Lo que demuestra, entre otras cosas, que los egipcios sabían que la tierra es redonda.
Me sentí como si alguien me llevara en volandas a la noche de los tiempos, me sentí como si el dragón de los alquimistas se mordiera la cola en la cavidad de mi ombligo, me sentí como si estuviera meditando y diciendo auuuummmm con un hombre encima y una mujer debajo en mi colchoneta del prostíbulo tántrico de Puri.
¡Oh, sublime misterio del Andrógino-nadie lo confunda con el Hermafrodita [55]-que cualquier peregrino de Chartres puede descifrar en las capillas de las dos Señoras! ¡Misterio del Génesis, misterio de la creación ex nihilo, misterio del huevo cósmico con el que Einstein se dio de narices cuando se puso a hurgar en el enigma del universo, misterio de la anunciación hecha a María, misterio de la coincidentia oppositorum alcanzada campo a través del apareamiento místico y del místico enlace de los complementarios!
Devi y yo salimos de la capilla de la Virgen del Pilar (que en este caso no sólo quiere ser francesa, llevándole la contraria a la copla, sino que lo es) y…
Allí estaba: el laberinto, último peldaño y definitiva estación terminal de un viaje al fondo de lo desconocido en el que me había embarcado veinte años atrás, cuando leí causalmente los evangelios gnósticos y descubrí que la historia sagrada de Jesús tenía muy poco que ver con lo que la Iglesia me había contado.
Al verlo sentí un escalofrío en la carne y un trallazo en el alma. Parecía una rosa de los vientos, una hélice del big bang, un remolino de energía, un mapa del espíritu, una brújula de la fe plantada allí -frente a la puerta principal del templo-para guiar y salvar a los peregrinos descarriados. O sea: a mí, a ti, a él, a nosotros, a vosotros y a ellos. ¿Existe, acaso, alguien que no se sienta perdido-o, por lo menos, desorientado- en las vueltas y revueltas del laberinto de la vida?
No era un sueño ni un espejismo. Estaba efectivamente, allí: trescientos sinuosos metros señalados con piedra blanca sobre piedra negra que todos los peregrinos debían y deben recorrer antes de visitar los puntos neurálgicos del templo. Y, agazapada en sus curvas, una triple metáfora: la del duro camino de la existencia terrenal, la de la Vía Dolorosa recorrida por Jesús en el calvario y la de la alegre ruta-pintan y cantan pájaros en ella- que desemboca en la Jerusalén Celeste.
Devi, al descubrir en el suelo de la catedral algo que hasta entonces sólo había visto en las barracas de las ferias y entre los juegos reunidos que dos años antes había dejado en su balcón el rey Baltasar, echó las campanas al vuelo. La risa le bailaba en los ojos. Daba gusto verla.
Corrió, feliz, hacia el extraño invento que motivaba su júbilo y dijo multiplicando los puntos de admiración: -¡Mira, papá! ¡Un laberinto!
Y se metió en él con la misma firmeza y voluntad de triunfo con que lo hubiera hecho Teseo.
Yo, titubeando y trastrabillando, la seguí.
Lo hice con cierta aprensión. La cabeza me echaba humo, el aire no me llegaba a los pulmones, los tobillos se me acorcharon y el corazón, enloquecido, no latía diciendo tic-tac, tic-tac, tictac, sino es-top, es-top, es-top.
Lo mismo, exactamente lo mismo, me había sucedido-una sola vez-veintidós años antes, cuando me enteré de la muerte de Cristina por medio de un telegrama enviado a un lugar de Afganistán de cuyo nombre prefiero no acordarme [56].
Devi y yo éramos en aquel momento los únicos exploradores del laberinto. Nadie, fuera de nosotros, parecía interesarse por él.
Sabía yo de sobra que mis semejantes, con las excepciones de rigor, están sordos y ciegos, pero me estremecí al comprobarlo por enésima vez. ¿Cómo era posible que todos los peregrinos y visitantes de la iglesia pasaran de largo ante aquel poderoso instrumento de rescate, de redención y de resurrección en la recta final del peor siglo de la historia?
El laberinto es un criptograma que viene del fondo de la conciencia y experiencia colectivas de la especie y que germina, sobre todo, en los milenios de la psique (coincidentes o no con los de la cronología), cuando el hombre-perdido, asustado, angustiado y encerrado en sí mismo-aplica el oído a su propio pecho, se inclina sobre su interioridad y le pide una respuesta urgente a las tres primeras preguntas formuladas por sus más remotos antepasados: quiénes somos, adónde vamos y de dónde venimos.
Pero hay dos modelos de laberintos muy diferentes entre sí, casi opuestos… El del lago Moeris, en Egipto [57], y el del Minotauro, en Creta.
Pensé en el uno y en el otro mientras buscaba torpemente mi camino sobre las losas de piedra blanca. Devi había tomado la delantera y se movía con soltura, rapidez y seguridad por los intestinos del dédalo. Pronto, de seguir así, alcanzaría su objetivo.
Los egipcios creían que sólo el alma debe enfrentarse al albur de la prueba del laberinto.
Nadie, por otra parte, podía salir vivo de éste, de igual modo que nadie sale con vida del laberinto de la existencia. Lo único importante desde su punto de vista, que es también el mío, era llegar al centro -en la India lo llamarían atman [58]-y quedarse para siempre en él, porque es ahí y sólo ahí donde la conciencia se dilata como un gran angular sin perder luz ni foco ni profundidad de campo, donde todo se ordena y se carga de significación y donde el ser humano puede contemplar al fin su verdadero rostro: el que tenía antes de nacer y el que tendrá después de morir.
A los cretenses, en cambio, les importaba más salir ilesos del laberinto que alcanzar su centro, pero ese arduo (y turbio) propósito requería ayuda. Ni aun dando muerte al Minotauro hubiese podido irse de rositas Teseo sin el hilo de Ariadna. Y la Iglesia, al optar por el modelo griego frente al egipcio, escogió el mundo, el demonio y la carne-lo que históricamente se designa con el eufemismo de poder temporal- y olvidó o arrinconó, en líneas generales, los verdaderos valores del espíritu. ¡Lástima!
La entrada en el laberinto no suscita ningún problema, porque desde cualquier punto de su circunferencia se puede alcanzar el centro. Todo lleva al todo: ésa es la lección. Y ahí, en ese aleph [59]en ese alfa y omega, se unificarán algún día los opuestos: Michael Jackson y yo, verbigracia. Cosas más difíciles se han visto.
Seguía yo avanzando y retorciendo, como la protagonista de El mago de Oz, por un camino de baldosas -sólo cambiaba el color de éstas, que en el cuento eran amarillas-cuando vi que Devi llegaba como un huracán al centro del laberinto, levantaba los brazos hasta formar con ellos la uve de la victoria y, dirigiéndose a mí, aullaba: -¡Señor Ramírez, señor Ramírez!
Era una guasona.
– Dígame usted-contesté siguiéndole la chufla.
– Le he ganado sin trampa ni cartón-dijo-.
La juventud siempre se impone. ¿Necesita ayuda?
Pensé en Ariadna, sonreí y asentí: -No me vendría mal.
– Pues espéreme ahí sin moverse.
Desanduvo con celeridad de lagartija parte de lo andado y llegó en un ziszás al punto del laberinto en el que yo la aguardaba.
– Ven, papá, que eres un patoso-dijo.
Y me tendió la mano.
Se la cogí, me dejé llevar y al cabo de unos segundos alcancé, gracias a ella, el centro. Una vez allí, sin desasirme, cerré los ojos por un instante y pensé-o, mejor dicho, sentí-que estaba dentro de la corola de la flor amarilla de Giambattista Marino, de Jorge Luis Borges y del faquir de Konarak. Sus estambres y sus pistilos -el yang y el yin- me rodeaban, me acariciaban, me enredaban, me amarraban. Y también supe en ese momento que no era víctima de una alucinación, que tenía -pese a todo- los pies en el suelo y que el sentir no me engañaba, porque el centro del laberinto de la catedral de Chartres imita, efectivamente, la figura de una rosa de seis pétalos.