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Tus lectores te lo agradecerán y todos saldremos ganando. Pero con Jesús no se juega, hijo mío.

Existen cientos de millones de personas, aquí y también allí, en Oriente, para las cuales es lo más serio que hay en sus vidas. No lo olvides. Tu responsabilidad es grande y algún día te pedirán cuentas.

Hablaba con una energía impropia de su edad.

Era una mujer muy fuerte, aunque casi nunca sacaba las uñas. Sólo lo hacía en determinados momentos y siempre por causas nobles o en defensa de los suyos, pero no de lo suyo. El egoísmo y la injusticia le eran tan ajenos como la modernidad, la postmodernidad y el microondas.

– ¡A quién se lo dices, mamá! -protesté con escaso fuelle-. ¿Por qué crees que te he pedido consejo y que llevo años dándole vueltas al asunto sin tomar una decisión? Soy consciente de todos los riesgos que señalas. Tanto que no sé por dónde tirar ni a qué clavo agarrarme ni a qué Virgen ponerle velas.

– Déjate de historias y escribe una novela de aventuras. Es lo que mejor te sale. Zapatero, a tus zapatos.

– Me alegra que lo digas, porque eso es justamente lo que quiero escribir: una novela de aventuras.

– ¿Sobre Jesús?

– Sí, sobre Jesús. El personaje se presta, ¿no crees? Hay en su vida misterio, viajes, tensión, incertidumbre, emboscadas, buenos y malos, mujeres hermosas y mujeres piadosas, traidores, exotismo, ocultismo, tiranos, luchas políticas y religiosas, entrechocar de espadas, conspiraciones, Reyes Magos, leprosos, prostitutas, adúlteras, amor, dolor, muerte y hasta una resurrección.

¿Qué más se necesita? Están todos los ingredientes de las películas de Indiana Jones. Mi libro podría titularse La más hermosa historia jamás contada. ¡Lástima que Kipling se me anticipara y me robase el título!

– ¿Historia contada o por contar, Dioni?

Su olfato era infalible. Me había pillado. Tuve e reconocerlo.

– Por contar, mamá-admití.

Lo que equivalía a confesar que no me fiaba de nadie, ni siquiera de los evangelistas, y que mi propósito en lo tocante a Jesús era ponerlo todo patas arriba.

En ese mismo momento -mi quinqué también funcionaba-supe lo que a renglón seguido iba a escuchar de sus labios.

– Ya -dijo-. Te veo venir, Dioni. Eres un herejote y no tienes arreglo. ¿Para qué sirve menear ciertas cosas? Hazme caso: déjalas estar. Tu vida es cómoda. No te busques líos.

Eché mano de todo mi valor, que en aquel momento no era mucho, y me atreví a meter en danza uno de los argumentos que había utilizado en mi conversación con Jaime Molina.

– Las iglesias oficiales e institucionales -dije- funcionan como el consejo de administración de una multinacionaclass="underline" ven en Cristo una materia prima, lo explotan, lo monopolizan, lo acaparan, creen que han comprado la exclusiva y que, en consecuencia, tienen derecho a percibir y a reinvertir todos los dividendos. Algún día-y si no, al tiempo-veremos a los católicos, a los ortodoxos y a los protestantes dirimiendo sus querellas y esgrimiendo sus respectivos títulos de propiedad ante el Tribunal de La Haya. Tendríamos que denunciarlos por apropiación indebida por robo sacrílego y por secuestro de persona.

Papas, popes o pastores: ¡qué más da! Todos son cómplices en el mismo delito, aunque la intensidad de su participación en él sea diferente en cada caso, y todos ordeñan la misma ubre.

¿Vamos a seguir indefinidamente así? ¿Vamos a estar eternamente cruzados de brazos ante una situación que -nunca mejor dicho- clama al cielo? Alguien tendría que explicar a la gente que la religión es un hecho estrictamente personal que para hablar con Dios basta quererlo, que la luz del Espíritu no brilla sólo en el sagrario y que las Iglesias pueden ser, en el mejor de los casos órganos consultivos, pero no legislativos ni ejecutivos ni, menos aún, judiciales. Alguien debería denunciar lo que sucede y tomar cartas en el asunto. Alguien tendría que liberar a Cristo del zulo en el que lo metieron hace casi dos mil años y devolvérselo al pueblo, a la gente sencilla, a las beatas que bisbisean en sus reclinatorios y a los carboneros que se dan golpes en el pecho con fe ciega, a ti y a mí, a quienes aún no han oído hablar de él, a quienes le niegan o le minimizan, a quienes le buscamos, a quienes le rezamos, a quienes le necesitamos, a quienes le amamos, veneramos y adoramos.

– Y tú eres la persona llamada a hacerlo. Tiraba con bala, y no precisamente de fogueo.

Me defendí atrincherándome en el humor.

– Digamos -apunté con una sonrisilla de perro apaleado que mi interlocutora no vio-que podría formar parte del heroico comando al que se le encargara esa misión. Los geos del Espíritu o algo así. ¿Tú qué opinas? ¿Me viene ancho el papel o tengo suficiente musculatura para pegar un patadón en el tabique del zulo e inmovilizar a los secuestradores?

– ¡Ay, hijo mío, qué cosas tienes! -se limitó a argumentar mi interlocutora-. ¡Siempre corriendo delante del toro de la vida!

Comprendí que estaba en el buen camino y seguí en la brecha.

– ¿Qué significa ese agudo comentario?-dije-. ¿Sospechas, acaso, que tu primogénito no está a la altura de lo requerido por las circunstancias? ¡Mujer de poca fe, abre tus ojos y toca mis bíceps! Su tamaño y su dureza te convencerán de lo contrario.

– Mira, Dioni-me dijo como quien espanta una mosca-: lo que yo opine o deje de opinar es indiferente. Te conozco, porque te he parido y sé que la tentación es superior a tus fuerzas.

¡Ahí es nada! ¡Convertirte en abanderado, en cronista y en punta de lanza de la nueva cruzada que desbaratará las tropas clericales y la conjura del oscurantismo religioso para poner a Jesús en el lugar que le corresponde! Pronto te oiré decir, si es que no lo has dicho ya sin que yo lo sepa, que eres la reencarnación de Pedro el Ermitaño. Está en tu línea y en la línea de esa dichosa nueva era de la que tanto hablas y en la que tú y los que son como tú nos queréis enredar a todos. Confiemos en que no mueras de peste, como San Luis, frente a las murallas de Túnez. Rezaré por ti, y ya es bastante. Pero no me pidas consejos ni juicios ni orientaciones, porque sé que terminarás haciendo, como siempre tu santa voluntad. Ahora bien: me gustaría que caso de embarcarte por fin en la aventura, me prometieras una cosa.

– ¿Sólo una?

– Sólo una.

– ¿Qué quieres pedirme?

– Qué actúes con cabeza, con sentido común y con tiento para no ofender a nadie. Piensa que no todo el mundo es como tú. ¿Conoces a mucha gente que haya estado en Saigón? Tenías nueve encantadores añitos, Dioni, cuando te llevaste un buen rapapolvo de tu padrastro porque te pilló leyendo la Biblia sin expurgar traducida por Cipriano de Valera

– Era la única que había en casa.

– Sí, pero tus amiguitos no leían esas cosas.

Se conformaban con las aventuras de Guillermo o de Juan Centella.

– ¡Qué más querría yo que no ofender a nadie! Pero será difícil, muy difícil. En cuanto alguien, cristiano o no, se atreve a decir en público, y no digamos por escrito, lo que sinceramente y sin ningún ánimo de sembrar cizaña piensa sobre Jesús, y lo hace saliéndose del carril de la más estricta, putrefacta, aborregada y gazmoña ortodoxia, mil o dos mil millones de personas sedientas de sangre se rasgan las vestiduras y se le tiran directamente a la yugular. De todas formas, y no sólo porque tú me lo pides, mamá, sino también por la cuenta que me trae, puedes estar segura de que seré exquisitamente respetuoso [24] y me andaré con pies de plomo para que nadie se dé por herido ni por ofendido. Te doy mi palabra de que si aún estoy deshojando la margarita del libro sobre Jesús es, entre otras cosas, porque no quiero turbar a nadie. A nadie, mamá, ni siquiera a mí mismo. No te olvides de que yo también entro en el cupo ni de la edad que tengo ni del colegio donde, por decisión tuya, estudié el bachillerato. Lo digo porque salta a la vista que cuando un españolito de mi generación y de mi formación se pone a hurgar en la vida y en las obras de Jesús, está hurgando en su propia infancia. Se remueven dentro muchas cosas, mamá.

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[24] Vid. F. Sánchez Dragó, Las fuentes del Nilo, Ed. Planeta, Barcelona, 1986, pp. 36 y 37. (N. del e.)