Significa, dijo, el Viviente. Y no añadió nada más, pero se le veía muy impresionado.
Hoy, de hecho, me ha traído una reproducción de esa letra fabricada en oro por un orfebre amigo suyo y acompañada por una cadenita del mismo metal para que pudiese colgármela del cuello, cosa que me he apresurado a hacer. E inmediatamente me he sentido mejor.
Dios me ha dado ese talismán y Dios me lo quitará algún día, cuando ya no lo necesite. Siempre ocurre así. Son ya muchos los amuletos que han entrado misteriosamente en mi vida y que no menos misteriosamente han salido de ella sin avisar. De momento, y hasta nueva orden, lo llevaré encima a todas horas y no me lo quitaré ni siquiera para irme a la cama, solo o acompañado.
Y, naturalmente, recordaré su presencia junto al chakra del corazón y percibiré su energía cada vez que recorra el laberinto de mi huerto al atardecer.
Viernes 4 de mayo
Mar de Tiberíades, Cafarnaúm, Iglesia de la Multiplicación de los Panes y los Peces, Iglesia de la Primacía de San Pedro, Monte de las Bienaventuranzas…
Y punto culminante, hasta ahora, de mi peregrinación en busca del Rey de Reyes. Aquí estuvo, está y estará por los siglos de los siglos mi buen Jesús de Galilea. Aquí se le siente, se le respira, se le toca. Aquí se iluminan todos los rincones oscuros, ambiguos y contradictorios de su mensaje. Aquí se encuentra el cristiano -no sé el católico-como pez en el agua.
He tenido suerte. Me alojo, desde ayer, en el Hospicio del Monte de las Bienaventuranzas, establecimiento delicadamente gobernado por las monjitas de la Orden de San Francisco. Podría quedarme aquí mil años, si la vida y el Señor me los concedieran. Desde la ventana de mi habitación veo el lago, el horizonte y los árboles que rodean las ruinas de Cafarnaúm. Anoche, sin poderlo evitar, visualicé -¡vaya! El argot de la Nueva Era ataca otra vez-algunos de los episodios más significativos de los evangelios, localizados casi todos en las proximidades de mi atalaya. A saber: la multiplicación de los panes y los peces, el paseo de Jesús sobre la superficie del lago, el comienzo de su vida pública y de las lecciones recibidas e impartidas en la sinagoga, la primera alusión al sacramento de la eucaristía, los milagros del leproso, del criado del centurión, de la madrastra de Pedro (que, según los maestros ascendidos, también lo fue mía), del paralítico y del endemoniado, y-sobre todo, sobre todo, sobre todo-el Sermón de la Montaña, que es a mi juicio el pasaje más significativo de las Sagradas Escrituras y el momento más importante -después de la creación ex nihilo- de toda la historia universal.
Domingo 6 de mayo
Sor Margherita es veneciana, pasó la edad del pavo y la adolescencia en Perú, ingresó hace la friolera de cuarenta y dos años-tenía entonces dieciocho- en la orden franciscana, habla perfectamente español, fue misionera en Uganda bajo el régimen de Idi Amin y ahora vive, medita, reza y trabaja en este convento. Es una persona verdaderamente angelical, de esas que te reconcilian -por muy amargado que estés o muy escéptico que seas-con el mundo, con tu rostro en el espejo, con tus semejantes y, en este caso, con la Iglesia.
Es culta y abierta, sensata y emotiva, tiene piel de adolescente, nada de lo humano ni de lo divino le es ajeno y sigue a rajatabla las normas del camino del corazón, que se parecen mucho a las leyes de la andante caballería.
Le gusta hablar en español y siempre se sienta a mi lado durante la cena en el refectorio del hospicio para contarme lances, anécdotas e historias de su aperreada y maravillosa vida. Paese che vai, gente che trovi, [37] dicen sus compatriotas. Escucharla es para mí un premio, una delicia, un bálsamo, un ejercicio de hipnosis. Lo haría durante horas. Con diez personas como ésta habría salvado Lot las ciudades de Sodoma y Gomorra. La aventura de la vida y el noble arte del encuentro con el prójimo animan, articulan y sostienen sus palabras. Sor Margherita y yo somos (y nos sentimos) cristianos de la misma sangre y de la misma escuela. Gracias, hermana. No te olvidaré nunca.
Martes 8 de mayo
Increíble, sencillamente increíble: llevo dos noches encontrándome de tapadillo con una monja de piel de nácar en la penumbra de mi dormitorio. Y lo que te rondaré.
Tiene la edad de mi hija mayor: veintiún años.
Su belleza y su pureza son tan grandes como su fogosidad, su imaginación y su lascivia.
Nunca me había sucedido nada igual. Había soñado con ello, sí, pero platónicamente, como soñaba Segismundo en su cueva.
¿Qué he hecho yo para que los dioses me recompensen de esta forma?
Y ni una palabra más. Soy un caballero.
Viernes 11 de mayo
Anoche vi a Jesús y Jesús me habló. Es la primera vez que me sucede.
Fue en el Monte Tabor, a quinientos ochenta metros de altitud sobre el nivel del Mar de Tiberíades y con toda la geografía de Galilea alrededor de las plantas de mis pies.
Había subido hasta allí con una linterna, un saco de dormir, el libro de los evangelios y la firme voluntad de transfigurarme siguiendo los pasos del Maestro. Nada menos que tres evangelistas -quórum más que suficiente- cuentan que vieron en esta cumbre (cuyo topónimo significa ombligo, porque está en el centro de Galilea y del mundo) al Hijo de Dios charlando de tú a tú con los profetas Moisés y Elías. Dice, verbigracia, Mateo: Su rostro-el de Jesús-se puso resplandeciente como el sol y sus vestidos blancos como la nieve [38]. Y añade: Todavía estaba Pedro hablando, cuando una nube cegadora vino a cubrirlos; y al mismo tiempo resonó desde la nube una voz que decía: Éste es mi querido Hijo, en quien tengo puestas todas mis complacencias [39].
Hasta los más incrédulos entre los incrédulos reconocerán, supongo, que tres testigos son muchos testigos. Ni siquiera el apóstol Tomás se atrevería a poner en tela de juicio su palabra.
Decía… Decía que anoche se me apareció Jesús de Galilea.
Y punto. En boca cerrada no entran moscas ni por ella salen las que ya estaban dentro.
Sábado 12 de mayo
Un restaurante moro plantado frente al agua del Mar de Tiberíades. Pido un pez de San Pedro -así lo llaman. Es la especialidad gastronómica de la región-cocinado a la parrilla. Me lo traen hinco en él el tenedor y los incisivos, e inmediatamente empiezo a sentirme aprendiz de caníbal.
De lo mío gasto, ¿no? Eso pensarán los maestros ascendidos.
Practicar la antropofagia con uno mismo, aunque sea disfrazado de pez de agua dulce y filtrado por diecinueve siglos de demora kármica debe de ser una especie de incesto con tres circunstancias agravantes: el onanismo, la gula y la necrofilia.
O sea: lo que me faltaba. Nunca he sido menos santo que en este viaje hacia la santidad.
Drogas y mujeres a tutiplén. Y hasta un polvo, no sé si sacrílego o sagrado.
¿Un polvo? Una ristra de polvos, quería decir.
Eso sí: esta vez llevaré en el pecado la penitencia, porque seguramente no volveré a ver nunca más a la monja lasciva del Monte de las Bienaventuranzas. Otros peregrinos llegarán y me sustituirán. Ley de vida… ¡Malhaya!
Una de las mayores barbaridades perpetradas por la madre Iglesia (y por casi todas las iglesias con minúscula laicas o religiosas) es la identificación del placer sexual con el pecado. ¡Qué dislate y cuán inicua, inútil y contraproducente provocación! Entre dos cuerpos adultos todo está permitido, todo, a condición de que sus respectivos propietarios lo acepten y lo deseen.