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– Tomo nota, Jaime. Ya lo sabía, pero lo tendré en cuenta. Seguro que voy a necesitar ese consejo.

– ¿Me permites que añada a lo dicho otra respetuosa sugerencia?

– Aunque no te lo permita, me la harás.

– No vuelvas a escribir El camino del corazón. El éxito puede ser una trampa y nunca segundas partes fueron buenas.

– Con excepción del Quijote. Pero descuida.

Habíamos quedado en que esta vez escribiré El camino de Damasco.

– Me parece perfecto. ¿Todo en regla, Dionisio?

– Todo en regla.

– Buen viaje. Escríbeme, aunque sólo sea una postal de pascuas a ramos.

– Será difícil, tiburón. Bastante tengo con el libro. Cuídate.

– Adiós, Pedro-dijo.

– Adiós, Judas-dije.

Y colgué.

El jueves veintiocho de marzo, día de santa Esperanza, llegué al caótico aeropuerto de Barajas con una mochila al hombro en la que previamente había metido-además de lo estrictamente necesario, que no era mucho, para hacer mis abluciones matinales y nocturnas, para no interrumpir mi régimen dietético de santón de la nueva era obligado a predicar con el ejemplo y para cubrir sucintamente mis carnes y mis vergüenzas- un libro que recogía, en la medida de lo posible todos los evangelios habidos y por haber: los canónicos, los apócrifos propiamente dichos, los papiráceos, los dualistas y los gnósticos. No pensaba leer nada más a lo largo de mi viaje, cualesquiera que fuese la duración de éste y excepción hecha de los documentos relativos a Jesús que el azar, el destino, la buena o mala suerte y mi olfato pudieran poner ante mis ojos. Nada, he dicho, ni-a ser posible-la prensa. Quería concentrarme en lo esencial, quería coger el toro por los cuernos, quería volcarme a volapié sobre los morrillos del Minotauro. Que el mundo, el demonio y la carne, por unos meses, dejaran de existir.

Jesús de Galilea y yo, Dionisio Ramírez, solos de tú a tú, cara a cara, codo a codo, frente a frente. Sin intermediarios, sin curas, sin teólogos. Sin madres, hijos ni esposas. Sin ideas previas ni propósitos preconcebidos. A pelo. Con la verdad y nada más que la verdad por delante, pues sólo ella-lo decía el discípulo amado y yo lo había aprendido, gracias a Dios y a la inscripción que adornaba el pórtico del colegio del Paular [27] durante mis años infantiles-nos haría libres.

Libres y, valga la redundancia, verdaderos.

Para subir al avión tuve que someterme a un registro tan minucioso, tan estúpido, tan humillante y tan intestino, por así decir, que tentado estuve de armar la marimorena, de gritar a pleno pulmón que le tocaran los huevos al hijoputa de su padre y de presentar una airada protesta ante la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas. Pero cuando ya estaba en el disparadero lo pensé mejor, me callé, tragué, sonreí e, indudablemente, acerté.

Acerté, entre otros motivos, porque llevaba sesenta y tres gramos de hachís cero cero de las montañas del Rif embutidos en un condón de triple refuerzo en la punta y metidos a fuerza de perseverancia, aguantoformo y mucha vaselina en el agujero del culo.

Todo, por fin, se arregló. Los sabuesos de los servicios de seguridad israelíes, que parecían nazis, llegaron a regañadientes a la para ellos triste conclusión de que yo no formaba parte de ningún comando palestino y me permitieron subir al Boeing 737 que en cosa de cinco horas, si todo iba bien y no nos secuestraban, me depositaría sano y salvo -aunque con el trasero ligeramente desportillado y francamente dolorido-en las ramplonas y modernísimas instalaciones del aeropuerto de Tel Aviv.

Ya dentro del avión, y moviéndome por sus pasillos con los muslos bien prietos y sin levantar los zapatos del suelo para que no se saliera el hachís, le guiñé el ojo a una azafata que parecía haberme reconocido y conseguí que me adjudicara -desentendiéndose olímpicamente de lo que decía mi tarjeta de embarque- un asiento de ventanilla en la última fila de butacas. Siempre procuraba hacerlo así. Alguien, muchos años atrás, me había explicado sigilosamente -como si los dos fuéramos masones, templarios o cartujos-que en caso de choque, de despiste del piloto o de avería los pasajeros instalados en la cola del avión tenían muchas más posibilidades de salvar el pellejo que sus compañeros de vuelo y de catástrofe. Probablemente era falso, pero en la duda…

Me acomodé en el angosto asiento con un vivo gesto de dolor procedente de las posaderas, abrí al azar el libro de los evangelios -me salió el capítulo decimosexto de Mateo, que se titulaba (¡vaya por Dios!) La piedra fundamental de la Iglesia-y miré de reojo y con algo de angustia la torre de control del aeropuerto mientras los motores del boeing rugían y el asfalto empezaba a deslizarse bajo sus ruedas.

Eran las doce y veinticinco de la mañana, hacía sol, soplaba con fuerza el viento y yo me sentía como si fuese Stanley cuando en mil ochocientos setenta y uno salió de París para buscar en Tanganika al doctor Livingstone y, sobre todo para encontrarse con su destino.

II EUCARISTÍA

CUADERNO DE APUNTES
(Palestina, Egipto y la India, primavera y verano de 1991)

Hoy, antes del alba, subí a la colina, miré los cielos apretados de luminarias y le dije a mi espíritu: cuando conozcamos todos esos mundos y el placer y la sabiduría de todas las cosas que contienen, ¿estaremos tranquilos y satisfechos? Y mi espíritu dijo: no, ganaremos esas alturas sólo para seguir adelante.

WALT WHITMAN

Los espartanos no preguntaban cuántos eran los enemigos, sino dónde estaban.

ANÓNIMO

Yo soy un moro judío que vive entre los cristianos y no sé cuál es mi Dios ni quiénes son mis hermanos.

CHICHO SÁNCHEZ FERLOSIO

Jerusalén Viernes 29 de marzo de 1991

¿ME DISPONGO A ESCRIBIR UNA NOVELA y es ésta su primera línea? No lo sé aún. El tiempo lo dirá y las Alturas -los administradores e intendentes del karma-lo decidirán después de echar un vistazo a la balanza del debe y el haber relativos a las malas y buenas acciones realizadas por mí a lo largo de esta reencarnación y de todas mis vidas anteriores. Pero sí sé que, en cualquier caso, no voy a escribir de momento-eso ya se andará, si es que se anda-un libro sobre Jesús de Galilea, sino sobre un novelista en crisis absoluta con el mundo que quiere y no quiere escribir un libro sobre Jesús de Galilea.

Quiere, no quiere, puede, no puede, debe, no debe, sabe, no sabe…

Nací bajo el signo de Libra. Soy, por ello, como el asno de Buridán: un indeciso crónico que se moriría de hambre si tuviese que elegir entre dos parvas de heno del mismo tamaño o entre dos besugos de idéntico trapío. Aprendí a nadar sólo porque el gracioso (o hijoputa) de turno me tiró de un empujón a una piscina cuando yo era niño. Sin aquel estimulante aguijonazo, que me obligó a tragar dos litros de agua con cloro y pis de los bañistas, sería hoy un marinerito en tierra, un aventurero de secano.

Son las once de la mañana, hace sol y estoy sentado en la terraza del hotel King David-que parece una fortaleza del tiempo de las cruzadas, y en cierto modo lo es-frente a un triste servicio completo de té anglocabrón sin aroma de clavo y cardamomo. El suelo, recién baldeado, está húmedo. Los camareros trajinan entre las mesas.

Desde mi sillón de mimbre veo las murallas de la ciudad vieja y, al parecer, santa. Aún no he entrado en ella. Ayer por la tarde recalé en este hotel de ricachones y de empleados de compañías aéreas -me trajo, de hecho, la azafata del boeing… Infinita fue mi torpeza al guiñarle el ojo- y aquí seguiré hasta pasado mañana. Ya he conseguido alojamiento, gracias a los buenos oficios de mi madre, en la Casa Nova (y albergue de peregrinos) de la orden franciscana, que está en el barrio cristiano de la ciudad vieja, a muy corta distancia de la Puerta de Jaffa. Pero hasta el mediodía del domingo, con indescriptible falta de entusiasmo, tengo que quedarme aquí. La azafata, que para mayor recochineo de los dioses se llama Verónica, así me lo ha pedido. ¡Qué cruz! Y, encima, en Jerusalén. Jaime dirá que soy un chulo por insistir en ello, pero -efectivamente-mis novias tienen razón: no se me puede dejar solo un momento. Bien empezamos. ¿Voy a pasar el resto de mi vida (y de este viaje) saliendo, como siempre, de Málaga para entrar en Malagón? Dios no lo permita. Si el sexo me aburre, me desvía y me desgasta, ¿por qué una y otra vez embisto como un chicuelo a todos los trapos que me ponen delante? Es casi por ridículo que parezca, como un gesto mecánico de buena crianza: los modales que de niño me enseñaron en el colegio del Paular me obligan a aceptar las provocaciones, los desafíos y las guerras sexuales. No se desaira a las señoras. Y si están tan ricas como la azafata del boeing, menos. Tetas voluminosas, tobillos y muñecas estrechos, cintura juncal, culo poderoso y ni un soplo de aire entre los muslos: ¿cabe pedir más? Sí, cabe, pero rara vez van juntas la belleza, la sensibilidad y la inteligencia. La perfección no es de este mundo. Y, por otra parte, tampoco es necesario ni conveniente convertir la cama en una sucursal de la escuela de Atenas bajo Pericles.

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[27] Vid. F. Sánchez Dragó, Las fuentes del Nilo, p. 280.(N. del e.)