Los datos de peso paganizante que obran en mi poder -y que aún no he tenido tiempo ni ganas de procesar… Perdóname la barbarie de este anglicismo electrónico-podrían ser el fruto de una manipulación similar a la que mecánicamente, sin que sus autores lo pretendieran, sufrieron los evangelios sinópticos (el de San Juan es otra cosa), escritos los tres por judíos de pura cepa que estaban congénita y arquetípicamente dominados por los usos y costumbres de su entorno, por el sistema de valores de su raza y por la agobiante idea de Yahvé.
Mas no por ello, si se demostrara la existencia de un complot pagano (le tomo prestada la expresión-sacándola de contexto-al bueno de Escota) [44], el Jesús que propongo dejaría de ser mi Jesús. Cuestión de simpatía, en el sentido filosófico y fisiológico de la palabra. Cada cristiano y cada loco con su tema. En esta universidad sólo cabe matricularse por libre. El Cristo histórico-o el Cristo real-sería entonces el que surgiera en el punto de intersección de todos los Cristos personales. De oca en oca y tiro porque me toca. Lo único que pido, Fernando, es que los judaizantes nos respeten a los paganizantes del mismo modo que nosotros los respetamos a ellos.
No he venido a traer la guerra, sino la paz. En el Templo y en el regazo de Dios hay sitio para todos.
Y ahora -brevemente, porque el crepúsculo ha terminado, las pirámides han desaparecido y la gazuza arrecia-sigo con el relato de mi viaje.
Cumplida satisfactoriamente la misión que me había llevado hasta el monasterio de Santa Catalina, y recuperada en ese lugar la salud después del arrechucho padecido en el desierto, me vine a El Cairo y pasé aquí un par de semanas deliciosas junto a dos antiguos compañeros de andanzas tercermundistas Javier Ruiz y Federico Palomera. Los dos están destinados en Egipto.
Que sea por mucho tiempo.
Y ahora viene el plato fuerte del viaje.
Invoqué a Hermes Trismegisto, respiré abdominalmente en ocho tiempos, tiré aguas arriba -de falúa en falúa, de balsa en balsa, de chinchorro en chinchorro- por el Nilo, acampé dos o tres días en el Fayum (quería olfatear el escenario en el que estuvo el celebérrimo laberinto del lago Moeris, que hoy se llama Karun y en cuyas orillas también vivaquearon los esenios: tres mil cámaras distribuidas en varios niveles, según Herodoto, en las que el dios Anubis recogía las almas de los difuntos y las conducía por medio de un hilo hasta el alto tribunal de Osiris. Dicen que Dédalo se inspiró en este monumental palacio de tinieblas para construir en Creta, por encargo del rey Minos, la legendaria prisión de seguridad -diríamos ahora- del monstruoso Minotauro)…
Y, como de costumbre, me he perdido. ¿Por dónde y hacia dónde iba?
Todos los caminos de Egipto y todas las rutas del Nilo llevan a Karnak, a Luxor, al Valle de los Reyes. Arribé allí, después de una larga y azarosa travesía, y me demoré sólo el tiempo necesario para descargar el excedente de energía erótica, reponer los kilos perdidos y explorar -tanteando con el pie-los esteros y riberas de ultratumba.
Mujeres, templos, sepulcros, dátiles, visiones y dolce far niente. No pido más. Con eso me conformo.
Seguí remontando el río más hermoso de la tierra y llegué adonde nunca había llegado antes: a Assuán, al alto Nilo, a las cataratas, a las Grandes Dunas, al último mojón del horizonte, a los templos y lugares de poder de Nubia…
Y allí, Fernando, doblé la esquina más peligrosa de mi existencia y me enfrenté a la prueba más dura (y también más pura) que hasta ahora me ha deparado el destino. Tengo que agradecérsela -y así lo hago, con la debida unción- a mi señor Osiris y a los hierofantes de sus misterios.
Todo-la búsqueda, la invitación a la danza, la descensio ad inferos [45], el susto, la caminata por la tierra de los muertos, la subida al Monte del Paraíso y el aprendizaje de la lectura del libro de las estrellas-duró seis días. Al séptimo volví en avión a El Cairo.
¿Volví? No sé si la palabra es correcta. El Dionisio que llegó al aeropuerto de la ciudad más grande de África no era el mismo Dionisio que había salido de ella por vía fluvial cinco semanas antes.
Sé lo que estás pensando, y aciertas. Me sometí voluntariamente, con dos cojones (y los dos de corbata), a un explosivo proceso iniciático de muerte y resurrección. Pero sin bromas, Fernando. Esta vez iba de verdad. Llevaba, como en la belle époque de la militancia antifranquista, un contacto. Me lo había facilitado un profesor yemenita-ciego, pero lleno de luz-al que conocí en Jerusalén. Y funcionó, ya lo creo que funcionó.
Me llevaron a un inmundo camaranchón subterráneo, me pidieron que me quitase toda la ropa sin perdonar ni siquiera los calzoncillos, me encasquetaron un capuchón de seda fosforescente sin aberturas para los ojos, me lo anudaron al cuello y me abandonaron de ese modo y con esa pinta -en pelotas y a palo seco, sin pan, sin agua y sin linterna-en el interior de un laberinto hasta el que no llegaba (lo supe luego) un maldito rayo de luz. Las paredes eran de piedra sin desbastar y el techo estaba situado a tan corta altura que no podía caminar erguido. Olía a moho, a murciélagos, a tinieblas, a vacío, a silencio. Tropecé con algo que parecía una gigantesca telaraña, la aparté a tientas, noté un soplo frío que me subía por el muslo, extendí la mano y…
Pero no voy a contar por carta ni de ninguna otra forma lo que a partir de ese momento me sucedió. Para ello necesitaría mil horas y, además, el secreto iniciático-el mismo que selló la boca de Platón después de que el sumo sacerdote de Sais levantara ante los estupefactos ojos de su espíritu el velo de Isis y le explicara el misterio de la Atlántida-me lo impide.
Tiempo al tiempo, Fernando.
¿Quieres saber -porque eso sí puedo decírtelo-dónde ocurrió todo esto?
¡Y dónde iba a ocurrir, hermanito, sino en la isla de Philae, al pie de la primera catarata y en el corazón del gran templo de Isis emplazado allí desde el primer vagido de la historia!
Es un sitio indescriptible e incomparable: un brioso lugar de poder que para sí hubiese querido Carlos Castaneda. En todo el valle del Nilo no encontrarás nada semejante. Yo, al verlo, me pellizqué y pensé que estaba soñando, que aquello era un espejismo o una alucinación… Y, de ti para mí, te confieso que aún no he rechazado esa idea. Quizá no exista la isla de Philae. Quizá nunca haya estado yo allí. Quizá me embromó el profesor yemenita. Quizá me habían suministrado una pócima psicodélica en el hotel. Quizá haya sido todo-mi contacto, mi iniciación, mi prueba del laberinto-una simple pesadilla histérica con final feliz.
No lo sé. Pero hay algo más. Algo que no debes contar a nadie. Nunca, Fernando, a no ser que yo te autorice a ello. Promételo.
Cuando estaba en la fase más dura de la peripecia, en su vórtice, en la cumbre de su clímax, acurrucado en un rincón, con la cabeza entre las rodillas y la seda de la capucha empapada en lágrimas, famélico, sediento, tembloroso, reumático, envejecido y a punto de tirar la toalla, de llamar al hierofante, de aceptar mi derrota y de convertirme por los siglos de los siglos en una estatua de sal de las montañas de Sodoma, Jesús de Galilea se materializó ante mí, me habló, me consoló, me guió hasta la salida del laberinto, me bendijo y desapareció.
Es la segunda vez que le veo. La primera fue en el Monte Tabor, hace un par de meses.
¿Será cierto lo de que no hay dos sin tres?
Quedo a la espera.