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– ¿Cómo trabajaba con Dasgupta? ¿Cómo aprendió el sánscrito, primero con él y luego con el pandit?

– Bien, por lo que se refiere al estudio del sánscrito, apliqué ¿método del indianista italiano Angelo de Gubernatis, tal como él mismo lo expone en Fibra su autobiografía. Consiste en trabajar doce horas al día con una gramática, un diccionario y un texto. Es lo que él mismo hizo en Berlín. Weber, su profesor, le había dicho: «Gubernatis (era a comienzos del verano), en otoño empiezo mi curso de sánscrito, pero resulta que es el segundo curso, y no es posible empezar de nuevo sólo en beneficio suyo. Va a ser preciso que adelante por su cuenta…». Gubernatis se encerró en un refugio, muy cerca de Berlín, con su gramática y su diccionario de sánscrito. Dos veces por semana, alguien le llevaba pan, café y leche. Tenía razón, y me decidí a seguir su ejemplo. Por otra parte, yo había hecho ya algunas experiencias, no tan radicales, pero, en fin… Cuando estudiaba inglés, por ejemplo, trabajaba muchas horas seguidas. Pero esta vez, desde el principio, trabajaba doce horas al día y únicamente el sánscrito. Como únicas interrupciones me permitía algunos paseos y la hora del té o de las comidas, que aprovechaba para perfeccionar mi inglés: lo leía muy bien, pero lo hablaba muy mal. Dasgupta, en su casa, me hacía preguntas de vez en cuando, me entregaba algún texto para traducirlo y de este modo podía observar mis progresos. Fueron rápidos, pero creo que se debió a este esfuerzo que suponía dedicarme a estudiar sólo el sánscrito. Durante muchos meses no toqué siquiera un periódico, una novela policiaca, nada. Esta concentración exclusiva en un solo tema, el sánscrito, me dio resultados sorprendentes.

– Pero con ese método quizá se corra el riesgo de no lograr la exactitud y la viveza propias de la lengua hablada.

– Ciertamente, pero se trataba de sentar ante todo y para empezar unas bases sólidas, de adquirir las estructuras, la concepción gramatical, el vocabulario básico… Más tarde, por supuesto, dediqué mi atención a la historia y a la estética indias, a la poesía, a las artes. Al principio, sin embargo, hay que atender a la adquisición metódica y exclusiva de los rudimentos.

– Creo recordar que Daumal veía en el sánscrito la ocasión para un trabajo filosófico, como si la gramática del sánscrito predispusiera a una cierta metafísica, como si llevara al conocimiento de mismo y del ser. ¿Lo cree así? ¿Qué beneficios le reportó el conocimiento del sánscrito?

– Tenía razón Daumal, pero en mi caso no era tanto el valor o la virtualidad filosófica de la lengua en sí misma lo que más me interesaba en principio… Lo que pretendía ante todo era dominar este instrumento de trabajo para leer unos textos que no destacaban precisamente por su valor filosófico. No eran el Vedanta o las Upanishads lo que por entonces me interesaba, sino ante todo los comentarios de los Yoga-Sutras, los textos tántricos, es decir las expresiones de la cultura india menos conocidas en Occidente, justamente porque su filosofía no está a la altura de las Upanishads o el Vedanta. Esto era lo que me interesaba más que nada, pues aspiraba a conocer las técnicas de la meditación y de la fisiología mística, es decir el Yoga y el Tantra.

– Aprendió el italiano para leer a Papini, el inglés para leer a Frazer, el sánscrito para leer los textos tántricos. Se trata siempre, al parecer, de abrir una puerta a algo que le interesa. La lengua es el camino, jamás el fin. ¿No le plantea todo esto una cuestión? Hubiera podido convertirse no en un historiador de las religiones, de los mitos, del mundo de la imaginación, sino en un sanscritista, en un lingüista. Cabía dentro de lo posible una obra totalmente distinta, un Eliade diferente. Hubiera ingresado en el gremio de los Jacobson, de los Benveniste, aportando su estilo peculiar a este campo. Se podría soñar en esa obra imaginaría… ¿No le ha tentado nunca ese camino?

– Siempre que he tratado de aprender una nueva lengua ha sido para poseer un nuevo instrumento de trabajo. Una lengua ha sido siempre para mí una posibilidad de comunicación: leer, hablar si fuera posible, pero sobre todo leer. Pero hubo un momento mientras permanecí en la India, en Calcuta, cuando contemplaba los esfuerzos de un comparativismo más amplio -por ejemplo, las culturas indoeuropeas con las culturas preindias, las culturas oceánicas, las culturas del Asia central-, cuando contemplaba aquellos sabios extraordinarios como Paul Pelliot, Przylusky, Sylvain Lévy, conocedores no sólo del sánscrito y el pali, sino también del chino, el tibetano, el japonés y, además, de las lenguas llamadas austroasiáticas, me sentía fascinado por aquel universo enorme que se habría a la investigación. Ya no se trataba únicamente de la India aria, sino además de la India aborigen, de la apertura hacia el Sudeste asiático y Oceanía. Yo mismo intenté iniciar ese camino. Dasgupta me disuadió. Y tenía razón. Había sabido adivinar. Pero emprendí el estudio del tibetano con una gramática elemental. Pude observar que, al tratarse de algo que no había deseado verdaderamente, del mismo modo que había deseado el sánscrito o el inglés o más tarde el ruso o el portugués, la cosa no marchaba muy bien. Entonces me puse furioso y abandoné. Me dije que jamás alcanzaría la competencia de un Pelliot, de un Sylvain Lévy, que jamás sería un lingüista, ni siquiera un sanscritista. La lengua en sí misma, sus estructuras, su evolución, su historia, sus misterios no me atraían como…

– ¿Como la imagen, como los símbolos?

– Exactamente. La lengua no era para mí sino un instrumento de comunicación, de expresión. Más tarde me sentí contento de haberme detenido en este punto. Porque, en definitiva, se trata de un océano. Nunca se acaba la tarea: hay que aprender el árabe, y después del árabe el siamés, y después del siamés el indonesio, y después del indonesio el polinesio, y así por el orden. He preferido leer los mitos, los ritos pertenecientes a esas culturas intentar comprenderlos.

YOGUI EN EL HIMALAYA

– En septiembre de 1930 sale de Calcuta en dirección al Himalaya. Se separa de Dasgupta…

– Sí, a causa de una desavenencia, que lamento mucho. También él la lamentó. Lo cierto es que ya no me interesaba permanecer en aquella ciudad en que, sin Dasgupta, nada tenía que hacer. Marché hacia el Himalaya. Me fui deteniendo en numerosas ciudades, pero al final decidí quedarme algún tiempo en Hardwar y Rishikesh, pues allí es donde empiezan los verdaderos eremitorios. Tuve la suerte de conocer a Swami Shivanananda, que habló al mohant, el superior, y me consiguió una pequeña choza en el bosque… Las condiciones eran muy sencillas: llevar un régimen vegetariano y prescindir de la indumentaria europea; se entregaba al aspirante una túnica blanca. Cada mañana había que «mendigar» leche, miel y queso. Me quedé allí, en Rishikesh, seis o siete meses, quizá hasta abril.

– Rishikesh está ya en el Himalaya, pero aún no es el Tíbet.

– Para ir al Tíbet hacía falta pasaporte… Sin embargo, en 1929, pasé tres o cuatro semanas en Darjeeling, en el Sikkim, que limita con el Tíbet y donde ya se nota una atmósfera tibetana. Se ven muy bien las montañas del Tíbet.

– ¿Cómo era el paisaje en torno a su choza?

– Mientras que Darjeeling está a no sé cuántos metros de altura, en un paisaje alpino, Rishikesh se halla a orillas del Ganges, pero el Ganges es allí un pequeño río: cincuenta metros en algunos sitios y luego, de golpe, doscientos metros; a veces se estrecha mucho: veinte metros, diez metros. Allí hay selva, la jungla. En mis tiempos no se veía por allí otra cosa que unas cuantas chozas y un pequeño templo hindú. No había gente. En el bosque, las chozas estaban escalonadas a lo largo de dos o tres kilómetros, a doscientos metros unas de otras, a veces sólo a ciento cincuenta o cincuenta. Desde allí se subía a Lakshmanjula, primera etapa de mi peregrinación, por así decirlo. Allí resulta muy elevada la montaña. Había una serie de grutas en las que vivían los religiosos, contemplativos, ascetas, yoguis. Conocí a muchos de ellos.