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– He de hacer ante todo una observación: el tema de la «muerte de Dios» no es una novedad radical, sino que, en definitiva, viene a renovar el del deus otiosus, el dios inactivo, el dios que se aleja del mundo después de crearlo, un tema que aparece en numerosas religiones arcaicas. Pero es cierto que la teología de la muerte de Dios» es de una extrema importancia por tratarse de la única creación religiosa del mundo occidental moderno. Nos hallamos con él ante el último grado de la desacralización. Para el historiador de las religiones posee un interés considerable, ya que esta etapa ilustra el camuflaje perfecto de lo «sagrado» o, mejor dicho, su identificación con lo «profano».

Es todavía sin duda muy pronto para captar el sentido de esta «desacralización» y de las teologías de la «muerte de Dios» contemporáneas de la misma, demasiado pronto para prever el futuro. Pero queda planteada la pregunta: ¿en qué medida lo «profano» puede convertirse en «sagrado»; en qué medida una existencia radicalmente secularizada, sin Dios ni dioses, es susceptible de convertirse en punto de partida de un nuevo tipo de «religión»? Tres grandes tipos de respuesta entreveo a esta pregunta. Las de los «teólogos de la muerte de Dios», ante todo: más allá de la ruina de todos los símbolos, ritos y conceptos de las Iglesias cristianas, esperan que, gracias a una paradójica y misteriosa coincidentia oppositorum, esta toma de conciencia del carácter radicalmente profano del mundo y de la existencia humana pueda fundamentar un nuevo modo de «experiencia religiosa»; la muerte de la «religión», en efecto, no es para ellos, sino todo lo contrario, la muerte de la «fe»… Otra respuesta consiste en considerar secundarias las formas históricas de la oposición sagrado/profano: la desaparición de las «religiones» no implicaría en modo alguno la desaparición de la «religiosidad», mientras que la transformación normal de los valores «sagrados» en valores «profanos» significaría menos que el encuentro permanente del hombre consigo mismo, menos que la experiencia de la propia condición… Finalmente, una tercera respuesta: cabe pensar que la oposición entre lo «sagrado» y lo «profano» sólo tiene sentido para las religiones, pero el cristianismo no es una religión. El cristianismo ya no tendría que vivir, como el hombre arcaico, en un cosmos, sino en la historia. Pero, ¿qué es la «historia»? ¿Para qué sirve esta tentativa o esta tentación de sacralizarla? ¿Qué mundo tendría que salvar de este modo la «historia»?

FIGURAS DE LO IMAGINARIO

LA RELIGIÓN, LO SAGRADO

Sin duda que recuerda estas palabras iniciales de El totemismo en la actualidad de Lévi-Strauss: «Con el totemismo pasa igual que con la histeria. Cuando se empieza a sospechar que quizá se aislaron arbitrariamente ciertos fenómenos y se agruparon entre sí para tomarlos como síntomas diagnósticos de una enfermedad o de una institución objetiva, ocurre que los síntomas han desaparecido ya o que han resultado rebeldes a las interpretaciones unificantes…». ¿No pasará con la «religión» lo mismo que con el «totemismo» o con la «histeria»? Dicho de otro modo, si la historia o la ciencia de las religiones tiene un objeto, ¿cuál es éste?

– Ese objeto es lo sagrado. Pero, ¿cómo delimitar lo sagrado? Es algo muy difícil. Lo que en todo caso me parece imposible es imaginar cómo podría funcionar el espíritu humano sin la convicción de que existe algo irreductiblemente real en el mundo. Es imposible imaginar cómo podría aparecer la conciencia sin conferir una significación a los impulsos y a las experiencias del hombre. La conciencia de un mundo real y significativo va estrechamente ligada al descubrimiento de lo sagrado. Mediante la experiencia de lo sagrado, el espíritu ha captado la diferencia entre lo que se revela como real, potente y significativo y lo que carece de esas cualidades, es decir el flujo caótico y peligroso de las cosas, sus apariciones y desapariciones fortuitas y carentes de sentido… Pero aún hay que insistir en un punto: lo sagrado no es una etapa en la historia de la conciencia, sino un elemento de la estructura de esa misma conciencia. En los grados más arcaicos de la cultura, vivir como ser humano es ya en sí mismo un acto religioso, puesto que la alimentación, la vida sexual y el trabajo poseen un valor sacramental. La experiencia de lo sagrado es inherente al modo de ser del hombre en el mundo. Sin la experiencia de la realidad -y de lo que no lo es- no podría construirse el ser humano. A partir de esa evidencia precisamente, el historiador de las religiones empieza a estudiar las diversas formas religiosas.

– Lo sagrado es, por consiguiente, la piedra angular de la experiencia religiosa. Pero se trata de algo distinto de un fenómeno físico o de un hecho histórico, por ejemplo. ¿No se puede descubrir lo sagrado sino a través de una fenomenología?

– Exactamente. Y ante todo, cuando se trata de lo sagrado, no hay que limitarse a las figuras divinas. Lo sagrado no implica la fe en Dios, en los dioses o en los espíritus. Es, lo repito, la experiencia de una realidad y la fuente de la conciencia de existir en el mundo. ¿En qué consiste esa conciencia de lo sagrado, de ese deslinde que se realiza entre lo real y lo irreal. Si la experiencia de lo sagrado pertenece esencialmente al orden de la conciencia, es evidente que lo sagrado no se reconoce «desde fuera». Es precisamente a través de la experiencia interior como cada cual podrá reconocer lo sagrado en los actos religiosos de un cristiano o de un «primitivo».

– Lo «sagrado» se opone a lo «profano» y a la vez es en sí mismo ambivalente, no sólo porque sus dos polos son la vida y la muerte, sino porque atrae y a la vez causa tenor. Tales son las grandes líneas de su libro Lo sagrado y lo profano y del Tratado de historia de las religiones, en que cita un pensamiento muy cercano al suyo, el de Roger Caillois, en L'Homme et le sacré. Todo esto es ya bien conocido. Sin embargo, en una introducción de 1964 a su ensayo Lo sagrado y lo profano, escribía: «Queda un problema al que únicamente hemos aludido: ¿en qué medida puede 'lo profano' en sí convertirse en 'sagrado'; en qué medida una existencia radicalmente secularizada, sin Dios ni dioses, puede convertirse en punto de partida para un nuevo tipo de 'religión'?». Pongamos un ejemplo sencillo: ¿puede considerarse «sagrado» el mausoleo de Lenin?

– El problema que se plantea al historiador de las religiones

consiste, efectivamente, en reconocer la supervivencia, enmascarada o desfigurada, de lo sagrado, de sus expresiones y de sus estructuras, en un mundo que se tiene resueltamente por profano.

De ahí que en Marx y en el marxismo pueda advertirse la presencia de ciertos grandes mitos bíblicos: la función redentora del Justo, la lucha final, escatológica, entre el Bien (el proletariado) y el Mal (la burguesía), seguida de la instauración de la Edad de Oro… Pero yo no diría que el mausoleo de Lenin es de carácter religioso, a pesar incluso de que este símbolo revolucionario ejerza la función de un símbolo religioso.

– ¿Y la divinización del emperador romano? En el caso de Roma, ¿nos hallamos ante la supervivenvia profana y laica de una sacralidad o estamos todavía dentro de la sacralidad arcaica?

– Nos hallamos en plena sacralidad, a la vez arcaica y moderna. La apoteosis del emperador procede en línea recta de la ideología monárquica del Oriente. El soberano, el jefe, el imperator es responsable del orden y de la fecundidad en el Imperio. Asegura el ciclo cósmico, el orden de las estaciones y el éxito, la fortuna.

Encarna el genio protector del Imperio, como ocurría antes con los reyes de Mesopotamia y los faraones divinos.

– Creo recordar que en las Antimemorias de Malraux, éste pregunta a Mao Tse-tung si sabe que él es «el último emperador»; el «emperador de bronce» lo admite… Estima que el emperador romano es un hombre sagrado igual que el antiguo emperador chino: vínculo entre la tierra y el cielo, responsable del orden en el mundo En Lenin le parece ver la supervivencia de lo sagrado. ¿Qué opina de Mao Tse-tung?

– Mao podía considerarse muy bien «el último emperador». Era guardián e intérprete de la nueva doctrina y en la vida cotidiana, responsable de la paz y del bienestar de su pueblo. Ciertamente, era un emperador, casi mitológico, arquetípico. Prolongaba la tradición china. Sólo el vocabulario había cambiado, pero la función permanecía.

– ¿Hay algo que nos permita establecer una diferencia entre el último emperador, Mao, y el último zar, Lenin? Me parece que distingue implícitamente entre una «sacralidad verdadera», que enlazaría con la trascendencia, y una sacralidad falsa»…