Kaye asintió y aceptó la tarjeta. Ya no quería la casa; pensó en cerrar la puerta sin más y marcharse.
Caddy fue la última en irse.
—¿Dónde vas a pasar la noche, Kaye? —le preguntó.
—No lo sé —dijo Kaye.
—Puedes quedarte con nosotros, cariño.
—Gracias —dijo Kaye—. Hay una cama en el laboratorio. Creo que dormiré allí esta noche. ¿Podrías cuidar de los gatos? No puedo… ocuparme de ellos ahora.
—Por supuesto. Los buscaré. ¿Quieres que vuelva? —preguntó Caddy—. ¿Que limpie… ya sabes? ¿Han terminado los otros?
—Ya te llamaré —dijo Kaye, a punto de derrumbarse de nuevo.
Caddy la abrazó hasta hacerle daño y se fue a buscar a los gatos. Se marchó diez minutos después y Kaye se quedó sola en la casa.
Sin una nota, ni un mensaje, nada.
Sonó el teléfono. No contestó durante un rato, pero siguió sonando y alguien había desconectado el contestador, quizá Saul. Quizá fuese Saul, pensó sobresaltándose, odiándose por haber abandonado la esperanza por un momento, y levantando el auricular de inmediato.
—¿Es usted Kaye?
—Sí —contestó con voz ronca. Se aclaró la garganta.
—Señora Lang, soy Randy Foster de Industrias AKS. Tengo que hablar con Saul. Sobre el acuerdo. ¿Está en casa?
—No, señor Foster.
Una pausa. Embarazosa. ¿Qué podía decir? ¿A quién decírselo por ahora? ¿Y quién era Randy Foster, y de qué acuerdo hablaba?
—Perdone. Dígale que ya hemos terminado con los abogados y que los contratos están listos. Los enviaremos mañana. Hemos fijado una reunión para las cuatro de la tarde. Estoy deseando conocerla señora Lang.
Kaye murmuró algo y colgó el teléfono. Por un momento pensó que iba a derrumbarse, a derrumbarse de verdad. En vez de eso, despacio y con deliberación, volvió a subir las escaleras e hizo una maleta con la ropa que podría necesitar durante la semana siguiente.
Después abandonó la casa y condujo hasta EcoBacter. El edificio estaba casi vacío, era la hora de cenar y ella no tenía hambre. Utilizó su llave para abrir el pequeño despacho lateral donde Saul había colocado una cama y algunas mantas, dudó un momento antes de abrir la puerta. La empujó y entró despacio.
La pequeña habitación sin ventanas estaba oscura, vacía y fría. Olía a limpio.
Todo estaba en orden.
Kaye se desvistió y se metió bajo la manta de lana beige y las crujientes sábanas blancas.
La mañana siguiente, temprano, antes del amanecer, se despertó sudando y temblando; no enferma sino horrorizada por el espectro de su nuevo yo: una viuda.
20
Londres
Finalmente, los periodistas localizaron a Mitch en Heathrow. Sam estaba sentado frente a él, ante una mesa de la sala que rodeaba el bar de marisco, mientras cinco de ellos, dos mujeres y tres hombres, se amontonaban junto a la barrera de plantas de plástico de media altura que rodeaba la zona de mesas, y lo acribillaban con preguntas. Viajeros, curiosos e irritados, les observaban desde otras mesas o pasaban cerca arrastrando su equipaje.
—¿Fue usted el primero en confirmar que eran prehistóricos? —le preguntó la mujer de mayor edad, sujetando la cámara con una mano. Se apartó unos mechones de pelo teñido con henna, insegura, moviendo los ojos de un lado a otro, fijando finalmente la vista en Mitch, esperando su respuesta.
Mitch picoteó su cóctel de gambas.
—¿Cree que tienen alguna conexión con el Hombre de Pasco de Estados Unidos? —preguntó uno de los hombres, obviamente esperando provocarle.
Mitch no conseguía diferenciar a los tres hombres entre sí. Todos tenían treinta y tantos, vestían trajes negros arrugados y llevaban cuadernos taquigráficos y grabadoras digitales.
—Ésa fue su última catástrofe, ¿verdad?
—¿Le han expulsado de Austria? —preguntó otro de los hombres.
—¿Cuánto le pagaron los alpinistas fallecidos para que guardase el secreto? ¿Cuánto iban a cobrar por las momias?
Mitch se reclinó en la silla, se estiró ostensiblemente y sonrió. La mujer del pelo teñido lo grabó diligentemente. Sam agitó la cabeza y se encogió como si se encontrase bajo la lluvia.
—Pregúntenme por el niño —dijo Mitch.
—¿Qué niño?
—Pregúntenme por el bebé. El bebé normal.
—¿Cuantos lugares saquearon? —preguntó jovialmente la mujer del pelo teñido.
—Encontramos al bebé en la cueva, con sus padres —dijo Mitch. Se levantó, apartando la silla de hierro forjado con un chirrido desagradable—. Vámonos, papá.
—Bien —dijo Sam.
—¿Qué cueva? ¿La cueva de los hombres de las cavernas? —preguntó el hombre que se hallaba en medio.
—Hombre y mujer de las cavernas —corrigió la mujer joven.
—¿Piensa que lo secuestraron? —preguntó pelo teñido, humedeciéndose los labios.
—¡Secuestraron a un bebé, lo mataron, se lo llevaron a los Alpes, tal vez como alimento… quedaron atrapados en medio de una tormenta y murieron! —comentó con entusiasmo el hombre de la izquierda.
—¡Ésa sí que sería una historia! —dijo el hombre número tres, a la izquierda.
—Pregúntenles a los científicos —dijo Mitch y se dirigió al mostrador con las muletas, para pagar la cuenta.
—¡Ésos dan información como si se tratase de dispensas papales! —gritó a su espalda la mujer más joven.
21
Washington, D.C.
Dicken estaba sentado junto a Mark Augustine en el despacho de la directora de Salud Pública, la doctora Maxine Kirby. Ella era de mediana estatura, corpulenta, con perspicaces ojos almendrados sobre una piel color chocolate que mostraba tan sólo unas cuantas líneas de expresión, contradiciendo sus seis décadas; esas líneas, sin embargo, se habían vuelto más profundas durante la última hora.
Eran las once de la noche y ya habían repasado dos veces los detalles. Por tercera vez, el ordenador portátil volvió a iniciar la secuencia de gráficos y definiciones, pero sólo Dicken la contemplaba.
Frank Shawbeck, subdirector del Instituto Nacional de Salud, entró de nuevo en la habitación por la pesada puerta gris, después de haber hecho una visita al baño situado al fondo del pasillo. Todos sabían que a Kirby no le gustaba que otras personas utilizasen su cuarto de baño privado.
La directora de Salud Pública contempló el techo, y Augustine le dirigió a Dicken una breve mirada con el ceño fruncido, preocupado por si la presentación no había sido convincente.
La directora levantó una mano.
—Christopher, por favor, apaga ese cacharro. La cabeza me da vueltas. —Dicken pulsó la tecla ESCAPE del portátil y apagó el retroproyector. Shawbeck aumentó la intensidad de las luces del despacho y se metió las manos en los bolsillos. Adoptó una postura de respaldo incondicional en una esquina de la gran mesa de arce de Kirby.
—Esas estadísticas locales —dijo Kirby—, todas de hospitales de la zona, es un punto importante, está sucediendo en el vecindario… y todavía estamos recibiendo informes de otras ciudades y de otros estados.
—Continuamente —confirmó Augustine—. Intentamos ser todo lo discretos que podemos, pero…
—Empiezan a sospechar. —Kirby sujetó uno de sus dedos índices y contempló la uña pintada, algo desconchada. La uña era de color azul verdoso. La directora de Salud Pública tenía sesenta y un años, pero utilizaba esmalte de uñas para adolescentes—. En cualquier momento saldrá en las noticias. El SHEVA es algo más que una curiosidad. Lo mismo que la gripe de Herodes. La Herodes provoca mutaciones y abortos. Por cierto, ese nombre…