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Pero el remedio fue infinitamente peor que la enfermedad. Mis invisibles agresores, al verme protegido por sus verdugos, se multiplicaron y se ensañaron. Decenas de manos anónimas surgieron de todas partes y cada una de ellas escondía una piedra en el puño. El tiroteo fue graneado y certera la puntería. El único cristal del coche que salió milagrosamente indemne fue el del parabrisas. Me sentí ridículo, torpe, maniatado e indefenso. No podía hacer nada, no podía ni siquiera decirles que era español, que venía de la tierra de sus antepasados andalusíes y que mi corazón y mi pluma estaban con ellos. La escolta me acompañó hasta la salida del pueblo y el cabo que la capitaneaba me dijo que hundiese la cabeza entre los hombros y que acelerase, porque aún me quedaban por delante quince kilómetros de territorio en pie de guerra y de intifada en bruto.

Luego me estrechó la mano y me deseó suerte. La tuve, gracias a Dios, porque sólo recibí otra pedrada, ya en la linde del mundo roturado y presuntamente civilizado. Volví a respirar abdominalmente en ocho tiempos y poco a poco fui recuperando la serenidad.

Tomo nota. Ha sido una de las experiencias más duras y menos gratificantes de mi vida de escritor aventurero. Y esta vez sin el consuelo de los turrones de Mira y del decimito para el gordo de navidad. Lo digo porque ni siquiera en Saigón durante la ofensiva del Tet -que desencadenó la fase álgida de la guerra del Vietnam- me sentí tan deshabitado, tan asustado, tan fuera de mi quicio, de mi norte y de mi alma. Es cierto: el mundo se ha vuelto loco. ¿Dónde venden pasajes para volar al territorio de la cordura? De sobra sé que en ninguna parte, pero a pesar de ello me voy allí. Hasta nunca.

Domingo 29 de abril

Paso el día en Nazaret.

Un poblacho. No sé por qué he venido a verlo.

Todo lo que se nos ha dicho sobre este lugar dejado de la mano de Dios (sic) es falso. Pésimas vibraciones. Mezquindad. Intereses creados de, por y para la clerigalla. No busques aquí a Jesús peregrino. Ni lo encontrarás ahora ni estuvo nunca. O, si alguna vez vino, fue de paso. Como yo.

Desgracia llama a desgracia: un guardia municipal (judío, naturalmente) se ha insolentado conmigo y me ha puesto una multa por aparcar el coche a la remanguillé delante de la Basílica de la Anunciación, que es un adefesio arquitectónico de notable envergadura. Lo que me faltaba. Cojo el portante y tomo el olivo no sin reiterar lo que dije ayer: hasta nunca.

Lunes 30 de abril

Días de poco, vísperas de mucho. El tiempo ha cambiado y todos los vientos son favorables.

Estoy en Safed: un nido de ave migratoria acurrucado en las montañas. A sus pies, Galilea: tierra dulce, tierra de pan llevar, tierra de labrantíos, de guerreros, de colinas y de horizontes infinitos. Me recuerda en muchas cosas a Castilla y yo, en Castilla, siempre me encuentro bien y a menudo soy feliz.

Aquí, en Safed, se refugiaron ciento ochenta y tres familias sefardíes cuando la barbarie étnica, religiosa, ideológica y cultural de los Reyes Católicos segó en flor el vergel de las tres Españas y expulsó de un país que era tan suyo como nuestro a los moros y a los judíos.

Aquí, en Safed, instalaron los cabalistas españoles la primera imprenta que funcionó en el continente asiático.

Aquí, en Safed, sobrevive hoy lo mejor del microcosmos israelí al arrimo de un lugar encantado e hibernado en el que sólo tienen cabida el estudio, la fe, la oración, la calma y el recogimiento.

Aquí, en Safed…

Cielos altísimos y purísimos, empinado laberinto de calles y plazuelas adoquinadas, patios de sabor andalusí, edificios de cal y canto colgados de las faldas de la cordillera, pintores, escritores, investigadores, místicos, numerólogos, hermeneutas y guardianes de sinagogas que hubiesen enamorado a Fray Luis.

Y en una de ellas, entre rollos, librotes, cartapacios y escrituras de abrumadora antigüedad, me topo con un cabalista askenazi y bonaerense -es el tercer argentino que se me cuela en los apuntes de este cuaderno-que vive aquí desde hace más de una década, alejado del mundo y entregado al estudio de la cábala y al cultivo de su huerto. Tiene cuarenta y siete años, se llama Jacobo, es tímido y suave, habla con un hilo de vozno gesticula, se interesa sólo por lo que el ojo no ve y esconde, pese a ello, una vivacísima mirada de roedor detrás de unas gafitas redondas de montura de carey. Sus opiniones y sus revelaciones sobre el Galileo-apodo de Jesús que frente a estos parajes aumenta de estatura y alcanza su verdadera dimensión- están ya metidos en un abultado sobre que mañana enviaré a Kandahar.

Me encuentro a gusto. Pasaré aquí unos días.

He descubierto un hotel mínimo y fantástico, de los que ya no quedan, en el cogollo del Barrio de la Sinagoga. Se come mal, como en todas partes, pero esta noche me resarciré en casa de Jacobo, que ha tenido el detalle de invitarme a cenar.

¿Habrá bife de chorizo? ¡Mmmm! Salgo escopeteado hacia allí.

Martes 1 de mayo

Del monte en la ladera / por mi mano plantado tengo un huerto, / que con la primavera, / de bella flor cubierto, / ya muestra en esperanza el fruto cierto.

Safed me hace pensar en Fray Luis. Sus heptasílabos y endecasílabos se me vienen una y otra vez a la memoria y a la punta de la lengua.

Anoche estuve paseando con Jacobo hasta que las estrellas empezaron a apagarse. Me dijo muchas cosas, yo también se las dije a él y confluimos los dos en una ínsula quijotesca, imaginaria, lateral y sacramental en la que no se oía el tictac del tiempo.

Allí, en un momento dado (y fijado, seguramente, por Aquel que en todo nos sobrepasa), Jacobo se colocó en silencio detrás de mí-yo estaba sentado, como Pedro, en una piedra y frente a nosotros se abría el abismo-, extendió sus afiladas manos de artista sobre la parte superior de mi cabeza, sin tocarla, y al cabo de unos instantes dijo como si Moisés hablara por su boca: -Aquí dentro hay un laberinto, amigo Ramírez. Recórralo y vuelva luego a su país, compre un trocito de tierra junto a un río, si no lo tiene ya, y construya en él, con macizos de flores, pasto y arbustos, otro laberinto, esta vez visible y tangible. Procure que sea una fiel reproducción del que ahora tiene en la cabeza y recórralo a menudo siempre que pueda, especialmente por la tarde, cuando el sol empieza a declinar. Le garantizo que si lo hace, será feliz, entenderá el sentido de la existencia y encontrará lo que anda buscando.

Curioso, verdaderamente curioso, porque yo no le había hablado de mi obsesión por el laberinto ni de la relación existente entre la búsqueda de su centro y mi viaje.

Seguiré el consejo de Jacob. En sus palabras se percibía el latido y el centelleo de la verdad de lo que no se discute, de lo que es. Y, por añadidura, dispongo efectivamente de un huertecillo que Fray Luis no hubiese desdeñado en el término burgalés de Covarrubias, a orillas del Arlanza. Allí plantaré mi laberinto.

Eran más de las cuatro de la mañana cuando nos fuimos a dormir. En el fondo del firmamento sólo brillaba ya el planeta Venus, oscurecido por la luz difusa y lechosa del amanecer. Yo estaba como ido, como arrobado, como… Recé un padrenuestro y me acordé-con una sonrisa de incredulidad, de extrañeza y de piadosa repulsa- de las hordas de energúmenos sindicalistas y peseteros que en tal día como hoy, uno de mayo, se echarían a las calles y plazas del ruedo ibérico y occidental para defender con gritos coléricos e infantiles las sinrazones de quienes creen que sólo se vive de pan.

Fray Luis, a quien esa sórdida filosofía habría repugnado, escribió al respecto: a mi una pobrecilla / mesa de amable paz bien abastada / me basta…

Y a mí también. Lo juro por la salud de mis tres hijos poniendo la mano y el corazón sobre el I Ching.

Miércoles 2 de mayo

Jacobo me ha hecho un regalo de incalculable valor. Anteanoche, mientras paseábamos por las calles de esta ciudad no sometida a las leyes del tiempo y del espacio, salió a relucir mi ángel de la guarda-Sócrates y la cultura griega lo llamaban daimon familiar-no recuerdo ahora a santo de qué. Y al explicarle que su nombre es Jay [36]mi interlocutor abrió desmesuradamente sus sagaces ojillos de mangosta de Kipling, se quitó el solideo para rascarse la coronilla con visible turbación y manifiesta emoción, y me explicó-enésima causalidad-que así, Jay, se denomina en hebreo una de las cuatro letras que forman el tetragrammaton o nombre innominable de Dios.

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[36] En Las fuentes del Nilo, novela-ya citada en varias ocasiones-que cuenta la infancia y la primera adolescencia del protagonista de este libro, se lee lo que sigue: «EI sarampión empezaba a ceder. Dionisio pasó el resto de la enfermedad, convalecencia incluida, platicando y discutiendo una hora tras otra, y un día tras otro, con su mejor amigo, que se llamaba Jay y era persona -o duende- notable por muchos motivos: por su edad indefinida e indefinible, por lo diminuto de su tamaño o de su falta de tamaño (residía habitualmente debajo de la lengua de Dionisio), por su invisibilidad o transparencia (que lo era-tajante-para todo el mundo, menos para el niño, capaz de verlo a veces-sólo a veces-en forma de chiribitas o burbujas de colores), por su sabiduría prácticamente universal y algo socrática, por su voz inextinguible e inaudible (que sólo Dionisio percibía), por su lealtad a toda prueba y por su condición de cuerpo o entidad gloriosa que nunca necesitaba dormir ni comer ni descansar ni menos aún inventarse Alicias para entrar en el mundo del espejo. Cualquier observador imparcial o futuro psicoanalista -América aún no los exportaba-hubiese pensado que Jay era Dios en persona o, en defecto de éste, una proyección embellecida de la conciencia de Dioni (o quizá de su extravagancia), pero el niño sabía-y lo decía, puesto que Jay nunca fue un secreto para nadie-que no, que su amigo formaba parte de la creación, existía por sí solo y estaba alojado en el tiempo. De ahí precisamente, su carácter maravilloso)) (op. cit., p. 82). Vid.

Véase también p. 175 en la presente obra. (N. del e.)