– Creo que este personaje significa algo más. Dice, casi al pie de la letra, «yo soy la infancia». ¿No es verdad que en la alquimia,
el viejo y el niño solar significan por igual la perfección? ¿No es el más viejo el que recuerda el origen? Y Dios es a la vez el Anciano de días y el Niño divino. Su viejo me parece la figura del tiempo o más bien de la memoria.
– Sí, es el puer senex, niño y viejo al mismo tiempo. Puer-senex y puer aeternus: el niño eterno, el que renace, el «renacido» eternamente. Encuentro muy exacto su desciframiento, su exégesis. Si, es la memoria.
– «Recordad», dice Farama. Y los hombres se acuerdan de sí mismos. Por los caminos de la fábula, caminos infantiles, recuperan su propia verdad. El viejo recuerda un tiempo que existió, el tiempo de la escuela primaria, de treinta años antes, pero basta con recordar ese tiempo para que, de lo más profundo, surja el tiempo legendario. En resumen, bajo la historia, el mito. Y bajo el mito, la memoria de los orígenes.
– Estoy completamente de acuerdo con su interpretación. Ha llegado al fondo.
– En Aspectos del mito, en el capítulo «Mitología da la memoria y del olvido», dice que también «la verdadera anamnesis historiográfica desemboca en un tiempo primordial, el tiempo en que los hombres instituían sus comportamientos culturales y a la vez creían que esos comportamientos les eran revelados por los seres sobrenaturales». Veo en su novela una alegoría del historiador de las religiones que devuelve la memoria a los hombres olvidadizos y que, mediante esa memoria, los salva. Toda memoria sería, por consiguiente, memoria de los orígenes, y toda memoria de los orígenes sería, a su vez, luz y salvación. Nada, en efecto, se ha perdido, puesto que, gracias al tiempo, al tiempo inextricablemente destructor y creador, los orígenes han adquirido sentido… De ahí que la historia culmine en una hermenéutica, y la hermenéutica en una creación, en poesía. Me parece que Zaharia Faráma es el gemelo mítico y el doble fraterno de Mircea Eliade.
– Eso es muy bello. No hay nada que añadir.
– Muchas veces ha comparado la vida, su propia vida, con un laberinto. ¿Qué diría hoy sobre el sentido de ese laberinto?
– Un laberinto es muchas veces la defensa mágica de un centro, de un tesoro, de una significación. Penetrar en él puede ser un rito iniciático, como vemos en el mito de Teseo. Este simbolismo es el modelo de toda existencia que, a través de numerosas pruebas, avanza hacia su propio centro, hacia sí misma, hacia el atman, por emplear el término indio… Muchas veces tuve conciencia de salir de un laberinto, de haber encontrado el hilo. Cuando me sentía desesperado, oprimido, extraviado, cierto que nunca me dije: «Estoy perdido en el laberinto», pero, al final, siempre tuve la sensación de haber salido victorioso de un laberinto. Todos hemos conocido esa experiencia. Pero he de añadir que la vida no está hecha de un solo laberinto. La prueba se renueva.
– ¿Ha llegado ya a su centro?
– He tenido muchas veces la certidumbre de haberlo alcanzado, y al hacerlo, he aprendido mucho, me he reconocido. Pero luego me he perdido otra vez. Tal es nuestra condición: no somos ni ángeles ni puros héroes. Una vez que se llega al centro, se adquiere una riqueza, se dilata la conciencia y se hace más profunda, todo se vuelve claro, significativo. Pero la vida continúa: otro laberinto, otros encuentros, otros tipos de pruebas, a un nivel distinto… Nuestras Conversaciones, por ejemplo, me han proyectado en una especie de laberinto.
– Habla de esos momentos en que se ha «reconocido». Pienso en lo que dice la tradición de los sufíes o el zen: el hombre invitado a contemplar el rostro que tenía antes de su nacimiento o el ángel que él mismo es secretamente… ¿Qué rostro era el suyo cuando se reconoció? ¿Guardará silencio sobre este punto?
– Sí.
– En su Diario evoca el sentimiento que, de pronto, tuvo un día acerca de la duración de su propia vida, en su continuidad y en su profundidad.
– Es una experiencia que he vivido muchas veces; es muy importante para encontrarse a sí mismo y encontrar el sentido de la propia existencia. En general, cada cual vive su vida por segmentos. Un día, en Chicago, al pasar ante el Instituto oriental, sentí la continuidad de este tiempo que comienza con mi adolescencia
y que prosigue con la India, Londres y todo lo demás. Es una experiencia reconfortante, pues se siente que no se ha perdido el tiempo, que no se ha malgastado la vida. Todo está ahí, incluso los períodos que no parecían tener importancia, como el servicio militar, por ejemplo, incluso los que se han olvidado. Todo está ahí y se ve entonces que nos ha guiado un fin, una orientado.
– ¿Nada, entonces, ha salido mal?
– Veo un número considerable de errores, de insuficiencias, de fracasos quizá. Pero el mal, verdaderamente no. También es posible que yo mismo me impida verlo.
– ¿Cómo mira hoy su propia obra?
– Me satisface estar todavía inmerso en el trabajo. Aún me faltan muchas cosas por terminar. Pero si se trata de juzgar lo que he escrito, habrá que considerar mis libros en su totalidad. Si hay en ellos algún valor, alguna significación, se manifestarán en la totalidad. Vea, por ejemplo: Balzac no es Le Pere Gariot ni Le Cousin Pons, por admirables que sean estas obras, sino La Co médie humaine. También es la obra entera de Goethe, no sólo Fausto, la que nos revela la significación de Goethe. Del mismo modo, si es que he de atreverme a una comparación con estos gigantes, será el conjunto de mis escritos el que revelará la significación de mi obra. Envidio a los escritores que se realizan en un solo gran poema o en una gran novela. Envidio no sólo el genio de un Rimbaud o de un Mallarmé, sino también, por ejemplo, a Flaubert, que está todo entero en L'Education sentimentale. Por mi parte, desgraciadamente, no he escrito ningún libro que me represente enteramente. Algunos de mis libros están sin duda mejor escritos, son más densos, más claros que los demás; algunos otros adolecen sin duda de repeticiones y puede que constituyan fracasos a medias… Pero, lo diré una vez más, no podrá captarse el sentido de mi vida y de cuanto he hecho sino a través del conjunto. Pero eso será muy difícil; en efecto, una parte de mi obra está escrita en rumano y por ello resultará inaccesible al Occidente; la otra, escrita en francés, permanece inaccesible a los rumanos.
– ¿Cree que estas Conversaciones servirán de ayuda a esa visión de la totalidad?
– En el curso de estas Conversaciones he tropezado con obstáculos no sólo de lenguaje, sino también de orden interior. He revivido, de improviso, ciertos momentos importantes de mi vida,
de mi juventud. Sus preguntas me han obligado a veces a repensar ciertos problemas. En cierto modo me ha obligado a recordar una gran parte de mi vida. ¿Demasiado grande? Ahí está el riesgo. No es posible profundizar en todo lo que se dice. En todo caso, tengo curiosidad por leer el texto. Me reconozco por anticipado en todo cuanto he dicho, dejando aparte las cuestiones de forma, pero a condición de insistir en este punto: no tengo el sentimiento de haberle respondido de manera perfectamente clara y definitiva. Hay que valorar con justicia estas charlas tal como son: circunstanciales, provisionales. Todo queda abierto. Habría que rehacerlo todo. Las respuestas dadas son justas, pero parciales. Aún podría subrayar algunas cosas, añadir otras. Es algo que va en la naturaleza misma de estos diálogos. Ionesco, según creo, tenía este mismo sentimiento al final de unas Conversaciones análogas. Sí, todo queda abierto. Y, como ocurre con toda experiencia inesperada, me encuentro ante una perspectiva más ancha de la que me era familiar. Ahora me veo pensando cosas muy interesantes que no me imaginaba hace unas pocas semanas. Al iniciar estas Conversaciones, sabía que tenía que decir ciertas cosas, pero no son precisamente las que ahora me vienen a la imaginación. Esta apertura hacia el porvenir es la imagen que ahora me posee.
– Ha necesitado mucha energía para llevar a término la obra que ha realizado. ¿De dónde le viene esa energía? ¿Sabe qué le ha impulsado en el fondo a levantar todo este edificio?