– Gracias a Dios, papá -decía-. Gracias a Dios que hay otras cosas. Sin ellas no existiríamos ni yo ni Bruno ni Devi. O seríamos hijos de otro padre.
– Quizá lo seáis -bromeé-. Sólo la maternidad es segura. La paternidad, en el mejor de los casos, se supone.
– Sobre todo en lo que a mí se refiere-dijo con zumba Kandahar-. Nací cuando tú correteabas por las antípodas después de muchos meses de viaje ininterrumpido. Ya me contarás. Mira… ¿A que tengo ojos de china?
Y se estiró las comisuras de los párpados con una mueca de payaso.
– No me recuerdes eso, por favor. No estoy en mi mejor momento. Me noto débil, ando un poquillo escorado de ala e incluso, a veces, se me saltan las lágrimas con facilidad.
– Son rachas, papá. Nadie está libre de ellas.
– Venga, siéntate un rato conmigo. Tienes todo el día de mañana para dormir.
Aceptó la sugerencia. Llevaba un camisón blanco que la cubría desde los tobillos hasta el cuello.
El óvalo de su rostro, enmarcado por una melena suave y ondulada de color de miel, parecía salido de una pintura italiana del quattrocento. Carpaccio Uccello, Mantegna y Piero della Francesca corrían por su piel. Mirarla era como pasear ensimismado y a solas por las galerías de un museo mágico y silencioso. Otras voces, otros lugares, otros seres otros mundos galopaban hacia el observador.
Kandahar se instaló en el suelo con las piernas cruzadas sobre un enorme cojín de tejido de alfombra de Cachemira, entrelazó los dedos y volvió a mirarme sin decir nada.
Cambié el tono de la voz y el ritmo del encuentro e insistí:
– Sigues sin explicarme por qué te has levantado.
– Por culpa de la calefacción, papá. A ver cuándo te decides a ponerla más baja, sobre todo de noche. No soy yo la única que se queja.
– Ya sabes que mi clima favorito es el del trópico. Si me pierdo, que no me busquen en la Antártida.
– Yo sé muy bien dónde buscarte si te pierdes, papa.
– Pues no me lo digas. Me gusta creer que mi vida aún tiene zonas secretas.
– Vale. Y ahora voy a contestar a tu pregunta… Si me dejas, claro, porque no haces más que interrumpirme. El caso es que me despertó el calor, fui a la cocina para beber un vaso de agua y, al pasar, vi luz por las rendijas de la puerta de tu despacho. Eso es todo, curiosón.
– Gracias por entrar a verme. Ha sido una sorpresa muy agradable. Más que agradable: casi lo mejor que podía sucederme en una noche como ésta. Toma, ¿quieres una calada?
Y le tendí el chilón.
Kandahar me detuvo con un gesto de la mano. Lo hizo con su dulzura habitual, sin agredir, sin confundir y sin ofender.
– Gracias, papá-dijo-, pero sabes de sobra que no le veo el chiste a ese mejunje. Seguramente nací demasiado tarde. No soy, como tú, miembro de número de la Asociación de Amigos de la Década Prodigiosa.
Me llevé la pipa a los labios, aspiré con fuerza, retuve el humo prodigioso en los pulmones y lo expulsé lentamente, muy lentamente, empujándolo hacia el techo con la cabeza levantada hacia sus hermosas vigas cubiertas por tres capas de pintura de barco. Si no hubieses nacido escritor me decía a menudo Cristina, habrías sido decorador.
– O arqueólogo-añadía yo.
Siempre, desde que me enteré de la existencia de Schliemann (y eso fue en la infancia), su ejemplo, su trayectoria y su gesta me habían obsesionado y alentado. El primer libro que robé en mi vida, frisando ya en la adolescencia, fue su autobiografía. La leí como se lee un cuento de hadas. ¡Buscar y encontrar Troya donde la había situado Homero! Ahí quedaba eso.
El hachís me golpeó con fuerza en la nuca descendió a mis talones y subió luego hasta la estratosfera arrastrándome con él.
– Por supuesto que naciste tarde, Kandahar-dije-. Y yo, en cambio, lo hice antes de tiempo. Soy un hombre prematuro. No me gusta nada la cocaína. Es como si te clavaran un pie en el suelo y tuvieses que caminar en círculo durante horas y horas. ¡Qué idiotez!
– A mí tampoco me gusta. Tienes una hija virtuosa.
– Y tú, un padre que va camino de la beatificación. Eso no ocurre en casi ninguna familia. ¡Imagínate lo que podrías presumir!
– Bromea, bromea, pero debe de ser cierto porque se te empieza a notar la aureola.
– ¿No será la tonsura?
Me miró por tercera vez en silencio, dejó que pasara con exasperante lentitud un escuadrón de ángeles y dijo cargando la suerte: -¿Y tú, papá? ¿Por qué no me explicas tú lo que haces despierto a estas horas y dedicándote a copiar con fruición páginas de tus propios libros? ¿No es un poco absurdo?
– Me has pillado, Kandahar. Siempre he tenido vocación de monje amanuense.
– Será de monje copista. Los amanuenses, si el diccionario dice verdad, escriben al dictado.
– ¡Vaya por Dios! Ahora resulta que la niña de mis ojos sale respondona y se atreve a corregir la forma de hablar del autor de sus días, que para colmo se autotitula escritor. Y lo peor del caso es que tienes razón. Tocado, Kandahar, tocado, por no decir malherido. Y eso que te avisé y te pedí que no te ensañaras. Estoy a punto de echarme a llorar.
– No te preocupes. No es culpa tuya.
– ¿Ah, no? ¿De quién, entonces? Anda, dímelo.
– Del porro, papá, del porro.
– El porro y yo somos una sola y misma persona hipostáticamente unida con la inmensidad del cosmos.
– Estás piripi, papá. Y cuando estás piripi te pones muy gracioso.
– Piripi, en todo caso, de cannabis indica ( [4]). El alcohol pasó a la historia.
– De lo que sea. Encaja el golpe lexicológico consuélate pensando que yo también quiero ser escritora y vete a dormir.
– Encajo el golpe lexicológico, me consuelo pensando que tú también quieres ser escritora, digo Diego donde dije digo, te doy un beso paternal en la frente, me preparo otro chilón y me niego en redondo a irme a la cama.
– ¿Por qué?
– Porque aún no he terminado de copiar este revelador pasaje de mi primer libro. O quizá fue el segundo. O el tercero. O vete tú a saber. ¿Qué importancia tiene eso a estas alturas? Han pasado siglos.
Y puse la mano sobre el polvoriento volumen que aún seguía abierto en un atril colocado frente a mis rodillas.
– ¿Ves? -dije-. Amanuense o copista, te juro, Kandahar, que envidio la suerte de los monjes medievales que fundían las horas, el tiempo y la vida transcribiendo una y mil veces el texto del Apocalipsis de san Juan en la penumbra de sus celdas. Los escritores, y tú acabas de recordarme que te gustaría pertenecer a ese gremio, sabemos perfectamente que el artista puede aludir reproducir o, en el mejor de los casos, expresar pero nunca inventar ni añadir. De modo que copiemos, renacuajo, copiemos. Copiemos sin pudor con recochineo, a mansalva y a calzón caído.
– Te estás negando a ti mismo, papá. Lo que acabas de decir es casi lo contrario de lo que sostenías en tu primera novela ( [5]). Primera, esta vez, de verdad.
– ¡Qué buena lectora eres, Kandahar! Te lo agradezco en mi nombre y en el de mis colegas. Puedes estar segura de que todos nos sentimos halagados por tu atención. Y yo en especial.
– No seas cardo, déjate de ironías y responde a lo que te he dicho.
– No era un pregunta, sino una objeción.
– Pues refútala o acéptala. Tienes el deber de hacerlo.
– ¿El deber?
– Sí, el deber. Al fin y al cabo se trata de un asunto relacionado con mi formación profesional. Recuerda que eres mi padre y, en cierto modo también mi madre. No he conocido otra.
Era un contundente golpe bajo, y lo acusé. Cristina había muerto de cáncer cuatro meses después de que naciera Kandahar.
– Está bien, hija-dije bajando la mirada y enredando los dedos en las borlas de un estúpido cojín de pasamanería de hilo de oro y de plata comprado en un tabuco del Gran Bazar de Estambul-. Han pasado casi veintidós años desde que escribí aquello. Los suficientes para saber hoy que entonces me equivocaba, que confundía la realidad con el deseo, que la rosa amarilla de Borges y de Giambattista Marino era una hábil y estéril figura de dicción y que, en definitiva sólo Dios crea, Kandahar, mientras sus criaturas simplemente son creadas. ¿Hablabas antes, en broma, de formación profesional? Pues yo voy a hacerlo ahora en serio durante diez segundos. Los necesarios para decirte que aún estás a tiempo. Retírate. No seas escritora. No te condenes ni te resignes a vivir en un cementerio de elefantes. La literatura es una batalla perdida de antemano. Sombras nada más: eso es todo. ¡Ojalá me hubiese dedicado a la arqueología o a la decoración! Por lo menos, princesa, no me sentiría derrotado.