las mujeres; la mayoría de los hombres habrían dado un paso atrás como mínimo.

Trentham no.

Había también otras anomalías. Su comportamiento, al conocer a una dama a la que no había visto nunca y de la que no podía saber nada, había sido demasiado dictatorial, demasiado firme. Había cometido incluso la temeridad de interrogarla, y lo había hecho sin pestañear, aun sabiendo que ella se había dado cuenta.

Leonora estaba acostumbrada a dirigir la casa, en realidad, a dirigir la vida de todos sus ocupantes; llevaba ejerciendo ese papel los últimos doce años. Era decidida, segura de sí misma, no se sentía intimidada en lo más mínimo por los hombres. Sin embargo, Trentham… ¿Qué tenía que la había hecho mostrarse no exactamente desconfiada, pero sí atenta, cuidadosa?

El recuerdo de las sensaciones que su contacto físico le había provocado, no una sino múltiples veces, surgió en su mente. Frunció el cejo y lo desechó. Sin duda se trataba de alguna trastornada reacción por su parte; no había esperado chocar con él, así que lo más probable era que fuera alguna extraña consecuencia de la conmoción.

Pasaron los minutos mientras permanecía sentada, mirando por la ventana, sin ver. Entonces, se movió, frunció el cejo y se concentró en determinar en qué punto se encontraban ella y su problema.

Independientemente de la desconcertante presencia de Trentham, había sacado el máximo provecho a su encuentro. Había descubierto la respuesta a su pregunta más acuciante, ni él ni sus amigos estaban detrás de las ofertas para comprar la casa. Aceptó su palabra sin dudarlo ni un momento; tenía algo que no dejaba ningún espacio para la duda. Asimismo, ni él ni sus amigos eran responsables de los intentos de robo, ni tampoco de los otros intentos de aterrorizarla, más inquietantes e infinitamente más desconcertantes.

Lo cual la dejaba con la duda de quién había sido.

Oyó que se abría la puerta y se dio la vuelta justo cuando Castor entraba.

– El conde Trentham está aquí, señorita. Quiere hablar con usted.

Una multitud de pensamientos se agolparon en su mente; una oleada de sensaciones desconocidas le revolotearon en el estómago. Resuelta, las aplastó y se puso de pie; Henrietta también se levantó y se sacudió.

– Gracias, Castor. ¿Mi tío y mi hermano están en la biblioteca?

– Sí, señorita. -El mayordomo le sujetó la puerta y luego la siguió.

– He dejado al conde en la salita de estar.

Con la cabeza alta, entró en el vestíbulo principal, a continuación se detuvo y miró la puerta cerrada de la salita de estar.

Sintió que algo en su interior se tensaba.

Volvió a detenerse. A su edad ya casi no necesitaba andarse con remilgos sobre quedarse a solas un breve momento en la salita de estar con un caballero. Podía entrar, saludar a Trentham y averiguar por qué quería hablar con ella, todo en privado. Sin embargo, no se le ocurría nada que él tuviera que decirle que requiriera intimidad.

Finalmente, algo la hizo optar por la prudencia. Se le puso la carne de gallina.

– Iré a avisar a sir Humphrey y al señor Jeremy. -Miró a Castor-. Dame un momento y luego lleva a lord Trentham a la biblioteca.

– Por supuesto, señorita. -El mayordomo se inclinó.

A algunos leones era mejor no tentarlos y Leonora tenía la fuerte sospecha de que Trentham era uno. Acompañada por el sonido del roce de sus faldas, se dirigió a la seguridad de la biblioteca. Henrietta la siguió.

CAPÍTULO 02

La biblioteca, que ocupaba todo un lateral de la casa, contaba con una serie de ventanas que daban tanto al jardín delantero como al trasero. Si su hermano o su tío fueran conscientes del mundo exterior, seguramente se habrían fijado en el visitante que se había acercado por el camino principal. Sin embargo, Leonora asumió que ninguno de los dos se había percatado, y la imagen con la que sus ojos se encontraron cuando abrió la puerta, entró y cerró sin hacer ruido, confirmó su suposición.

Su tío, sir Humphrey Carling, estaba sentado en un sillón colocado en ángulo frente al hogar, con un pesado tomo abierto sobre las rodillas y un monóculo especialmente potente que distorsionaba un ojo azul entornado ante los descoloridos jeroglíficos que se veían en las páginas. En su momento, había tenido una figura imponente y, aunque la edad había hecho que los hombros se le hundieran, había mermado la que había sido una leonina mata de pelo y había agotado su fuerza física, los años no habían tenido ningún efecto apreciable en sus facultades mentales; en los círculos científicos y de anticuarios todavía se lo veneraba como una de las dos autoridades más destacadas en la traducción de lenguas crípticas.

Su cabeza blanca, con aquel pelo ralo que le crecía desordenado y que llevaba más bien largo a pesar de los esfuerzos de Leonora, estaba inclinada sobre el libro y su mente claramente en… ella diría que el tomo que leía era de Mesopotamia.

Su hermano Jeremy, dos años más joven que Leonora y la segunda de las dos autoridades más destacadas en la traducción de lenguas crípticas, estaba sentado ante el escritorio, con la superficie de la mesa inundada de libros, algunos abiertos, otros amontonados. Todas las doncellas de la casa sabían que si tocaban algo de esa mesa, lo hacían por su cuenta y riesgo, pues, a pesar del caos, Jeremy siempre lo descubría al instante.

El joven tenía doce años cuando, junto con su hermana, se fue a vivir con Humphrey tras la muerte de sus padres. Entonces su tío vivía en Kent. Aunque la esposa de Humphrey ya había fallecido, la mayor parte de la familia consideró que el campo era un entorno más adecuado para dos niños que lloraban la pérdida de sus progenitores, en especial, porque todo el mundo aceptaba que Humphrey era el pariente favorito de ambos.

No fue una gran sorpresa que Jeremy, un ratón de biblioteca desde siempre, se contagiara de la pasión de su tío por descifrar palabras de hombres y civilizaciones desaparecidos hacía ya mucho tiempo. A los veinticuatro años, ya se estaba haciendo un hueco por sí mismo en ese campo cada vez más competitivo. Su prestigio aumentó cuando, seis años atrás, se trasladaron a Bloomsbury para poder presentar a Leonora en sociedad bajo la protección de su tía Mildred, lady Warsingham.

Sin embargo, Jeremy aún era su hermano pequeño; los labios de la joven se curvaron cuando contempló los anchos aunque delgados hombros, la mata de pelo castaño que, por más que la cepillaran, siempre se veía despeinada. Leonora estaba convencida de que se debía a que Jeremy se pasaba constantemente los dedos por la cabeza, aunque él le juraba que no lo hacía y ella nunca lo había pillado en falta.

Henrietta avanzó para colocarse frente al hogar. Leonora entró sin sorprenderse de que ninguno de los dos alzara siquiera la vista. Una vez, a una doncella se le había caído una bandeja de plata frente a la puerta de la biblioteca y ninguno de los dos se enteró.

– Tío, Jeremy, tenemos visita.