Kaye, sin embargo, se sentía fascinada por ellos. Había dedicado gran parte de su carrera a estudiar los fagos lisogénicos en las bacterias y los retrovirus en simios y humanos. El uso de retrovirus ahuecados, como vehículos para genes correctores, era habitual en terapia génica e investigación genética, pero el interés de Kaye era menos práctico.
Muchos metazoos, formas de vida no bacterianas, portaban en sus genes los restos dormidos de antiguos retrovirus. Aproximadamente un tercio del genoma humano, nuestro historial genético completo, estaba compuesto de estos denominados retrovirus endógenos.
Había escrito tres artículos sobre retrovirus endógenos humanos, o HERV (Human Endogenos Retrovirus), sugiriendo que podrían contribuir a innovaciones en el genoma… y a mucho más. Saul estaba de acuerdo con ella.
—Se sabe que encierran pequeños secretos —le había dicho una vez, cuando empezaban a salir juntos.
Su noviazgo había sido extraño y encantador. El propio Saul era extraño y podía ser bastante encantador y amable a veces; sólo que nunca sabías cuándo iban a producirse esos momentos.
Kaye se paró un momento junto a un taburete metálico y apoyó su mano en el asiento. A Saul siempre le había interesado la visión global; ella, por el contrario, se había sentido satisfecha con resultados menores, incrementos metódicos de conocimiento. Tanta ambición había conducido a numerosos desacuerdos. Él había observado en silencio cómo su joven esposa conseguía mucho más. Sabía que eso le había dolido. No tener un gran éxito, no ser un genio, era un fracaso importante para Saul.
Levantó la cabeza y aspiró el aire: amoníaco, vapor, una ráfaga de olor a pintura fresca y madera procedente de la biblioteca contigua. Le gustaba ese viejo laboratorio, con sus antiguallas, su humildad y sus muchas décadas de esfuerzos y éxito. Los días que había pasado aquí, y en las montañas, estaban entre los más agradables de su vida reciente. Tamara, Zamphyra y Lado no sólo la habían hecho sentirse acogida, parecían haberse abierto a ella, instantánea y generosamente para convertirse en la familia de la extranjera errante.
Allí Saul podría conseguir un gran éxito. Un doble éxito quizá. Lo que necesitaba para sentirse importante y útil.
Se volvió y a través de la puerta abierta vio a Tengiz, el encorvado y viejo conserje del laboratorio, hablando con un joven bajo y grueso con pantalones grises y camiseta. Estaban en el pasillo, entre el laboratorio y la biblioteca. El joven la miró y sonrió. Tengiz sonrió también, asintió con la cabeza vigorosamente y señaló a Kaye con la mano. El hombre se adentró en el laboratorio como si le perteneciera.
—¿Es usted Kaye Lang? —le preguntó en inglés americano, con fuerte acento sureño.
Era varios centímetros más bajo que ella, aproximadamente de su edad, o algo mayor, con una fina barba negra y pelo oscuro y rizado. Sus ojos, también oscuros, eran pequeños e inteligentes.
—Sí —respondió.
—Encantado de conocerla. Me llamo Christopher Dicken. Soy del Servicio de Inteligencia Epidémica del Centro Nacional para Enfermedades Infecciosas de Atlanta… otra Georgia, muy lejos de aquí.
Kaye sonrió y le dio la mano.
—No sabía que iba a estar aquí —dijo—. ¿Qué es el CNEI, el CCE…?
—Estuvo usted en un lugar cerca de Gordi, hace un par de días —la interrumpió Dicken.
—Nos echaron de allí —dijo Kaye.
—Lo sé. Hablé con el coronel Beck ayer.
—¿Por qué le interesa?
—Puede que por nada importante. —Frunció los labios y alzó las cejas, luego sonrió de nuevo, encogiéndose de hombros y dejando el tema.
—Beck dice que las Naciones Unidas y todos los guardias de paz rusos han salido del área y vuelto a Tbilisi, ante la rotunda petición del Parlamento y del presidente Shevardnadze. Es extraño, ¿no le parece?
—Molesto para los negocios —murmuró Kaye. Tengiz escuchaba desde el pasillo. Lo miró frunciendo el ceño, más por desconcierto que como advertencia. Él se alejó.
—Sí —dijo Dicken—. Viejos conflictos. ¿De hace cuánto tiempo, en su opinión?
—¿El qué… la tumba?
Dicken asintió.
—Cinco años. Tal vez menos.
—Las mujeres estaban embarazadas.
—Sííí… —Alargó la respuesta, intentando adivinar por qué le interesaría esto a alguien del Centro de Control de Enfermedades—. Las dos que yo vi.
—¿No pudo ser una confusión? ¿Recién nacidos arrojados en la fosa?
—No —contestó—, estaban de seis o siete meses.
—Gracias. —Dicken extendió la mano de nuevo y se despidió educadamente. Se volvió para marcharse. Tengiz estaba paseando por el pasillo junto a la puerta y se apartó rápidamente al pasar Dicken. El investigador del Servicio de Inteligencia Epidémica se volvió hacia Kaye y le dirigió un breve gesto de saludo.
Tengiz ladeó la cabeza y exhibió una sonrisa desdentada, parecía tan culpable como el demonio.
Kaye corrió hasta la puerta y alcanzó a Dicken en el patio. Estaba subiendo a un pequeño Nissan de alquiler.
—¡Un momento, por favor! —llamó.
—Lo siento. Tengo que irme. —Dicken cerró con fuerza la puerta y puso en marcha el motor.
—¡Dios, sí que sabe cómo despertar sospechas! —dijo Kaye, alzando la voz lo suficiente como para que él la oyese a través de la ventanilla cerrada.
Dicken bajó el cristal y le sonrió con amabilidad.
—¿Sospechas sobre qué?
—¿Qué demonios está haciendo aquí?
—Rumores —dijo, mirando sobre su hombro para ver si había alguien cerca—. Eso es todo lo que puedo decirle.
Dio la vuelta sobre la grava con el coche y se fue, pasando entre el edificio principal y el segundo laboratorio. Kaye cruzó los brazos y frunció el ceño.
Lado la llamó desde el edificio principal, asomando por una ventana.
—¡Kaye! Ya hemos terminado. ¿Estás lista?
—¡Sí! —contestó Kaye, caminando hacia el edificio—. ¿Le has visto?
—¿A quién? —preguntó Lado, con rostro inexpresivo.
—Un hombre del Centro de Control de Enfermedades. Dijo que se llamaba Dicken.
—No he visto a nadie. Tienen una oficina en la calle Abasheli. Podrías llamar allí.
Meneó la cabeza. No había tiempo y en cualquier caso no era asunto suyo.
—No importa —respondió.
Lado se mostró extrañamente taciturno mientras llevaba a Kaye al aeropuerto.
—¿Son buenas o malas noticias? —preguntó ella.
—No estoy autorizado a revelarlo —respondió él—. Debemos mantener nuestras opciones abiertas, como dices. Somos como niños en el bosque.
Kaye asintió y miró hacia delante mientras entraban en el área de aparcamiento. Lado le ayudó a llevar sus maletas a la nueva terminal internacional, pasando filas de taxis con conductores de mirada penetrante aguardando impacientes. Había poca gente esperando ante el mostrador de facturación de la British Mediterranean Airlines. Kaye se sentía como si ya estuviese en una zona intermedia entre mundos, más cerca de Nueva York que de la Georgia de Lado, de la iglesia de Gergeti o del Monte Kazbeg.
Mientras esperaba su turno y sacaba su pasaporte y billetes, Lado esperó con los brazos cruzados, mirando los débiles rayos de sol a través de los ventanales de la terminal.
La azafata, una joven rubia con piel pálida como un fantasma, se entretuvo con los billetes y papeles. Finalmente la miró y le dijo:
—No despegar. No subir.
—¿Cómo dice?
La mujer miró al techo como si eso pudiese darle fuerzas o inteligencia y lo intentó de nuevo.
—No Bakú. No Heathrow. No JFK. No Viena.
—¿Qué ocurre, han desaparecido? —preguntó Kaye exasperada. Miró indecisa hacia Lado, que pasó sobre las cuerdas cubiertas de vinilo y se dirigió a la mujer en tono severo y reprobatorio, luego señaló a Kaye y arqueó las espesas cejas como diciendo, «¡una persona muy importante!».