– ¿Considera importante el lugar en que vive?
– Sí, no puedo vivir en una casa o en una habitación que no me guste. En Londres, en Oxford lo pasé mal en este sentido. No puedo vivir en cualquier sitio. Hace falta que algo me agrade, me atraiga, que me haga sentirme a gusto. Busqué una casa en la que pudiera vivir a mi modo.
No me gusta el «espacio americano». Me gusta el campus y algunas cosas de Chicago, como el poder enorme del centro. Hay otras ciudades que me resultan más agradables, como San Francisco, Boston o una parte de Nueva York y de Washington. Me gustan algunos parajes como Santa Bárbara, la bahía de San Francisco. Pero no es aquel un país como Italia, como Francia, en que el paisaje es de una inmensa belleza, donde hay historia y variedad. Chicago se halla en una llanura extendida a lo largo de mil kilómetros; de vez en cuando se ven ciudades y esos barrios del gran suburbio a los que se da el nombre de «paraísos artificiales», porque son lugares para retirados, que viven en hermosas casas y chalés, pero todo, en efecto, muy artifícial. Incluso en las más bellas ciudades americanas hay barrios de una fealdad exasperante… No es que mantenga una actitud negativa ante este espacio americano que no me gusta o ante el estilo de vida americano, algunos de cuyos aspectos me parecen interesantes. Lo que me gusta de la vida americana, por ejemplo, es la importancia que se atribuye a la esposa, y no sólo desde el punto de vista social, sino también cultura y espiritual. Las invitaciones incluyen siempre a la esposa. Cuando se me pidió que me quedara en América, lo primero que me preguntaron fue si la idea le agradaba a mi mujer. Esta atención hacia la esposa, hacia la familia, me gusta. Se acusa con razón a los americanos de muchas cosas, pero hay otras admirables de las que se habla muy poco, por ejemplo, su gran tolerancia religiosa y espiritual.
¿PROFESOR O GURÚ?
– Su lugar de trabajo es, en definitiva, América. Me gustaría saber qué clase de profesor es.
– Nunca he sido un profesor «sistemático». Ya en Bucarest daba por supuesto que los estudiantes habían leído alguna vida de Buda, algunas Upanishads, algo sobre el problema del mal. No empezaba de manera didáctica ni me preparaba o escribía mis clases. Tomaba algunas notas y luego seguía las reacciones de los estudiantes. Hoy hago lo mismo. Me trazo un plan, medito durante algunas horas antes de dar la clase, elijo las citas, pero no llevo nada escrito. No se corre ningún peligro grave; si repito algo, no tiene importancia, si me olvido de algo, hablo de ello al día siguiente o al final de la clase. El sistema americano es excelente: después de los cincuenta minutos de exposición hay siempre diez minutos de discusión, para hacer preguntas. En mis tiempos era muy distinto: llegaba el profesor, hablaba y luego se marchaba. No volvíamos a verle durante una semana. Quizá hayan cambiado las cosas en todas partes. En todo caso, ocurre muchas veces durante los diez minutos de diálogo que, con motivo de una pregunta, me doy cuenta de haber omitido un detalle importante, Paul Ricoeur está asombrado de la relación que aquí mantenemos con los alumnos. En Nanterre ocurría a veces que en un solo curso había mil estudiantes, a los que era imposible conocer. Tenía que enseñar filosofía a toda una masa. Aquí se mantiene una relación personal. Ya durante la primera lección se les dice a los estudiantes: «Escriban sus nombres en esta cuartilla y vengan a verme». Al comienzo del curso reservo dos largas tardes por semana para entrevistarme con todos ellos, media hora con cada uno, incluso con los del año anterior, para refrescarme la memoria: ¿qué ha hecho durante el verano, qué piensa hacer? Al cabo de un mes de curso, me entrevisto con todos ellos durante una hora. Si he de decir la verdad, cada vez me gusta menos dirigir cursos de cien personas. En otros tiempos, sobre todo en Rumania, cuando hablaba de cosas casi desconocidas, la enseñanza me apasionaba. Hablaba en mi propia lengua, me dirigía a la juventud y yo mismo era joven todavía, aún me quedaban por decir y descubrir muchas cosas que ahora ya tengo publicadas. Al final de esta actividad que viene durando ya cuarenta años, evidentemente, siento que tengo menos cosas que decir en forma de conferencia. Pero lo que siempre me ha gustado es el trabajo de seminario, en que todos nos unimos en una misma tarea. Mi último seminario, que dirigí en 1976, trataba de la alquimia y el hérmetismo del Renacimiento. Fue algo apasionante. Esto es lo que más me gustá: ahonda en ciertos detalles con un grupo bien preparado, profundizar en algunos problemas por los que siento especial predilección. Es de este modo como aprende a trabajar el estudiante, como adquiere un método. Allí prepara una exposición, le escuchamos, invito a sus colegas a comentar su conferencia, intervengo, y el diálogo dura a veces horas y horas. Pero creo que no es perder el tiempo, pues lo que allí les doy es algo que no podrían encontrar en los libros. Del mismo modo, las entrevistas personales de comienzos del curso son también insustituibles.
– ¿Consigue preservar su vida personal, su vida de escritor y su vida de investigador?
– Sí, porque el curso prevé una interrupción de las clases y un «período de lectura» para el estudiante. Además, durante el segundo trimestre de invierno doy únicamente un seminario. Entonces puedo ocuparme de sus propios trabajos. Pero como sabe, cuando me doy cuenta de que puedo ayudar a alguien, renuncio de buena gana a mi trabajo o dedico al trabajo algo más de tiempo por la noche o por la mañana. Hago un esfuerzo. Pienso que esto es importante. Si veo que alguien escucha, pero no pone mucho interés, le propongo la lectura de algunos libros, míos o de otros autores, es igual.
– Finalmente, ¿qué se siente más, profesor o gurú?
– Siempre se corre el riesgo, sobre todo en América, y más aún en la costa del Pacífico, al menos en algunos casos, de que le tomen a uno por un gurú. Un año daba yo un curso en la Univer sidad de Santa Bárbara sobre las religiones indias, desde el Rig-Veda hasta la Bhagavad-Gita. Terminado el curso, los estudiantes venían a verme, me consideraban un gurú capaz de darles la solución para su vida interior. Entonces les decía yo: «No se confundan. Aquí soy el profesor, no un gurú. Puedo ayudarles, pero sólo como profesor. Aquí quiero únicamente presentarles las cosas tal como yo creo que son».
JÓVENES AMERICANOS
– ¿Cómo ve y en qué situación le parece que se encuentra esa juventud americana a la que conoce tan de cerca y para la que la religión no es muchas veces una simple materia de estudio?
– Lo que he visto en Chicago y en Santa Bárbara es apasionante. En América, la historia de las religiones es una disciplina que se ha puesto de moda, no sólo entre los estudiantes, que, como decía Maritain, son «analfabetos desde el punto de visto religioso», sino también entre quienes sienten alguna curiosidad por la religión de otros pueblos: el hinduismo, el budismo, las religiones arcaicas y primitivas. El chamanismo es objeto casi de una verdadera manía. Pintores, gente del teatro se interesan por este tema, y también muchos jóvenes; piensan que sus drogas les preparan para comprender la experiencia chamánica. Entre estos estudiantes, algunos han encontrado el absoluto en una secta efímera como Meher Baba, Hare Krishna, Jesús Freaks, algunas sectas zen… No les animo, pero tampoco critico su elección, pues me dicen: «Antes yo me drogaba, vivía como una larva, no creía en nada, estuve a punto de suicidarme dos veces, por poco me matan un día que estaba drogado, pero ahora he encontrado el absoluto». No les digo que ese «absoluto» no es de la mejor calidad, ya que, de momento, ese joven que estaba inmerso en el caos, en el puro nihilismo, que respiraba una agresividad peligrosa para la colectividad ha encontrado algo. Ocurre a veces que a partir de ese «absoluto», que frecuentemente no pasa de ser un pseudo absoluto, el joven se encuentra a sí mismo y quizá más tarde lea las Upa-nishads, el maestro Eckart o la Cábala, hasta encontrar una verdad personal. Raras veces he encontrado un estudiante que haya pasado del vacío religioso y de un desequilibrio casi neurótico a una postura religiosa bien articulada: cristianismo, judaísmo, budismo, Islam. No, siempre hay de por medio una pseudomorfosis, alguna cosa fácil, barata, poco auténtica, al menos para lo demás, puesto que para ellos mismos es el absoluto, la salvación. La segunda etapa los lleva a una forma más equilibrada, más rica de sentido.