Kaye dobló la nota con un suspiro de exasperación y contempló la encimera y los armarios. Se fijó en un ordenado montón de revistas y periódicos viejos, fuera de lugar sobre la tabla de cortar. Alzó las revistas. Debajo, encontró aproximadamente una docena de folios impresos y otra nota. Apagó el fuego y puso una tapa sobre la sartén para mantener el bistec caliente, a continuación tomó el montón de hojas y empezó a leer.
Kaye…
¡Has mirado! Te he dejado esto para hacerme perdonar. Es muy emocionante. Lo recibí de Virion y les pregunté a Ferris y a Farrakhan Mkebe de la UCI qué sabían del tema. No me lo contaron todo, pero creo que aquí está, exactamente como predijimos. Le llaman SHERVA, Activación de Retrovirus Endógenos Humanos Dispersos. No hay mucho que valga la pena en las webs, pero aquí está la discusión.
Kaye no sabía muy bien por qué, pero eso le hizo llorar. A través de las lágrimas, ojeó los papeles, y luego los puso en la bandeja, junto al bistec y la ensalada. Se sentía cansada y desecha. Llevó la bandeja a la salita para comer y ver la televisión.
Saul había ganado una pequeña fortuna hacía seis años patentando una variedad especial de ratón transgénico; había conocido a Kaye y se había casado con ella un año después, e inmediatamente había invertido la mayor parte de su dinero en EcoBacter. Los padres de Kaye habían contribuido también con una cantidad importante, justo antes de morir en un accidente de tráfico. Treinta trabajadores y cinco directivos ocupaban el edificio rectangular azul y gris situado en un polígono industrial de Long Island, rodeado de otra media docena de empresas de biotecnología. El polígono estaba a seis kilómetros de su casa.
No tenía que ir a EcoBacter hasta mañana al mediodía. Deseó que algo retrasase a Saul y así tener más tiempo para sí misma, para pensar y prepararse, pero esa idea le hizo llorar de nuevo. Agitó la cabeza, molesta por sus incontrolables emociones y se bebió el vino con los labios húmedos y salados por las lágrimas.
Todo lo que ella deseaba realmente era que Saul se curase, que mejorase. Quería recuperar a su marido, el hombre que había cambiado su perspectiva vital, su inspiración, su compañero y su centro estable en un mundo que giraba vertiginosamente.
Esparció salsa A-1 sobre lo que quedaba de la carne e inspiró profundamente.
Aquello podía ser algo importante. Saul tenía razón al estar emocionado. Daban muy pocos detalles, sin embargo, y ni una pista sobre dónde habían realizado el trabajo o dónde iba a publicarse o quién había filtrado la noticia.
Mientras se dirigía a la cocina, para dejar la bandeja, sonó el teléfono. Hizo una pirueta, deslizándose sobre los calcetines, mantuvo la bandeja en equilibrio sobre una mano y respondió.
—¡Bienvenida a casa! —dijo Saul. Su voz grave todavía la hacía estremecerse—. ¡Mi querida viajera! —Se mostró arrepentido—. Quería disculparme por cómo está todo. Caddy no pudo venir ayer. —Caddy era su asistenta.
—Me alegro de estar de vuelta —dijo ella—. ¿Estás trabajando?
—Estoy liado aquí. No puedo irme.
—Te he echado de menos.
—No recojas la casa.
—No lo he hecho. No mucho.
—¿Has leído los folios?
—Sí. Estaban escondidos sobre la encimera.
—Quería que los leyeses por la mañana con el café, es cuando estás más ágil. Para entonces debería tener noticias más sólidas. Estaré de regreso mañana sobre las once. No vayas al laboratorio enseguida.
—Te esperaré —dijo ella.
—Suenas agotada. ¿Un vuelo cansado?
—El aire acondicionado. Me sangra la nariz.
—Pobrecita Mädchen —dijo—. No te preocupes. Yo estoy bien ahora que estás aquí. ¿Te dijo Lado…? —Dejó la frase inacabada.
—Ni una pista —mintió Kaye—. Hice lo que pude.
—Lo sé. Ahora duerme bien, te lo compensaré. Se van a producir noticias increíbles.
—Sabes algo más. Cuéntame —dijo Kaye.
—Todavía no. Disfruta de la espera.
Kaye odiaba los juegos.
—Saul…
—Soy inflexible. Además, no lo he confirmado del todo. Te quiero. Te echo de menos. —Le envió un beso de buenas noches y después de múltiples adioses colgaron simultáneamente, una vieja costumbre. A Saul le entristecía ser el último en colgar.
Kaye examinó la cocina, agarró un estropajo y empezó a limpiar. No quería esperar a Caddy. Después de recogerlo todo hasta encontrarlo aceptable, se duchó, se lavó el pelo y lo envolvió en una toalla, se puso su pijama favorito, y encendió el fuego en la chimenea del dormitorio. Luego se sentó sobre unos cojines a los pies de la cama, dejando que el brillo de las llamas y la suavidad del tejido de rayón del pijama la reconfortasen. Fuera, el viento soplaba con fuerza y vio un relámpago aislado a través de las cortinas bordadas. El tiempo estaba empeorando.
Kaye se metió en la cama y se tapó hasta el cuello con el edredón.
—Al menos ya no me compadezco de mí misma —dijo con voz decidida. Crickson se colocó junto a ella, moviendo su esponjosa cola naranja sobre la cama. Temin se subió también de un salto, con mayor dignidad, aunque algo mojado. Condescendió a dejarse secar con la toalla.
Por primera vez desde que estuvo en el Monte Kazbeg, se sentía segura y equilibrada. «Pobrecita niña —se burló—, esperando a que vuelva su esposo. Esperando a que vuelva su verdadero esposo.»
9
Nueva York
Mark Augustine estaba de pie ante la ventana de la minúscula habitación del hotel, sosteniendo un tardío bourbon con hielo y escuchando el informe de Dicken.
Augustine era un hombre conciso y eficiente, con risueños ojos castaños, una cabeza firme con abundante pelo gris, una nariz pequeña y puntiaguda y labios expresivos. Su piel estaba permanentemente bronceada por los años pasados en África ecuatorial y en Atlanta, tenía una voz suave y melodiosa. Era un hombre duro y con recursos, aficionado al politiqueo, como correspondía a un director, y corría el rumor por el CCE de que tenía posibilidades de convertirse en el próximo Director de Servicios de Salud.
Cuando Dicken terminó, Augustine posó el vaso.
—Muy interesante —dijo, imitando la voz de Artie Johnson—. Un trabajo asombroso, Christopher.
Christopher sonrió, pero esperó la evaluación completa.
—Encaja con la mayor parte de lo que sabemos. He hablado con la Directora de Servicios de Salud —continuó Augustine—. Opina que tendremos que hacerlo público poco a poco, y pronto. Yo estoy de acuerdo. Primero dejaremos que los científicos se diviertan un poquito, dándole un aire romántico. Ya sabes, minúsculos invasores del interior de nuestros propios cuerpos… ¡Caray!, ¿no es fascinante? No sabemos qué pueden hacer. Ese tipo de historias. Doel y Davidson, de California, pueden exponer brevemente sus descubrimientos y realizar esa labor por nosotros. Han trabajado mucho. Se merecen algo de gloria. —Augustine volvió a levantar el vaso de whisky y agitó el hielo y el agua con un suave tintineo—. ¿Te dijo el doctor Mahy cuándo tendrán los resultados de tus muestras?
—No —dijo Dicken.
Augustine sonrió comprensivo.
—Preferirías haberlas seguido hasta Atlanta.
—Preferiría haberlas llevado yo y haber terminado el trabajo —dijo Dicken.