Выбрать главу

Las pálidas mejillas de la joven adquirieron algo de color. Con infinita paciencia, miró a Kaye y empezó a hablar con rapidez en georgiano, algo sobre el tiempo, una tormenta de granizo acercándose, algo poco corriente. Lado tradujo con palabras aisladas: granizo, raro, pronto.

—¿Cuándo podré salir? —le preguntó Kaye a la mujer.

Lado escuchó la explicación de la azafata con expresión seria, después se enderezó y se volvió hacia Kaye.

—La próxima semana, el próximo vuelo. O volar a Viena, el martes. Pasado mañana.

Kaye decidió cambiar su reserva por Viena. Ya había cuatro personas en la cola detrás de ella, y mostraban a la vez signos de diversión e impaciencia. Por su indumentaria y su idioma probablemente no se dirigían ni a Nueva York ni a Londres.

Lado la acompañó por las escaleras y se sentó frente a ella en la resonante sala de espera. Necesitaba pensar y decidir qué hacer. Unas cuantas ancianas vendían cigarrillos occidentales, perfumes y relojes japoneses en pequeños puestos alrededor del perímetro. Cerca, dos hombres jóvenes dormían en bancos situados uno frente a otro, roncando a dúo. Las paredes estaban cubiertas con carteles en ruso, en la hermosa escritura curvada georgiana, y en alemán y francés. Castillos, plantaciones de té, botellas de vino, las repentinamente pequeñas y distantes montañas, cuyos puros colores sobrevivían incluso bajo las luces fluorescentes.

—Tienes que llamar a tu marido. Te echará de menos —dijo Lado—. Podemos volver al instituto… Serás bien recibida, ¡siempre!

—No, gracias —dijo Kaye, sintiéndose mal repentinamente.

No era una premonición, podía leer en Lado como en un libro. ¿Qué habían hecho mal? ¿Una compañía más grande había hecho una oferta más atractiva?

¿Qué diría Saul cuando se enterase? Todos sus planes se habían basado en su optimismo sobre ser capaces de transformar amistad y caridad en una sólida relación de negocios.

Estaban tan cerca.

—Está el Metechi Palace —dijo Lado—. El mejor hotel de Tbilisi… el mejor de Georgia. ¡Te llevaré al Metechi! Puedes ser una auténtica turista, ¡como en las guías! Tal vez te dé tiempo de tomar un baño termal… de relajarte antes de irte a casa.

Kaye asintió y sonrió, pero era evidente que no lo sentía.

De repente, impulsivamente, Lado se inclinó hacia ella y le apretó la mano entre sus dedos resecos y agrietados, endurecidos por tantos lavados e inmersiones. Le palmeó suavemente la rodilla con su mano y la de ella.

—¡No es el fin! ¡Es un principio! ¡Debemos ser fuertes e ingeniosos!

Eso hizo que los ojos de Kaye se llenasen de lágrimas. Miró de nuevo los carteles, el Elbrus y el Kazbeg envueltos en nubes, la iglesia de Gergeti, viñedos y campos de cultivo.

Lado levantó las manos, maldijo elocuentemente en georgiano y se puso en pie de un salto.

—¡Les diré que no es lo mejor! —insistió—. ¡Les diré a esos burócratas del gobierno que hemos trabajado contigo, con Saul, durante tres años y eso no va a cambiar en una noche! ¿Quién necesita un contrato en exclusiva? Te llevaré al Metechi.

Kaye sonrió agradecida y Lado se sentó de nuevo, inclinándose, sacudiendo la cabeza con desánimo y juntando las manos.

—Es una vergüenza —dijo—, las cosas que hay que hacer en el mundo actual.

Los dos jóvenes seguían roncando.

7

Nueva York

Casualmente, Christopher Dicken llegó al aeropuerto JFK la misma tarde que Kaye Lang, y la vio esperando para pasar la aduana. Ella estaba colocando su equipaje en un carrito y no reparó en él.

Parecía exhausta, pálida. El propio Dicken llevaba treinta y seis horas de viaje; regresaba de Turquía con dos maletas metálicas con cierre de seguridad y una bolsa de lona. Desde luego no quería tropezarse con Kaye en esas circunstancias.

Dicken no estaba seguro de por qué había ido a ver a Lang al Eliava. Tal vez porque ambos habían experimentado por separado el mismo horror en las afueras de Gordi. Tal vez para descubrir si ella sabía lo que estaba sucediendo en Estados Unidos, la razón por la que le habían hecho volver; tal vez sólo para conocer a la atractiva e inteligente mujer cuya foto había visto en la página web de EcoBacter.

Mostró su identificación de Centro de Control de Enfermedades y el permiso de importación del Centro Nacional para Enfermedades Infecciosas a un agente de aduanas, rellenó los cinco impresos exigidos, y atravesó con paso cansado una puerta lateral que conducía a una sala vacía.

El efecto de la cafeína teñía todo de hostilidad. No había dormido ni un minuto durante el vuelo y había vaciado cinco tazas de café en la hora anterior al aterrizaje. Necesitaba tiempo para investigar, pensar y prepararse para la reunión con Mark Augustine, el director del Centro para la Prevención y Control de Enfermedades.

Augustine estaba en Manhattan en estos momentos, dando una conferencia en un congreso sobre nuevos tratamientos contra el sida.

Dicken llevó las maletas hasta el aparcamiento. Había perdido la noción del tiempo en el avión y el aeropuerto; le sorprendió un poco descubrir que estaba anocheciendo en Nueva York.

Atravesó un laberinto de escaleras, ascensores y sacó su Dodge oficial del aparcamiento y encaró el desapacible cielo gris que cubría Jamaica Bay. El tráfico en la autopista Van Wyck era denso. Aseguró con cuidado las maletas precintadas en el asiento delantero. La primera contenía unos viales con sangre y orina de una paciente turca, protegidos por hielo seco, y muestras de tejido del feto que había abortado. La segunda contenía dos bolsas de plástico selladas con tejido epidérmico y muscular momificado, cortesía del oficial a cargo de la misión de los Cuerpos de Paz de Naciones Unidas en la República de Georgia, el coronel Nicholas Beck.

El tejido de las tumbas de las afueras de Gordi era una posibilidad remota, pero una idea empezaba a tomar forma en la mente de Dicken, una idea sorprendente e inquietante. Había pasado tres años persiguiendo al equivalente vírico de un boojum: una enfermedad de transmisión sexual que afectaba sólo a mujeres embarazadas e invariablemente provocaba abortos. Era una bomba de relojería potencial, justo lo que Augustine le había encargado encontrar: algo tan horrible, tan provocador que garantizase el aumento de la financiación del CDC.

Durante esos años, Dicken había ido una y otra vez a Ucrania, Georgia y Turquía, con la esperanza de reunir muestras y trazar un mapa epidemiológico. Una y otra vez, los funcionarios de salud pública de cada una de las tres naciones le habían puesto dificultades. Tenían sus razones. Dicken había recibido noticias de al menos tres, y posiblemente siete, fosas comunes con cuerpos de hombres y mujeres presuntamente asesinados para impedir que la enfermedad se extendiese. Conseguir muestras en los hospitales locales había resultado ser algo extremadamente difícil, incluso cuando los países tenían acuerdos formales con el CCE y la Organización Mundial de la Salud. Sólo se le había permitido visitar las tumbas de Gordi, y eso porque estaba bajo investigación de Naciones Unidas. Había obtenido las muestras de las víctimas una hora después de la partida de Kaye.

Dicken no se había enfrentado nunca antes a una conspiración para ocultar la existencia de una enfermedad.

Todo su trabajo podría haber sido importante, justo lo que Augustine necesitaba, pero estaba a punto de verse ensombrecido, si no completamente olvidado. Mientras Dicken estaba en Europa, su presa había aparecido ante el propio CCE. Un joven investigador del Centro Médico de UCLA, buscando un elemento común en siete fetos rechazados, había encontrado un virus desconocido. Había enviado las muestras a un equipo epidemiológico de San Francisco, financiado por el CCE. Los investigadores habían copiado y secuenciado el material genético del virus. Habían informado de inmediato a Mark Augustine de lo averiguado.