—Voy a Washington el jueves —comentó Augustine—, a respaldar a la directora de Servicios de Salud ante el Congreso. El representante del Instituto Nacional de la Salud podría estar allí. Todavía no hemos llamado al secretario de los SSA. Quiero que vengas conmigo. Les diré a Francis y a Jon que publiquen su nota de prensa mañana por la mañana. Hace una semana que está lista.
Dicken mostró su admiración con una sonrisa privada, ligeramente irónica. Los SSA, Servicios de Salud y Ayuda, eran la enorme sección del Gobierno que supervisaba al INS, Instituto Nacional de la Salud, y al CCE, el Centro para el Control y Prevención de Enfermedades de Atlanta, Georgia.
—Una máquina bien engrasada —dijo.
Augustine se lo tomó como un cumplido.
—Todavía estamos en el punto de mira. Hemos irritado al Congreso con nuestras posturas sobre el tabaco y las armas de fuego. Los bastardos de Washington han decidido que somos un buen blanco. Han recortado nuestro presupuesto un tercio para compensar otro descenso de impuestos. Ahora se acerca algo importante y no viene de África ni de la selva tropical; no tiene nada que ver con nuestros saqueos a la madre Naturaleza. Es una casualidad y viene del interior de nuestros benditos cuerpos. —Augustine sonrió como un lobo—. Se me eriza el pelo, Christopher. Esto es una señal de Dios. Tenemos que anunciarlo en el momento adecuado y con cierto sentido dramático. Si no lo hacemos bien, corremos el peligro real de que nadie en Washington le preste atención hasta que hayamos perdido toda una generación de bebés.
Dicken se preguntó qué podría aportar a ese tren imparable. Tenía que haber alguna forma en que pudiese promocionar su trabajo de campo, todos esos años persiguiendo boojums.
—He estado pensando en la posibilidad de mutaciones —dijo, con la boca seca. Expuso las historias sobre bebés mutantes que había escuchado en Ucrania y resumió alguna de sus teorías de activación de HERV inducida por radiación.
Augustine entrecerró los ojos y sacudió la cabeza.
—Sabemos lo de los defectos de nacimiento provocados por Chernobyl. No es nada nuevo —murmuró—. Pero aquí no hay radiación. No encaja, Christopher.
Abrió las ventanas de la habitación y el ruido del tráfico, diez pisos más abajo, aumentó. La brisa hacía ondular los visillos blancos.
Dicken insistió, tratando de defender su argumento, consciente al mismo tiempo de que su declaración era deplorablemente inadecuada.
—Hay una importante posibilidad de que Herodes haga algo más que provocar abortos. Parece surgir en poblaciones relativamente aisladas. Ha estado activo al menos desde la década de los sesenta. La respuesta política ha sido en ocasiones extrema. Nadie arrasaría todo un pueblo o mataría a docenas de madres y padres y a sus hijos aún no nacidos sólo por un aumento local de abortos.
Augustine se encogió de hombros.
—Demasiado vago —dijo, contemplando la calle abajo.
—Suficiente para una investigación —sugirió Dicken.
Augustine frunció el ceño.
—Estamos hablando de vientres vacíos, Christopher —dijo con calma—. Tenemos que jugar con una idea aterradora, no con rumores y ciencia ficción.
10
Long Island, Nueva York
Kaye oyó pasos subiendo las escaleras, se sentó en la cama y se apartó el pelo de los ojos a tiempo de ver a Saul. Se adentró de puntillas en el dormitorio, caminando sobre la alfombra, llevando un pequeño paquete envuelto en papel de regalo rojo y atado con un lazo, y un ramo de rosas y clavellinas.
—Maldición —dijo, al ver que estaba despierta. Dejó las rosas a un lado con un movimiento elegante y se inclinó para besarla. Entreabrió los labios, ligeramente húmedos sin resultar agresivos. Ésa era su señal para indicar que anteponía los deseos de ella, pero que él estaba interesado, mucho.
—Bienvenida a casa. Te he echado de menos, Mädchen.
—Gracias. Me alegro de estar aquí.
Saul se sentó en el borde de la cama, contemplando las rosas.
—Estoy de buen humor. Mi dama está en casa. —Sonrió ampliamente y se tendió junto a ella, alzando las piernas y colocando los pies con calcetines sobre la cama. Kaye podía oler las rosas, el aroma intenso y dulce, casi demasiado para esa hora de la mañana. Él le ofreció el regalo.
—Para mi brillante amiga.
Kaye se sentó mientras Saul le ahuecaba la almohada para que se apoyase. Ver a Saul en buena forma le provocaba el mismo efecto de siempre: esperanza y alegría de estar en casa, y la sensación de encontrarse un poco más centrada. Le pasó los brazos sobre los hombros, abrazándole con torpeza y escondiendo la cabeza en su cuello.
—Ah —dijo—, abre la caja.
Ella alzó las cejas, frunció los labios y deshizo el lazo.
—¿Qué he hecho para merecer esto? —preguntó.
—Nunca has comprendido realmente lo valiosa y maravillosa que eres —dijo Saul—. Tal vez es sólo porque te quiero. Tal vez es para celebrar que has vuelto. O… tal vez estamos celebrando otra cosa.
—¿Qué?
—Ábrelo.
Fue dándose cuenta, con creciente intensidad, de que llevaba semanas fuera. Apartó el papel rojo y le besó la mano despacio, con los ojos fijos en su rostro. Bajó la mirada hacia la caja. Dentro había un gran medallón con el conocido perfil de un famoso fabricante de municiones. Era un premio Nobel, hecho con chocolate.
Kaye se rió en alto.
—¿De dónde… lo has sacado?
—Stan me prestó el suyo e hice un molde —dijo Saul.
—¿Y no vas a decirme qué es lo que sucede? —preguntó Kaye, acariciándole la cadera.
—No durante un rato —dijo Saul. Bajó las rosas, se quitó el jersey y ella empezó a desabrocharle la camisa.
Las cortinas estaban cerradas todavía y la habitación no había recibido su ración de sol matinal. Estaban en la cama, con las sábanas, mantas y edredón revueltos a su alrededor. Kaye veía montañas en los pliegues, y avanzó con cuidado con los dedos sobre un pico floreado. Saul arqueó la espalda, haciendo sonar los cartílagos y aspiró una bocanada de aire.
—Estoy en baja forma —dijo—. Me estoy convirtiendo en un jockey de despacho. Tengo que hacer unas cuantas flexiones más.
Kaye separó el índice y el pulgar un par de centímetros, y luego los abrió y cerró rítmicamente.
—Ejercicios con tubos de ensayo —dijo.
—Cerebro izquierdo, cerebro derecho —se le unió Saul, sujetando sus sienes y moviendo la cabeza de un lado a otro—. Tienes que ponerte al día de tres semanas de chistes sacados de Internet.
—¡Pobre de mí! —dijo Kaye.
—¡El desayuno! —gritó Saul y saltó de la cama—. Abajo, recién hecho, esperando que lo recalentemos.
Kaye le siguió en bata. «Saul ha regresado —trataba de convencerse—. Mi verdadero Saul ha regresado.»
Se había detenido en el supermercado local para comprar unos cruasanes rellenos de jamón y queso. Colocó los platos entre tazas de café y zumo de naranja sobre la mesita de la galería posterior. Brillaba el sol, el aire estaba limpio después de la tormenta y hacía un calorcillo agradable. Iba a ser un día encantador.
Para Kaye, con cada hora del verdadero Saul, la atracción de las montañas se desvanecía como un sueño infantil. No necesitaba alejarse. Saul charló sobre lo que había sucedido en EcoBacter, sobre su viaje a California y Utah y luego a Filadelfia para hablar con sus clientes y laboratorios asociados.
—La FDA nos ha pedido otros cuatro ensayos preclínicos —dijo sarcástico—, pero al menos les hemos demostrado que podemos juntar bacterias antagonistas, en lucha por recursos limitados, y forzarlas a fabricar armas químicas. Hemos demostrado que podemos aislar las bacteriocinas, purificarlas, producirlas en masa en forma neutralizada y a continuación activarlas. Inocuas para las ratas, para los hámsteres y para los monos, efectivas contra cepas resistentes de tres patógenos peligrosos. Estamos tan por delante de Merck y Aventis que ni siquiera pueden escupirnos al culo.