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Tilde iría delante; Franco reconocía honradamente que ella era la mejor escaladora. Franco mostró las cuerdas y Mitch les mostró que aún recordaba los lazos y nudos de cuando escalaba las Cascadas del Norte, en el estado de Washington. Tilde hizo un gesto y volvió a anudar el lazo al estilo alpino alrededor de su cintura y hombros.

—Puedes subir de frente la mayor parte del camino. Recuerda, tallaré peldaños si los necesitas —añadió Tilde—. No quiero que tires hielo sobre Franco.

Ella se puso en cabeza.

A mitad del ascenso, clavado a la pared con las puntas delanteras de sus crampones, Mitch llegó a un límite y el agotamiento pareció salirle a chorros por los pies, haciéndole sentir náuseas durante un momento. Luego se sintió renovado, como si se hubiese lavado en agua fresca, y respiró con más facilidad. Siguió a Tilde, clavando sus crampones en el hielo y acercándose mucho, agarrándose a cualquier saliente disponible. Apenas utilizaba el piolet. El aire era más cálido cerca del hielo.

Les llevó quince minutos ascender más allá de la mitad, hasta el hielo color nata. El sol llegaba a través de bajas nubes grises e iluminaba la helada cascada en un ángulo agudo, situando a Mitch en una pared de oro traslúcido.

Esperó a que Tilde les anunciase que estaba en lo alto y segura. Franco respondió, lacónico. Mitch se abrió camino entre dos columnas. Allí el hielo era realmente impredecible. Clavó las puntas laterales de los crampones y lanzó una nube de esquirlas sobre Franco. Franco maldijo, pero Mitch no se soltó o no se quedó colgando ni una vez, y eso era una bendición.

Ascendió de frente y se arrastró por el borde rugoso y redondeado de la cascada. Sus guantes resbalaban peligrosamente sobre riachuelos de hielo. Pateó con las botas, su pie derecho encontró un saliente de roca, se clavó en él, encontró más apoyo, esperó un momento para recuperar el aliento y subió como una morsa hasta donde estaba Tilde.

Peñascos grises a ambos lados marcaban el lecho del arroyo helado. Alzó la mirada hasta el estrecho valle rocoso, medio en sombras, donde un pequeño glaciar había descendido tiempo atrás desde el este, dejando su característica hendidura en forma de U. Los últimos años no había nevado mucho y el glaciar había avanzado, alejándose de la fisura, que ahora se encontraba a varias docenas de metros por encima del cuerpo principal del glaciar.

Mitch rodó sobre su estómago y ayudó a Franco a llegar arriba. Tilde permanecía a un lado, encaramada en el borde como si no supiese lo que era el miedo, perfectamente equilibrada, esbelta, espléndida.

Frunció el ceño ante Mitch.

—Nos estamos retrasando —dijo—. ¿Qué puedes averiguar en media hora?

Mitch se encogió de hombros.

—Debemos iniciar el regreso antes de que se ponga el sol —le dijo Franco a Tilde, y luego, sonriéndole, a Mitch—: No es un hijo de puta tan duro este hielo, ¿eh?

—No ha estado mal —respondió Mitch.

—Aprende rápido —le dijo Franco a Tilde, que miró al cielo—. ¿Habías escalado hielo alguna vez?

—No como ése —respondió Mitch.

Caminaron unas cuantas docenas de metros sobre el arroyo helado.

—Dos subidas más —dijo Tilde—. Franco, tú delante.

Mitch miró hacia arriba a través del aire cristalino, por encima del borde de la hendidura, hasta los picos aserrados de las montañas más altas. Todavía no sabía dónde estaba. Franco y Tilde preferían mantenerle en la ignorancia. Habían caminado al menos veinte kilómetros desde el Gaststube de piedra, con el té.

Volviéndose, avistó el vivac naranja, a unos cuatro kilómetros de distancia y cientos de metros por debajo. Se encontraba junto a un collado, en sombra.

La capa de nieve parecía muy fina. Las montañas acababan de pasar por el verano más caluroso de la historia moderna alpina, con creciente fusión glaciar, breves inundaciones en los valles, causadas por las fuertes lluvias y tan sólo ligeros restos de nieve de temporadas pasadas. El calentamiento global se había convertido últimamente en un cliché de los medios de comunicación; desde donde se encontraba y bajo su mirada inexperta, parecía muy real. Los Alpes podrían quedar desnudos en unas décadas.

El relativo calor y la sequedad habían abierto una ruta a la vieja cueva, y habían permitido a Franco y Tilde descubrir una tragedia secreta.

Franco indicó que estaba seguro y Mitch escaló centímetro a centímetro la superficie de la última roca, sintiendo como la gneis se rompía y astillaba bajo sus botas. Allí, la piedra era escamosa y en algunas zonas se deshacía con facilidad; la nieve había cubierto esa área durante mucho tiempo, posiblemente miles de años.

Franco le tendió una mano y ambos sujetaron la cuerda mientras Tilde trepaba. Se quedó en el borde, protegiéndose los ojos del sol directo, que estaba sólo a un palmo sobre el recortado horizonte.

—¿Sabes dónde te encuentras? —le preguntó a Mitch.

Mitch negó con la cabeza.

—Nunca he estado tan arriba.

—Un chico de los valles —dijo Franco con una sonrisa.

Mitch entrecerró los ojos.

Se encontraban sobre una superficie de hielo redondeada y resbaladiza, el dedo de un glaciar que antiguamente había descendido unos diez kilómetros formando varias cascadas espectaculares. Ahora, en esta sección, el flujo casi se había detenido. Poca nieve reciente alimentaba la cabecera del glaciar, en lo alto. Sobre el desgarrón helado de la rimaya, el muro de roca iluminado por el sol se elevaba varios cientos de metros, la cumbre más alta de lo que Mitch quería ver.

—Ahí —dijo Tilde, señalando las rocas situadas al otro lado, bajo un saliente. Con cierto esfuerzo, Mitch distinguió un pequeño punto rojo entre las sombras negras y grises: un banderín de tela que Franco había colocado en su última subida. Comenzaron a caminar sobre el hielo.

La cueva, una hendidura natural, tenía una pequeña abertura de un metro de diámetro, oculta artificialmente tras un muro bajo de piedras del tamaño de una cabeza. Tilde sacó su cámara digital y fotografió la abertura desde diversos ángulos, retrocediendo y caminando alrededor mientras Franco apartaba las piedras y Mitch observaba la entrada.

—¿A qué profundidad? —preguntó Mitch, cuando Tilde se reunió con ellos.

—Diez metros —dijo Franco—. Hace mucho frío ahí dentro, más que en un congelador.

—Pero no por mucho tiempo —dijo Tilde—. Creo que es el primer año que esta zona ha estado tan abierta. El próximo verano podría quedar por encima de la temperatura de congelación. El aire cálido podría penetrar aquí. —Hizo una mueca y se pellizcó la nariz.

Mitch se descolgó la mochila y buscó las linternas, la caja de pequeños cuchillos, los guantes de vinilo, todo lo que había podido encontrar en las tiendas del pueblo. Lo metió todo en una pequeña bolsa de plástico, la cerró, la guardó en el bolsillo de su chaquetón y miró a Franco y a Tilde.

—¿Bien? —dijo.

—Vamos —dijo Tilde, haciendo un gesto de avance con las manos. Sonreía ampliamente.

Mitch se agachó, se puso a cuatro patas y entró en la cueva el primero. Franco le siguió unos segundos después y Tilde justo detrás.

Mitch sujetaba la correa de la pequeña linterna con los dientes, avanzando con dificultad, veinte o treinta centímetros cada vez. Hielo y nieve pulverizada formaban un fino manto sobre el suelo de la cueva. Las paredes eran lisas y subían hasta una brecha estrecha cerca del techo. Allí ni siquiera podría ponerse en cuclillas.

—Se hace más ancho —le informó Franco.

—Una madriguera muy acogedora —dijo Tilde, con voz hueca.

El aire no olía a nada, vacío. Hacía frío, bastantes grados bajo cero. La roca le absorbía el calor incluso a través de la chaqueta aislante y los pantalones para la nieve. Pasó sobre una veta de hielo, lechosa sobre la roca negra, y lo rascó con los dedos. Sólido. La nieve y el hielo debían haber llegado al menos hasta esa profundidad cuando la cueva estaba cubierta. Justo al pasar la veta de hielo, la cueva comenzaba a empinarse. Sintió un débil soplo de aire procedente de otra grieta en la roca libre de hielo.