—Mierda —dijo Kim—. La semana pasada rechacé una oferta de Procter and Gamble.
—Espero que hayas dejado alguna puerta abierta —dijo Kaye.
Kim sacudió la cabeza.
—Me gusta esto, Kaye. Preferiría trabajar contigo y con Saul antes que con casi cualquier otro. Pero a cada día que pasa no me voy haciendo más joven, y tengo en mente proyectos bastante ambiciosos.
—Como todos —dijo Kaye.
—Casi he conseguido desarrollar un tratamiento de dos frentes —comentó Kim, acercándose al panel acrílico—. He encontrado la conexión genética entre las endotoxinas y las adhesinas. El cholerae ataca las células de nuestra mucosa intestinal y las satura. El cuerpo se defiende desprendiendo las membranas mucosas. Diarreas de «agua de arroz». Puedo desarrollar un fago que lleve un gen que corte la producción de pili en el cólera. Si pueden producir toxinas, no pueden producir pili y no pueden adherirse a las células de la mucosa intestinal. Liberamos cápsulas del fago en las zonas afectadas y voilà. Incluso podemos utilizarlos en programas de tratamiento de aguas. Seis meses, Kaye. Sólo seis meses más y podremos entregárselo a la Organización Mundial de la Salud a setenta y cinco centavos la dosis. Tan sólo cuatrocientos dólares para tratar toda una planta de purificación de agua. Obtener un buen beneficio y salvar varios miles de vidas cada mes.
—Te escucho —dijo Kaye.
—¿Por qué es tan importante el tiempo? —preguntó Kim en voz baja y se sirvió otra taza de té.
—Tu trabajo no se detendrá aquí. Si tenemos que cerrar, puedes llevártelo contigo. Vete a otra compañía. Y llévate los ratones. Por favor.
Kim se rió y luego frunció el ceño.
—Eso es increíblemente generoso por tu parte. ¿Y que hay de vosotros? ¿Vais a resignaros a la situación hasta que os aplasten las deudas o a declararos en quiebra y aceptar trabajar para los de Squibb? Tú podrías conseguir trabajo con mucha facilidad, Kaye, sobre todo si te decides antes de que se apague la publicidad. Pero ¿qué hará Saul? Esta empresa es su vida.
—Tenemos alternativas —dijo Kaye.
Kim curvó las comisuras de los labios con gesto de preocupación. Puso la mano sobre el brazo de Kaye.
—Todos sabemos lo de sus ciclos —dijo—. ¿Le está afectando todo esto?
Esto provocó en Kaye un estremecimiento, como si intentase deshacerse de algo desagradable.
—No puedo hablar de Saul, Kim. Ya lo sabes.
Kim levantó las manos en el aire.
—Dios, Kaye, tal vez podríais aprovechar la publicidad para salir a bolsa, conseguir financiación. Algo que nos sacase del apuro durante otro año…
Kim no tenía mucha idea de cómo funcionaban los negocios. Era atípica en esto; la mayoría de los investigadores en biotecnología que trabajaban en empresas privadas sabían mucho de negocios. «Sin francos no hay monstruo de Frankenstein», había oído decir a uno de sus colegas.
—No podríamos convencer a nadie de que nos respaldase en una oferta pública —dijo Kaye—. El SHEVA no tiene nada que ver con EcoBacter, por ahora nada en absoluto. Y el cólera es cosa del Tercer Mundo. No resulta atractivo, Kim.
—¿No lo es? —dijo Kim, agitando las manos disgustada—. Bien, ¿y qué demonios resulta atractivo hoy día en la gran subasta mundial?
—Alianzas, beneficios altos y valor de mercado —dijo Kaye. Se puso en pie y dio unos golpecitos sobre el panel de plástico cerca de una de las jaulas para ratones. Los animales de su interior se levantaron y arrugaron la nariz.
Kaye entró en el laboratorio 6, donde había llevado a cabo la mayor parte de su trabajo de investigación. Un mes antes había pasado sus estudios sobre bacteriocinas a unos posdoctorados del laboratorio 5. En estos momentos, el laboratorio 6 lo estaban utilizando los ayudantes de Kim, pero se encontraban en un congreso en Houston, y el lugar estaba cerrado y las luces apagadas.
Cuando no estaba trabajando en antibióticos, su ocupación preferida habían sido los cultivos de Henle 407 obtenidos a partir de células intestinales; los había utilizado para estudiar meticulosamente algunos aspectos del genoma de los mamíferos y para localizar HERV potencialmente activos. Saul la había animado, puede que imprudentemente; podría haberse centrado por completo en la investigación de las bacteriocinas, pero Saul le había asegurado que era una chica de oro. Cualquier cosa que tocase beneficiaría a la compañía.
Ahora tenían gloria de sobra, pero no dinero.
La industria biotecnológica era implacable, como mínimo. Tal vez simplemente ella y Saul no tenían lo que se precisaba para triunfar.
Kaye se sentó en medio del laboratorio, en una silla rodante a la que por algún motivo le faltaba una rueda. Se apoyó hacia un lado, con las manos en las rodillas y las lágrimas deslizándose por las mejillas. Una vocecita persistente en la parte posterior de su cabeza le decía que eso no podía continuar. La misma voz seguía advirtiéndole de que había elegido mal en su vida personal, pero no podía imaginar que otra cosa podría haber hecho. A pesar de todo, Saul no era su enemigo; lejos de ser un hombre brutal o abusivo, era simplemente una víctima de un trágico desequilibrio biológico. Su amor por ella era puro.
Lo que había iniciado sus lágrimas era esa traicionera voz interior que insistía en que debía escapar de esa situación, abandonar a Saul, empezar de nuevo; no habrá un momento mejor. Podía conseguir un trabajo en el laboratorio de una universidad, solicitar financiación para un proyecto de investigación pura que se adaptase a su estilo, huir de aquella maldita y literal carrera de ratas.
Pero Saul se había mostrado tan cariñoso, tan bien cuando ella volvió de Georgia… El artículo sobre la evolución parecía haber reavivado su interés por la ciencia al margen de los beneficios. Y entonces… la recaída, el desánimo, la espiral descendente. El falso Saul, el Saul negativo.
No quería enfrentarse de nuevo a lo que había sucedido hacía ocho meses. La peor depresión de Saul había puesto a prueba sus propios límites. Sus intentos de suicidio, dos, la habían dejado exhausta y amargada, más de lo que quería admitir. Había fantaseado con vivir con otros hombres, hombres tranquilos y normales, hombres de una edad más cercana a la de ella.
Kaye nunca le había hablado a Saul de esos deseos, de esos sueños; se preguntaba si tal vez ella también debería ver a un psiquiatra, pero había decidido no hacerlo. Saul había gastado decenas de miles de dólares en psiquiatras, había probado cinco tipos de antidepresivos, una vez había sufrido pérdida completa de la función sexual y semanas de no poder pensar con claridad. En su caso, las drogas milagrosas no funcionaban.
¿Qué les quedaba? ¿Qué le quedaba a ella, en reserva, si la marea volvía y perdía al Buen Saul? Estar junto a Saul en los malos momentos había aniquilado sus otras reservas, una reserva espiritual, generada durante su infancia, cuando sus padres le habían dicho: «Eres responsable de tu vida, de tu comportamiento. Dios te ha dado ciertos dones, hermosos instrumentos…»
Sabía que ella estaba bien; una vez había sido autónoma, fuerte, con voluntad propia, y quería volver a sentirse así.
Saul tenía un cuerpo aparentemente saludable, y una buena mente intelectual, y sin embargo había ocasiones en que, a pesar de sí mismo, no podía controlar su existencia. ¿Qué decía eso sobre Dios y sobre el alma inefable, sobre el yo? Que unas simples sustancias químicas podían desvirtuarlos…
Kaye nunca había creído mucho en todo el asunto de Dios, nunca había tenido verdadera fe; los escenarios de los crímenes de Brooklyn habían debilitado su creencia en cualquier tipo de religión de cuento de hadas; debilitado y finalmente destruido.