Colocó la baraja frente a mí y me pidió que la cortase en siete montones contiguos y sucesivos. Recogió luego éstos en orden inverso, los apiló cuidadosamente y empezó a tirar las cartas. La primera en salir fue la del Ahorcado.
Volví a estremecerme. Herminio captó al vuelo lo que estaba pensando y dijo: -Tranqui, Robert Redford. Ya te he explicado mil veces que no hay naipes buenos ni malos o, lo que es lo mismo, que todos los naipes pueden ser buenos y malos. Depende de cómo salen de cuándo salen y de dónde salen.
Subrayó el dónde con la voz y, sonriendo añadió: -La posición es muy importante, Dionisio. Tenlo siempre en cuenta. El tarot es como la vida: un proceso en marcha que nunca se detiene ni se repite. Es el río de Heráclito, el agua del Tao la danza de Shiva. Ningún naipe, por sí mismo hace granero, pero todos ayudan al compañero.
Miré con atención la imagen de aquel hombre colgado por los pies y sumergido en un universo de agua intensamente azul y surcada por una profusa y vistosa tropilla de peces de colores.
– El Ahorcado-siguió Herminio-representa en líneas generales la inversión de valores, pero también alude a los sacrificios y sacramentos que conducen o pueden conducir a la iluminación. Y conociéndote, Dionisio, estoy casi seguro de que tu dichoso viaje tiene mucho que ver con esas vainas. ¿Me equivoco?
– No-contesté secamente.
Me sentía con el trasero al aire. Herminio no se limitaba a interpretar los dibujos de los naipes. También leía en mí.
– De momento-dijo-vamos a explicar esta carta así: es el anuncio o, quizá, el certificado de tu bautismo. Enhorabuena, Dionisio. ¿Qué nombre vas a imponerte?
Reconocí su estilo. Tenía la saludable costumbre de intercalar, entre col y col, la lechuga de una broma. Con ella quitaba hierro, bambolla y mordiente a la sobrecogedora severidad del tarot.
El segundo naipe fue el de la Rueda de la Fortuna. El nombre lo decía todo. Vi en su superficie un rostro extrañísimo que giraba excéntricamente alrededor de una especie de globo.
– El mapamundi-apostilló Herminio levantando la mirada hacia mí- es tuyo. Cómetelo cuanto antes.
En tercer lugar salió la Fuerza: un león de boscosa crin acariciado por una mano de mujer.
El vidente, más princesita y maricona que nunca, me contempló de arriba abajo con regodeo, retintín y gachonería, y dijo canturreando: -¿Qué será será?
Se calló, encendió con indolente e insolente pachorra un cigarrillo, dio una calada, volvió a mirarme con sorna y añadió: -No te pases de listo, chato, que no es lo que te imaginas. Esa mano de sedosa piel y de elegantes dedos de pianista no pertenece a ninguna de tus mujeres actuales, pasadas o futuras.
Me eché a reír.
– ¿Cómo lo sabes? -pregunté.
– Porque es mía, corazón, y no de tus pelanduscas.
– ¿La mano?
– Sí, la mano que acaricia en el naipe tu ruda pelambrera de rey de la selva. De modo que aplícate el cuento, abalánzate sobre mí y hazme muy pero que muy dichosa. ¡Brrr!
Y fingió que un escalofrío de placer le sacudía todo el cuerpo.
– Cuando vuelva de mi viaje-sugerí-. ¿De acuerdo?
Hizo un mohín, frunció los morritos, dejó caer graciosamente la cabeza sobre su hombro izquierdo y dijo:-Si no puede ser antes…
Pero inmediatamente recuperó la seriedad y la compostura para añadir: -Ojo con esta carta, Dionisio. Genéricamente significa que el ser humano sólo adquiere y desarrolla la fuerza…
Pensé, infantilmente, en el Jedi y en las películas de Spielberg sobre la guerra de las galaxias. Todos los adultos llevan un niño dentro.
– … cuando se canalizan hacia él, y en él se juntan y se funden, los dos grandes principios y polos complementarios, que no opuestos, de la vida: el masculino y el femenino, el yin y el yang, lo húmedo y lo seco, lo cóncavo y lo convexo, lo umbrío y lo soleado. Pero en tu caso machote, también podría significar otra cosa muy distinta.
Se calló y me miró expectante. Quería comprobar el efecto que me había causado su misteriosa insinuación.
Yo no parpadeé, no me inmuté, no moví un músculo. Le conocía como si lo hubiera parido en una de mis encarnaciones anteriores (la de san Pedro, quizá). No iba a darle el gustazo de caer como un besugo en el ingenuo garlito que me tendía.
Se resignó y dijo: -¿No quieres saber a lo que me refiero?
– Si tú lo consideras necesario…
Dejé, adrede, la frase en el aire y escruté el rostro de mi interlocutor con mirada inexpresiva.
– Cuando te pones odioso -dijo con visible despecho-, te pones odioso. Doy gracias a Dios de que no seas mi marido ni mi chulo. ¡Anda que lo que tienen que aguantar tus pobres mujeres! Unas verdaderas santas: eso es lo que son.
Y tú, Dionisio, un miserable Landrú del barrio de Malasaña. Seguro que has matado a más de una.
Seguí de guardia en mi garita: impertérrito mirando al frente e impasible el ademán. Herminio fingió que se secaba furtivamente una lágrima y dijo: -¡Pues te vas a enterar, cielito! Ese naipe significa, entre otras cosas, que ya no puedes seguir postergando durante más tiempo el estallido de tu feminidad. Hoy por hoy, tal como eres estás incompleto. ¡Deja de ser un germen de hombre partido por la mitad! ¡Acepta y desarrolla de una puta vez tu lado yin! No es una deshonra.
Todos los varones lo tienen. No vayas por el mundo como si fueras un pirata berberisco con barba de tres días y un garfio albaceteño en el muñón. Aprende a coser, a guisar, a planchar y si se tercia, a poner el culo en pompa. Nunca es tarde, Dionisio. Has usado y abusado de las mujeres. Lo que éstas podían darte y quitarte, cabronazo, ya te lo han dado y te lo han quitado. Y con creces. A partir de ahora no sacarás de ellas ni una migaja. Y a lo largo de tu viaje, si es que te decides a emprenderlo, menos. No lo olvides, porque no estoy hablando en broma ni puteándote, aunque tú creas lo contrario. Te lo digo por tu bien y por el bien de los tuyos, que tanto te importan. Te lo digo porque te aprecio no porque esté enamorado de ti. Aprende y empieza a ser hembra sin dejar de ser macho, Dionisio. Entonces, y sólo entonces, encontrarás lo que buscas, y también, quizá, lo que no buscas porque entonces, y sólo entonces, la Fuerza estará contigo.
Recordé el último tramo de mi conversación nocturna con Kandahar y dije: -¿No podría significar ese naipe, simplemente, que para salir del laberinto en el que me encuentro necesito, como Teseo, la mano y el hilo de Ariadna?
Me miró con indignación, casi con desprecio-pensaba, seguramente, que yo no tenía arreglo ni quería redimirme y que sólo trataba de curarme en salud para encontrar una coartada que justificase de antemano mi próximo ligue-y respondió coléricamente: -¡No me hinches más las pelotas! Ve donde tienes que ir y averígualo. Yo no puedo ni debo decirte más.
Y tiró con rabia otro naipe sobre el tapete de hule de la camilla.
– ¡Chúpate ésa! -exclamó.
Era la Muerte.
Tanta desolación debió de reflejar mi cara que el brujo, apiadándose de mí, puso afectuosamente su mano huesuda-como si fuese la de Ariadna-sobre la mía y dijo: -Tranqui, Robert Redford, tranqui, que tampoco esto es lo que parece. ¿Ves ese escarabajo ahí, huroneando bajo tierra, y ese trébol enorme que surge de la superficie de ésta?
Miré con detenimiento la carta y vi el animal y el vegetal a los que aludía Herminio. Saltaba a la vista que el uno no podía existir sin el otro.
Resoplé. Me sentía como si hubiese tomado una ración triple de ácido lisérgico con unas gotas de mezcalina y un pellizco de estramonio.
El brujo apartó su mano de la mía y comentó: -La Muerte, hermosura, es el símbolo de la transformación. Tú sabes mejor que yo, Dionisio que nada puede morir.
Sí, lo sabía. Dice al respecto una de las frases centrales y capitales de la Baghavad Gita: no hay existencia posible para lo que no existe ni puede dejar de existir lo que existe [11].