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– Tú lo sigues siendo, ¿no? Aquello te marcó.

– Sí, yo lo sigo siendo, aquello me marcó, el sol sale todos los días, Cristina murió, los compañeros de Ulises se dejaron embaucar por las sirenas, Nixon ganó las elecciones y los amigos piano piano, se fueron quedando entre los baches y por las cunetas del camino. Unos pusieron casa y familia, otros se engancharon al coche fúnebre de las drogas duras, algunos se hicieron yupis al servicio de una multinacional y los restantes entraron en el Psoe. ¡Qué panorama, Kandahar! Con razón te hablaba hace un momento de los cementerios de elefantes.

– No me has respondido, papá. Mucha labia y pocas nueces. Me has hablado de lo que ellas hacían y decían, pero no de lo que tú crees que se cocía detrás de todas esas pamemas.

– Porque no lo sé, Kandahar. Lo único que tengo claro a estas alturas es que no lo sé. ¡Ah la hembra misteriosa, como dice mi amigo Francisco de Oleza! Ningún varón ha conseguido entender jamás a ninguna mujer. Ese es el genuino significado y el auténtico mensaje de la parábola de Adán y Eva. Y yo, hija mía, soy entre los representantes de mi especie el que menos las ha entendido. De nada valen odios ni amores, filosofías ni abracadabras, psicoanálisis ni estudios de antropología. Sois un arcano indescifrable para nosotros, princesa, y lo mejor que se puede hacerte lo aseguro, es no meneallo. Así están las cosas así han estado siempre y así seguirán estándolo por los siglos de los siglos.

– El famoso velo de Isis que tan a menudo mencionas.

– No blasfemes ni profanes, Kandahar. Eso es otra historia.

– Quejica. Tampoco las mujeres comprendemos a los hombres.

– ¿A mí me lo dices? ¡Por supuesto que no nos comprendéis! Entre vosotras y nosotros todo se rige por el principio de la más estricta reciprocidad.

– Si volvieras a vivir…

– Estoy viviendo. No lo olvides. No seas racista ni petulante. No contemples olímpicamente el mundo desde la altura de la juventud. No creas que tener veintidós años es un mérito. La vida no se acaba a los cincuenta y tres. Ni a los ciento uno.

– Admitida la protesta y el rapapolvo. Si volvieras a nacer…

– Si volviese a nacer, Kandahar, sólo de una cosa estaría seguro: no habría mujeres en mi vida.

– ¿Serías un misógino?

– ¿Un misógino? No. ¡Qué disparate! Tergiversas lo que digo, te picas, te dueles en banderillas, barres para dentro, llevas el agua al jodido molino de los machistas y de las feministas. No se trata de eso, Kandahar. Yo no estoy tomando partido ni atizando el fuego de la discordia ni llamando a ninguna cruzada. Mi neutralidad en la guerra de los sexos es absoluta. Creo que los hombres a solas, o entre ellos, pueden ser odiosos o maravillosos. Creo que las mujeres a solas o entre ellas, pueden ser odiosas o maravillosas.

Y creo, por último, que tanto los hombres como las mujeres son siempre unos hijos de puta, cuando se emparejan, para la persona del sexo opuesto que ha tenido la desdicha de caer en esa trampa. ¿Me explico? ¿Entiendes ahora por qué, si naciese de nuevo, no sería un misógino aunque en mi vida brillasen las mujeres por su ausencia?

Es más: me gustaría reencarnarme en un cuerpo femenino. No me siento orgulloso de mi virilidad ni la veo como una especie de condecoración.

Mucho más cierto sería lo contrario. ¡Viva el yin y que se mueran los feos!

Me interrumpí para tomar aliento y Kandahar, haciendo honor a su naturaleza de gato, se coló como un buscapiés por la rendija.

– Muy bien-admitió-. Retiro la acusación pero ¿qué serías entonces? ¿Un homosexual?

– ¿Si volviese a nacer? No, princesa, no sería homosexual o, por lo menos, no abrigo ahora esa intención ni el asunto me quita el sueño. ¿De verdad quieres saber lo que sería? Pues sería un monje giróvago o un caballero andante. O en el peor de los casos, si no diese la talla exigida por tan altos menesteres, sería un clochard, un vagabundo de esos que duermen por las calles envueltos en papel de periódico.

– ¿Y el sexo?

– Ya veríamos. Usar y tirar o, sencillamente, cortármela, meterla en un frasco de formol y dejarla como exvoto en la capilla de cualquier santo milagrero. No seas freudiana, Kandahar. El sexo tiene mucha menos importancia de la que le damos en Occidente. Y para satisfacerlo, además, no es condición imprescindible la de enamorarse ni la de echarse novia, ni la de volverse loco por una tía, ni tan siquiera la de encoñarse, ni por supuesto la de tener siete hijos y un certificado de matrimonio. Conoces a una chica, te lo pasas bien con ella, ella se lo pasa bien contigo, chau, y a otra cosa. ¿Sabes lo que decía Rilke?

– No.

– Pues decía en no sé qué poema: a los amantes sólo les falta esto: / dejarse el uno al otro, /porque lo demás es fácil / y no hace falta aprenderlo. ¿Te gusta?

– Regulín regulán.

– Estás en tu derecho.

– ¿Me permites que vuelva a intentar aplastarte con una cita?

– Hiere.

– Antes, señor Ramírez, un par de preguntas.

Ahí va la primera: si estuviesen a punto de quemarse todos los libros de la historia del mundo y sólo pudieras rescatar de las llamas uno de ellos, ¿cuál salvarías?

– Sé generosa, no me angusties y autorízame a decir dos títulos.

– Bueno, pero sólo dos.

– Salvaría el Tao te king y la Baghavad -Me lo imaginaba… Segunda pregunta: entre todos los libros que me has ido dejando en la mesilla de noche desde que aprendí a leer, ¿cuál me recomendaste con más ahínco?

– La Baghavad Gita.

– Muy bien -dijo mi interlocutora con aire de triunfo-. Pues la cita con la que voy a aplastarte pertenece, precisamente, a ese libro de tus entretelas. Con tu pan te la comas.

Se levantó, fue hasta mi mesa, cogió el ejemplar de la Baghavad Gita que siempre estaba allí al alcance de mi mano, lo trajo, lo hojeó, dio con lo que buscaba, movió admonitoriamente el dedo índice en dirección de mi persona y leyó en voz alta:

– Con la aniquilación de la familia desaparecen las tradicionales prácticas piadosas; de su eliminación surge la impiedad que se enseñorea de todos los supervivientes.

Alzó los ojos, me escrutó con ellos tratando de medir las dimensiones del impacto que la cita del evangelio mayor del hinduismo había producido en mi débil carne mortal y añadió: -¡Chúpate ésa!

– ¿Y bien? -dije yo con deliberada frialdad y enarcando las cejas.

– ¿Cómo que y bien?-preguntó, entre indignada y estupefacta, la niña de mis ojos-. Lo que acabo de leerte se da de bofetadas con tu decisión de no emparejarte con ninguna mujer en tu próxima vida. ¿No conduce eso a la aniquilación de la familia?

– El núcleo de la familia no son los esposos sino los hijos.

– ¿Y cómo piensas tenerlos sin formar pareja? Las chavalas te dirán que nones o te los quitaran.

– Puede que sí, puede que no -canturreé burlonamente-. Ya veremos. Alá es grande.

– Te estoy hablando en serio, papá.

La noté escocida y decidí apaciguarla, pero dándole al mismo tiempo una pequeña lección de sabiduría oriental y de mala leche occidental.

– Me has desilusionado-comenté-. Antes te dije que eres una excelente lectora, pero voy a tener que retirarte el cumplido.

– ¿Ah, sí? ¿Y puede saberse por qué?

– Porque la Baghavad Gita no pone lo que has leído en boca de Krishna, sino de Arjuna. Supongo que no es necesario recordate, mi querida sabihonda, que es aquél, y no éste, quien lleva la razón y la voz cantante en el poema [10].

Kandahar abrió precipitadamente el libro que aún tenía en la mano, lo consultó y, sin mirarme, exclamó: -¡Sopla! Pues es verdad. No sé cómo he podido confundirme. Hubiera jurado que…

Fui caballeroso y magnánimo. No hurgué en la herida. No celebré el varapalo. Me limité a quitarle con suavidad el pequeño volumen, desencuadernado y requetesobado, lo abrí por su trigésimo primera página -era la edición de Roviralta Borrell impresa en México con fecha de mil novecientos setenta y uno-y dije: -Voy a leerte sólo dos de los muchos argumentos que el padre Krishna aduce para convencer al guerrero Arjuna de que su principal obligación consiste en ser fiel a sí mismo. Escucha…

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[10] La Baghavad Gita o Canto del Señor es un fragmento del Mahabharata escrito en forma de diálogo entre el dios Krishna y el príncipe Arjuna. Éste, obligado por las circunstancias a enfrentarse a un ejército en el que militan sus parientes, sus allegados y sus amigos, vacila antes de entrar en combate, resistiéndose a la idea de cometer lo que a él le parece un fratricidio. Entonces interviene Krishna, que le desvela los grandes secretos del universo, le explica lo que es el yoga y le convence de que lo mejor para él, y para la evolución del cosmos, es lanzarse a la batalla sin escrúpulos ni titubeos, acatando así los mandamientos de su karma y de su dharma. Ya hemos dicho lo que es el primero (vid. nota de la página 43). En cuanto al segundo, sepa el lector de estos pagos que los hindúes llaman dharma a la ley, en líneas generales y-en particular-al sentido del deber y al dócil y meticuloso cumplimiento por parte de cada persona de la misión que se le asignó (o que ella misma eligió) en el momento de venir o de volver al mundo. Entre todas las sagradas escrituras de la historia de las religiones la Baghavad Gita es, seguramente, el texto que mejor responde a las viejas y eternas preguntas de quiénes somos, adónde vamos y de dónde venimos. El mensaje de este evangelio mayor del hinduismo, como lo llama Dionisio, podría resumirse así: lo que no existe nunca podrá existir y lo que existe nunca podrá dejar de existir. (N. del e.)