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– Sí, además fue al contemplar los frescos de Ajanta como empecé a admirar el arte figurativo de la India. He de reconocer que, al principio, la escultura india me descorazonó. Pero una obra de Coomaraswamy me permitió captar el sentido de aquella acumulación de detalles. No basta allí la representación del dios, sino que se prodiga toda suerte de signos, de figuras humanas, mitológicas. ¡Nada de espacios vacíos! Aquello no me gustaba. Luego comprendí que el artista quiere absolutamente poblar ese universo, ese espacio que crea en torno a la imagen. Que quiere, en suma, llenarlo de vida. Terminé por admirar aquella escultura.

Precisando más, si he llegado a gustar tanto del arte indio ha sido por tratarse de un arte de significación simbólica, un arte tradicional. El artista no se propuso expresar nada en absoluto de orden «personal». Compartía con todos los demás el universo unitario de los valores espirituales propios del genio indio. Se trataba de un arte simbólico y tradicional, pero espontáneo, si puedo decir así. El hecho de beber en la fuente común jamás ha perjudicado al florecimiento de las formas distintivas, a su variedad. Y esto es verdad a propósito de todas las artes.

En la India, fue la música de Bengala la única que tuve, hasta cierto punto, ocasión de conocer. Pero lo que más me interesaba eran las artes plásticas, la pintura, los monumentos, los templos. Pero no únicamente corno «creaciones artísticas». Por ejemplo, el templo es una obra arquitectónica dotada de un simbolismo muy coherente, en que la función religiosa, con sus ritos y procesiones, se integra perfectamente en la misma arquitectura. Por otra parte, en la India, al igual que en todas las aldeas de la Europa oriental de hace quizá treinta o cuarenta años, el «objeto artístico» no era algo que se colgaba de la pared o se colocaba en una vitrina. Era un objeto que se utilizaba: una mesa, una silla, un vaso, un icono. En este sentido precisamente me interesaba el arte indio, el arte popular lo mismo que el de los templos, de las esculturas y las pinturas: por su integración en la vida cotidiana.

– ¿Y la literatura india?

– Me gustaba mucho Kalidasa, que es quizá mi preferido. Es el único poeta que llegué a dominar, a pesar de que su sánscrito resulta muy difícil. Es innegable su genio poético.

Entre los modernos, he leído a algunos escritores de vanguardia, Acinthya, por ejemplo, un joven novelista bengalí (1930) muy influido por Joyce. Y, por supuesto, a Rabindranath Tagore.

– Creo que fue Dasgupta quien le presentó a Tagore.

– Sí, tuve la gran suerte de ser recibido varias veces por Tagore en Santiniketan. Yo tomaba muchas notas después de nuestras conversaciones y también sobre cuanto se decía de él, como hombre y como poeta, en Santiniketan. Allí era muy admirado, pero algunos le criticaban, y yo tomaba nota de todo ello. Espero que ese «cuaderno Tagore» exista todavía, en Bucarest, en mi biblioteca tantas veces cambiada de lugar. Admiraba a Tagore por el esfuerzo que desarrollaba para condensar en sí las cualidades, las virtudes, las posibilidades del ser humano. No era tan sólo un poeta excelente, un compositor excelente -escribió unas tres mil canciones, de las que algunos centenares, estoy seguro de ello, se han convertido hoy en «canciones populares» en Bengala-, un gran músico, un buen novelista, un maestro de la conversación… Su misma vida poseía una calidad específica. Pero no era una «vida de artista», como la que llevaban un D'Annunzio, un Swinburne o un Oscar Wilde. Era una vida rica y completa, abierta a la India y al mundo. Tagore se interesaba además por cosas que nadie se imaginaría que pudieran interesar a un gran poeta. Se ocupaba de los asuntos comunes, sentía una gran pasión por la escuela que había fundado en Santiniketan. Jamás se distanció de la cultura popular de Bengala. En su obra se advierte enseguida la importancia de la tradición rural, a pesar de que esté claro que también se inspiraba en Maeterlinck, por ejemplo. Además era hermoso. Tenía un gran éxito, se murmuraba que era un don Juan… Pero al mismo tiempo irradiaba una espiritualidad que se expresaba a través de todo su cuerpo, de sus gestos, de su voz. Un cuerpo, una estampa de patriarca.

– Acaba de trazar un hermoso retrato que hace pensar en un Vinci, en un Tolstoi de Bengala. Sin embargo, en La noche bengalí evoca a Tagore en un tono…

– … crítico, ciertamente. Expresaba así la actitud de la nueva generación bengalí. En la universidad tenía amigos, jóvenes poetas, jóvenes profesores que, por reacción frente a sus padres, veían en la obra de Tagore un no sé qué d'annunziano, y la calificaban de pacotilla… Puede que hoy esté un poco olvidado en la India, a causa de la grandeza de Aurobindo, de Radhakrishna, que es un gran sabio. Pero estoy seguro de que será redescubierto.

– Es difícil evocar a Tagore y no nombrar a Gandhi…

– Vi a Gandhi, y hasta le oí, pero de lejos y muy maclass="underline" el altavoz no funcionaba, si es que había alguno aquel día. Fue en Calcuta, en un parque, durante una manifestación no violenta… Pero le admiraba, como todo el mundo. Yo estaba preocupado por otros problemas, pero el éxito de su campaña de la no violencia llegó a interesarme enormemente. Entiéndase bien que por entonces yo era cien por cien antibritish. La represión inglesa contra los militantes del swaraj me exasperaba, me sublevaba.

– Sus sentimientos eran, en definitiva, los de su personaje de La noche bengalí: aborrecimiento del colonizador e incluso del europeo…

– Sí, muchas veces sentía bochorno al ser reconocido como blanco, me avergonzaba de mi raza. No era inglés, afortunadamente, y era ciudadano de un país que jamás había tenido colonias y que, por el contrario, había sido tratado durante siglos como una colonia. No tenía, por tanto, motivo alguno para sentir un complejo de inferioridad. Pero al sentirme europeo, me avergonzaba.

– ¿Le preocupó «la política» -por decirlo del modo más simple- durante su juventud?

– En Rumania, nada absolutamente. Me sensibilicé a la política en la India. Allí en efecto, pude ver la represión. Y me decía: «¡Cuánta razón tienen los indios!». Aquél era su país, no reclamaban sino una especie de autonomía y sus manifestaciones eran completamente pacíficas, no provocaban a nadie, reclamaban lo que era su derecho. Pero la represión policiaca fue inútilmente violenta. En Calcuta tomé conciencia de la injusticia política y al mismo tiempo descubrí las posibilidades espirituales de la actividad política de Gandhi, aquella disciplina espiritual que permitía resistir a los golpes sin responder. Era como Cristo, el sueño de Tolstoi…

– Eso significa que se dejó ganar en corazón y alma por la causa de la no violencia…

– ¡Y también de la violencia! Por ejemplo, un día escuché a un extremista y le di la razón. Entendía perfectamente que también deben existir algunos violentos. Pero en resumidas cuentas, estaba muy impresionado por la campaña de la no violencia. Además, no je trataba únicamente de una extraordinaria táctica, sino que constituía una admirable educación de las masas, una admirable pedagogía popular que se proponía ante todo el dominio de sí mismo. Era algo verdaderamente superior a la política quiero decir superior a la política contemporanea.

LAS TRES LECCIONES DE LA INDIA

– No tenía veintidós años cuando llegué a la India. Muy joven, ¿no le parece? Los tres años siguientes fueron esenciales para mí. La India me formó. Hoy trato de expresar cuál fue la enseñanza decisiva que allí recibí, y veo ante todo que es una lección triple.

En primer lugar, fue el descubrimiento de la existencia de una filosofía o más bien de una dimensión espiritual india que no era ni la de la India clásica -diríamos la de las Upanishads y del Vedanta; en una palabra, la filosofía monista- ni la devoción religiosa, la bhakti. Tanto el yoga como la samkhya profesan el dualismo: la materia por una parte y el espíritu por la otra. Sin embargo, no era el dualismo lo que me interesaba, sino el hecho de que, lo mismo en el yoga que en la samkhya, el hombre, el universo y la vida no son ilusorios. La vida es real, el mundo es real. Y es posible conquistar el mundo, es posible dominar la vida. Y aún más, en el tantrismo, por ejemplo, la vida humana puede ser transfigurada mediante los ritos, ejecutados a continuación de una larga preparación yóguica. Se trata de una transmutación de la actividad fisiológica, por ejemplo, de la actividad sexual. En la unión ritual, el amor ya no es un acto erótico o un acto simplemente sexual, sino una especie de sacramento; exactamente como beber vino, en la experiencia tántrica, ya no es beber una bebida alcohólica, sino compartir un sacramento… Descubrí, pues, esa dimensión tan olvidada por los orientalistas, descubrí que la India ha conocido ciertas técnicas psicofisiológicas gracias a las cuales puede el hombre a la vez gozar de la vida y dominarla. La vida puede ser transfigurada mediante una experiencia sacramental. Este es el primer punto.