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Se puso casi tan contenta como se había puesto su hermana al comprobar que su padre seguía vivo después de seis meses de viaje numantino en la brecha, a pecho descubierto y a la intemperie. Nunca, en todo ese tiempo, había descolgado un teléfono-detestaba ese chisme-para saber de mi gente. Cartas tranquilizadoras, en cambio, sí que había enviado (aparte de los apuntes remitidos a Kandahar), aunque no muchas, pero-tal como andaba el patio y visto el cariz de los acontecimientos- podían haber sido escritas por cualquiera de mis enemigos mientras yo, verbigracia, me pudría bajo tierra, o en un calabozo, o en una celda de lama de clausura, o en los abismos de la droga, de la muerte iniciática, del descenso a las regiones infernales, de la trata de blancas (y de blancos) o, sencillamente, de la locura.

El veintiuno de septiembre, último viernes del verano, recogí a Devi en el chalet de Vincennes, me fui con ella a la estación de Montparnasse y compré en sus taquillas dos billetes de primera clase para un meteórico tren de cercanías. Noventa minutos después estábamos en Chartres.

Entre pitos y flautas era ya la hora de comer.

Nos fuimos paseando y gamberreando hacia el centro de la ciudad-Devi estaba guapísima y había pegado un buen estirón, pero por suerte seguía siendo tan traviesa, bullebulle y tabardillo como antes-y nos metimos en un tascucio gobernado por un moro de Mequinez para matar el hambre a fuerza de cuscús, dátiles, té con yerbabuena y cuernos de gacela. A Devi siempre le había gustado la comida de Marruecos. Y a mí también.

El restaurantillo quedaba cerca de la catedral y ésta era, evidentemente, mi punto de destino.

Tratándose de un sitio como Chartres, no podía ser otro. Toda la ciudad, que no es muy grande, crecía al arrimo, a la sombra y alrededor de aquel portentoso edificio. ¿Toda la ciudad? Sí, y todos sus habitantes, y todos sus visitantes, y todos los pueblos cercanos, y toda la región, y toda la inmensa llanura pintada ya con los suaves colores de la paleta del otoño que se nos echaba encima.

Nada podía existir allí al margen del imponente templo gótico cuyas agujas, gárgolas, canecillos, campanarios, torres y efigies de siniestros monstruos medievales rozan el cielo con sus afiladas uñas de piedra oscurecida por el paso de los siglos.

Pensé que por las venas de Chartres corría la misma sangre que por las de Santiago de Compostela. En ningún otro punto de Europa ni, probablemente, de todo el mundo occidental vuela tan alto el espíritu como en esas dos ciudades. Y yo-que había oído por primera vez la llamada de esta peregrinación en el mes de julio de mil novecientos setenta, cuando leí las obras de Fulcanelli [54], el último alquimista-sólo ahora, gracias a un monje tibetano de Leh, convertía en realidad aquel antiguo sueño. Quise ir a Chartres muchas veces, e incluso-en dos o tres ocasiones-cargué el equipaje en el coche, pero siempre se me cruzó algo que en el último momento lo impedía. Así son los caminos de la gnosis: una zigzagueante sucesión de subidas al Monte Carmelo y de noches oscuras del alma. Accidentado y difícil es en verdad el filo de la navaja de Shiva que se interpone entre los lugares de poder y el mezquino territorio de las vidas corrientes y molientes.

Devi y yo dimos buena cuenta del cuscús, nos echamos al bolsillo un puñado de dátiles y unos cuantos cuernos de gacela por si las cosas se ponían difíciles-el Maligno, ya lo sabemos, no descansa y, por otra parte, a la niña le divertía (y a mí también) fingir que éramos druidas perseguidos por las legiones de Julio César en los bosques sagrados de los celtas que alguna vez, in illo tempore, cubrieron la comarca (hoy pelona)- y nos fuimos, eructando a troche y moche y diciéndonos entre risas jandulilá, a visitar la maravilla que cerraba el horizonte y gravitaba sobre nuestras cabezas.

Devi, cuando vio la catedral de cerca y sintió en su carne el peso y la altura de aquella mole de roca viva levantada por los brazos de la fe, abrió de par en par los ojos como si fueran platos de cuscús, se puso tan colorada como la media botella de vino tinto marroquí que su padre se acababa de beber y me frió a preguntas.

Jamás la había visto tan impresionada. Y no era para menos.

Dimos un par de vueltas alrededor del edificio y luego entramos en él por el único portalón que a esa hora, y en ese día, estaba abierto.

Las vidrieras de la catedral de Chartres son, seguramente, las más hermosas del orbe cristiano. La luz tenue del comienzo de la caída del sol, mezclada con la del inminente otoño, se filtraba por ellas y sumergía el interior del templo en una suave penumbra, a la vez diáfana y opaca, que confundía y revolvía las cosas alterando la conciencia y abriendo las puertas de la percepción como lo hacen los alucinógenos.

Paseamos sin prisa alrededor del coro -en cuyas paredes despuntaban (confieso que me pareció que las estatuas se movían) algunos de los pasajes más significativos de la vida, la Pasión y la muerte de Jesús esculpidos por manos de hombres que le entendían, le veneraban y le amaban-subimos luego a la capilla que se eleva detrás del ábside y por fin, respirando yo con el abdomen en ocho tiempos y emocionándose visiblemente Devi ante la perspectiva de tan insólita aventura, descendimos a la cripta iniciática de Nuestra Señora del Subsuelo y nos enfrentamos al rostro hierático y hermético de aquella virgen negra y diosa madre que llegaba hasta nosotros desde el centro de la Tradición Primordial anterior a la Caída.

Y fue allí, en esa gruta mistérica que perteneció a los druidas antes de que los cristianos la expropiaran, donde supe que estaba llegando al final de mi viaje, pero que aún me faltaba el último empujón.

Clavé los ojos en los ojos de la imagen y comprendí que era Isis quien me devolvía la mirada del mismo modo que lo había hecho en la isla de Philae.

La diosa egipcia estaba allí, en el corazón de Francia, y sobre ella, sentado en sus rodillas, el niño Horus (o Skanda, o Jesús) sostenía la bola del mundo con su mano izquierda y levantaba la derecha con dos dedos encogidos y tres extendidos, como si fuera Buda.

En mil setecientos noventa y tres, arrastrados por el desmadre zulú de la revolución francesa, los sinculotes jacobinos quemaron el icono de la Virgen Negra de Chartres. Lo que en ese momento tenía ante los ojos no era, por lo tanto, la estatua original, sino una copia. Pero no importaba. La Fuerza de la diosa madre seguía allí, y yo la percibía y la recibía como también la recibía y la percibía Devi, que me había cogido la mano y -nerviosa, casi convulsa-la apretaba.

Muchas tradiciones sagradas confluían en aquella rústica imagen de madera: la de Osiris, la de los druidas, la de Buda, la de Cristo y-anterior a todas ellas-la de los antiquísimos cultos dedicados a la Magna Mater.

Me postré ante la augusta Señora, la adoré, bisbiseé un avemaría y expliqué a Devi, con palabras de cuento de Andersen o de Perrault, algo de lo que en aquella cripta se cocía.

Luego, siempre con su mano en mi mano, volvimos a la nave central del templo y la Fuerza tiró de nosotros y nos empujó hacia el sombrío oratorio dedicado a la Virgen del Pilar de Chartres. Y allí, por segunda vez en pocos minutos, caí de hinojos ante la Señora, fulminado e iluminado por la evidencia de que en su estatua (como en la de la Virgen homónima de Zaragoza) el principio femenino se cruzaba con el masculino para generar la chispa del Verbo y del gran orgasmo telúrico: el yin era la concha jacobea plantada como un casco protector sobre la cabeza de la imagen-sabido es que la venera del Camino de Santiago, o sabrosa vieira de las tascas y figones de Galicia, simboliza el sexo de la Hembra Misteriosa-y el yang estaba representado bajo las plantas de los pies de la Druidesa, por el enorme falo o pilar de piedra marmórea en permanente erección que también sirve de soporte a otras muchas Vírgenes cristianas, negras o no, y que guarda un extraordinario parecido con el lingam o verga de Shiva que se adora en muchos lugares sagrados de la India y de la geografía del hinduismo Y, una vez más, el Niño Horus (o Skanda, o Jesús) -fruto de esa cópula sacramental entre la diosa madre y el Espíritu Santo-descansaba sobre las rodillas de la Señora sujetando el globo terráqueo con la mano izquierda.

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[54] El misterio de las catedrales (Ed. Plaza y Janés, Barcelona, 1967) y Las moradas filosofales (íd., 1969). (N. del e.)