—Por favor, Professor, vaya al grano —dijo Mitch.
Luria arqueó las cejas y reordenó los papeles.
—Me han dicho que era usted un científico muy bueno, concienzudo, un experto en organizar y realizar excavaciones meticulosas. Usted encontró el esqueleto conocido como Hombre de Pasco. Cuando los nativos americanos protestaron y reclamaron al Hombre de Pasco como uno de sus antepasados, usted se llevó los huesos de allí.
—Para protegerlos. Habían aparecido en una ribera y estaban en la orilla del río. Los indios querían enterrarlos de nuevo. Los huesos eran demasiado importantes para la ciencia. No podía dejar que sucediese eso.
Luria se inclinó.
—Creo que el Hombre de Pasco murió de una herida de lanza infectada en el muslo, ¿no es así?
—Es posible.
—Parece tener olfato para antiguas tragedias —dijo Luria, rascándose la oreja con un dedo.
—La vida era muy dura entonces.
Luria asintió.
—En Europa, cuando encontramos un esqueleto, no tenemos esos problemas. —Sonrió a sus colegas—. No sentimos respeto por nuestros muertos… los desenterramos, los exponemos, les cobramos a los turistas por verlos. Así que para nosotros, esto no es necesariamente una mancha importante en su carrera, aunque parece haber provocado el fin de la relación con su institución.
—Corrección política —dijo Mitch, intentando no sonar demasiado cáustico.
—Es posible. Estoy encantado de escuchar a alguien con su experiencia… pero, doctor Rafelson, lamentablemente, lo que usted ha descrito es muy improbable. —Luria apuntó a Mitch con el bolígrafo—. ¿Qué parte de su historia es verdadera, y cuál es falsa?
—¿Por qué iba a mentir? —preguntó Mitch—. Mi vida ya se ha ido al infierno.
—¿Tal vez para mantener el contacto con la ciencia? ¿Para no verse apartado repentinamente de la antropología?
Mitch sonrío con tristeza.
—Puede que lo hiciese —dijo—, pero no me inventaría una locura como ésta. El hombre y la mujer de la cueva tenían claras características neandertales.
—¿En qué criterios basa la identificación? —preguntó Brock, interviniendo en la conversación por primera vez.
—El doctor Brock es un experto en neandertales —dijo Luria, respetuosamente.
Mitch describió los cuerpos lenta y cuidadosamente. Podía cerrar los ojos y verlos como si estuviesen flotando sobre la cama.
—Es consciente de que diferentes investigadores utilizan criterios diferentes para describir a los supuestos neandertales —dijo Brock—. Tempranos, tardíos, intermedios, de diferentes regiones, esbeltos o robustos, tal vez diferentes grupos raciales dentro de la subespecie. A veces las distinciones son tantas que un observador podría confundirse.
—No eran Homo sapiens sapiens. —Mitch se sirvió un vaso de agua y se ofreció a servir más vasos. Luria y la mujer aceptaron. Brock negó con la cabeza.
—Bien, si los encontramos, podremos resolver este problema fácilmente. Siento curiosidad por su opinión sobre la cronología en la evolución humana…
—No soy dogmático —dijo Mitch.
Luria meneó la cabeza, comme ci, comme ça, y revisó algunas páginas de notas.
—Clara, por favor, páseme ese libro grande de ahí. He marcado algunas fotos y planos, de dónde podría haber estado antes de que le encontrasen. ¿Le resulta familiar alguna de éstas?
Mitch agarró el libro y lo sostuvo abierto con torpeza sobre su regazo. Las imágenes eran luminosas, claras, hermosas. La mayoría habían sido tomadas a plena luz del día con el cielo azul. Miró las páginas marcadas y sacudió la cabeza.
—No veo ninguna cascada helada.
—Ningún guía conoce una cascada helada por las cercanías del serac, ni tampoco a lo largo de la masa principal del glaciar. Tal vez pueda darnos alguna otra pista…
Mitch meneó la cabeza.
—Lo haría si pudiese, Professor.
Luria guardó los papeles con decisión.
—Creo que es usted un joven sincero, tal vez incluso un buen científico. Le diré algo, si no va contándoselo a los periódicos o a la televisión, ¿de acuerdo?
—No tengo ningún motivo para dirigirme a ellos.
—La niña nació muerta o gravemente herida. La parte posterior de su cabeza está destrozada, tal vez por el impacto de un palo afilado endurecido al fuego.
Niña. El bebé había sido una niña. Por algún motivo, eso le conmovió profundamente. Bebió otro sorbo de agua. Toda la emoción de su situación actual, la muerte de Tilde y Franco… la tristeza de esa antigua historia. Los ojos se le llenaron de lágrimas, a punto de desbordarse.
—Lo siento —dijo, y se secó la humedad con la manga del pijama.
Luria le observó comprensivo.
—Eso le confiere a su historia cierta credibilidad, ¿no? Pero… —El profesor levantó la mano y apuntó al techo, concluyendo—: Aún así es difícil de creer.
—La niña no es, definitivamente, un Homo sapiens neandertalensis —dijo Brock—. Tiene rasgos interesantes, pero es moderna en todos sus detalles. Sin embargo, no es específicamente europea, más bien anatolia o incluso turca, pero eso es sólo una suposición por ahora. Y no conozco ningún espécimen tan reciente de esa clase. Sería increíble.
—Debo de haberlo soñado —dijo Mitch, apartando la mirada.
Luria se encogió de hombros.
—Cuando se encuentre bien, ¿le gustaría acompañarnos al glaciar y buscar de nuevo la cueva?
Mitch no lo dudó.
—Por supuesto —dijo.
—Intentaré arreglarlo. Pero por ahora… —Luria miró la pierna de Mitch.
—Al menos cuatro meses —dijo Mitch.
—No será un buen momento para escalar, dentro de cuatro meses. A finales de la primavera, entonces, el año que viene. —Luria se puso en pie y la mujer, Clara, recogió los vasos y los colocó sobre la bandeja de Mitch.
—Gracias —dijo Brock—. Espero que tenga usted razón doctor Rafelson. Sería un hallazgo maravilloso.
Al salir, se inclinaron ligeramente, con formalidad.
12
Centro para el Control y Prevención de Enfermedades, Atlanta
—Las vírgenes no pillan nuestra gripe —dijo Dicken, levantando la vista de los papeles y gráficas que estaban sobre la mesa—. ¿Es eso lo que me estás diciendo? —Arqueó las oscuras cejas hasta que su frente se llenó de arrugas.
Jane Salter se acercó y recogió los documentos de nuevo, nerviosa, extendiéndolos con solícita determinación sobre el escritorio. Las paredes de cemento de su despacho del sótano acentuaron el sonido crujiente. Muchas de las oficinas de los pisos inferiores de Edificio 1 del Centro para el Control y Prevención de Enfermedades habían sido anteriormente laboratorios de experimentación, con animales y jaulas. Terraplenes de cemento sobresalían cerca de las paredes.
En ocasiones, a Dicken le parecía que todavía podía oler el desinfectante y la mierda de mono.
—Es lo más sorprendente que puedo extraer de los datos —confirmó Salter.
Era una de las mejores especialistas en estadística que tenían, un genio con los diversos ordenadores que hacían la mayor parte del seguimiento, desarrollo de modelos y registro de datos.
—Los hombres se contagian a veces, o dan positivo en las pruebas, pero son asintomáticos. Se convierten en vectores para las mujeres, pero probablemente no para otros hombres. Y… —Tamborileó con los dedos sobre la mesa—. No podemos hacer que nadie se infecte a sí mismo.