¿Bromeo al confesar que me he transformado en un dócil, grácil y lascivo representante del sexo opuesto al que en su día me otorgó natura?
Pues sí, bromeo, pero no del todo. Algo tendrá el agua cuando la bendicen.
No me he convertido en un peripatético de la acera de enfrente ni en una exuberante señora con papada y michelines, pero sí he aprendido -tal y como me insinuó la Princesita del Almendro la última vez que la vi-a no seguir postergando durante más tiempo el estallido de mi feminidad, a desarrollar de una puta vez mi lado yin y a empezar a ser hembra sin dejar de ser macho [48].
Ni más ni menos que el Andrógino, Fernando… El famoso andrógino al que tantas vueltas le hemos dado tú y yo (y nuestro común amigo Luis Racionero) desde que empezamos a descubrir la cara oculta de la realidad. El ouróboros de los alquimistas o dragón que se muerde la cola. La esfera formada por el ensamblaje del yin con el yang. El monstruo de dos espaldas. El anima y el animus de Jung. La recíproca penetración (nunca mejor dicho) y compenetración de los complementarios. O -sólo en la India- el triple par de fuerzas formado por Brahma y Sarasvati, Vishnú y Lakshmi, y Shiva y Parvati.
Es decir: plenitud, felicidad, sabiduría… ¿El camino del corazón? Sí, Fernando: el camino del corazón y el camino de la iluminación.
No voy a hablarte del tantra a estas alturas, porque lo conoces igual o mejor que yo, pero sí quiero explicarte sin entrar en honduras que para meterme a fondo en él-en esta ciudad sagrada, anarcoide y salvaje no se andan con chiquitas- he tenido que pasar por el trago de mi completa feminización sexual, mental y sentimental.
Se trataba, según mi maestro (que a veces utiliza el mismo lenguaje de don Juan y de Carlos Castaneda), de obligarme a romper las rutinas anatómicas, fisiológicas y psicológicas de mi condición y atributos masculinos.
Y para eso nada mejor que depilarme, que maquillarme, que vestirme con provocativa ropa de mujer-enseñándome, de paso, a serlo-y que entregarme a una variopinta muchedumbre de varones rijosos en una desangelada habitación provista de un mugriento camastro. Todo, en ella y sobre él, recordaba mucho más a los burdeles de los barrios chinos que a las cámaras interiores de los templos donde ejercían su oficio sin beneficio las prostitutas sagradas del antiguo Mediterráneo.
Mi iniciación empezó con la lectura de un texto venido de la noche de la historia: el Vigyana Bhairava Tantra. No sé si lo conoces. En él, Devi -llamé así a mi hija en homenaje a esa deidad del hinduismo-se sienta en el regazo de su esposo y exclama: ¡Oh, Shiva! ¿Cuál es tu realidad?
¿Qué es este universo colmado de maravillas?
Y el dios, representado como una flor de loto con mil pétalos, responde a tan ardua cuestión desplegando ante la diosa consorte los cientos doce métodos de la meditación shivaíta.
Muchos -casi todos-los he practicado ya.
Treinta y tres días muellemente fundidos en los catres de una casa de mancebía dan bastante de sí. Y te juro, Fernando, que mientras medito entre polvo y polvo-o, mejor aún, durante ellos-con una intensidad para mí desconocida, siento como si poco a poco fuera transformándose mi cuerpo en una serpiente enroscada-así lo sugiere la iconografía tradicional del tantrismo y así, efectivamente, es- que va desplegando sus múltiples anillos y ascendiendo de chakra en chakra hasta activar todos mis centros de energía cósmica, telúrica y espiritual. Luego, cuando estalla el orgasmo (que puede ser físico o mental, pero sin eyaculación ni, por lo tanto, desgaste), el fuego de kundalini me golpea el entrecejo y me abrasa el vértice y el vórtice de la coronilla, y presencio (y escucho) con el tercer ojo el bing bang de los orígenes y la horripilante y fascinante cabalgata del fin de los tiempos.
No busques literatura en esta descripción, sino realismo. Así están las cosas. Así son y así serán hasta que El diga basta.
He aprendido a vivir en el presente, a ahuyentar los espectros del dualismo, a ser territorio y no mapa, a manejar el lenguaje de la compasión (que no pretende demostrar nada, sino ayudar a quien te escucha) y a desdeñar la inútil búsqueda del porqué de las cosas concentrándome por entero en averiguar su cómo.
Y esto último, Fernando, porque al tantra -que es la única forma de misticismo y de gnosticismo eficaz en el kaliyuga o Edad de Hierro o período cósmico de las vacas flacas-no le importa saber en qué consiste la verdad, sino cómo llegar a ella.
También me han enseñado muchas cosas relativas al sexo. He aprendido -ya lo dije- a hacer el amor sin eyacular y a no hacerlo cuando estoy excitado, a no buscar en el coito la cumbre del placer instantáneo sino el valle del gozo sostenido, a olvidar lo que sabía, a dejar que bailen durante la cópula todas las células del cuerpo como bailan las espigas del trigal cuando las agita el aire, a volverme loco sin perder la calma (¿recuerdas el desatino controlado de Carlos Castaneda?), a respirar lenta y profundamente mientras me apareo, y a comprender que las posturas del kamasutra no son físicas, sino mentales, y que el amor carnal rectamente planteado y practicado desemboca en un continuum meditativo que regenera el cuerpo en lugar de desgastarlo.
El sexo como templo, como plegaria, como trampolín, como espacio para la meditación y ceremonia para la iniciación.
¿Hay, por ventura, algo en el mundo que no sea sagrado para quien vive en permanente actitud sacramental? Al hombre justo, decían los cátaros, todo le está permitido.
Y, por último, he aprendido que la muerte debe vivirse como si fuera (que lo es) un gigantesco y definitivo orgasmo. En el momento de morir-son palabras de mi maestro-sé consciente de tu cuerpo que muere, como si se retirase hacia el centro, y entonces serás inmortal.
¡Oh, Shiva! Responde, te lo suplico, a la pregunta que me atormenta desde que llegué a Puri: ¿se inició Jesús, si realmente estuvo aquí, en los secretos y misterios del tantrismo?
El dios permanece en silencio mientras mi conciencia habla y dice: temeridad sería afirmarlo, pero la pregunta es legítima.
Puri era ya, muchos siglos antes del nacimiento de Cristo, un puerto franco de arribada al que acudían místicos y mercaderes de todos los confines de la tierra y del que salían bonzos y misioneros budistas hacia los archipiélagos de lo que hoy llamamos Indonesia y Filipinas. Aquí decidió seguir el legendario rey Ashoka las enseñanzas de Buda después de derrotar a sus enemigos en una sangrienta batalla y esa conversión fue el punto de partida de una época de prosperidad y de espiritualidad en todo el país que los hindúes recuerdan hoy como los ciudadanos de Florencia recuerdan el Renacimiento. Aquí se celebra año tras año, a finales de junio o principios de julio, el celebérrimo Rath Yatra o desfile de carrozas sacramentales -ríete, Fernando, del fervoroso paso de la Trianera o de la Macarena en las procesiones de Sevilla- y también aquí, en Puri, siempre en Puri, la vida y la muerte danzan como un derviche loco alrededor del formidable templo de Jagganath, dedicado a Vishnú, en cuyas salas, capillas, patios y dependencias siguen celebrándose, prodigiosamente hibernadas, todas las ceremonias y misas mayores del antiquísimo culto al Señor del Universo. ¡Lástima que los sacerdotes de éste hayan decidido prohibir la entrada en el templo a quienes no profesan la religión hinduista! Pero les alabo el gusto, porque donde llega el turismo no vuelve a crecer la hierba.
En una ciudad así, y en un ambiente como el que a vista de pájaro te he descrito, ¿qué pintaba Jesús? ¿Qué hacía? ¿Qué no hacía? ¿Qué olvidó y aprendió? ¿Qué enseñó, si es que ya entonces-adolescente, una vez más, entre los doctores de la sinagoga-tenía algo que enseñar?
Preguntas, Fernando, a las que de un modo u otro habrá que responder si me meto en el lío mayúsculo de escribir las memorias del Galileo.