—Puede que sea demasiado directo. ¿A quién se le ocurrió?
—A mí —dijo Augustine.
Shawbeck estaba actuando de perro guardián. Dicken le había visto jugar al adversario con Augustine anteriormente, y nunca sabía hasta qué punto la actitud era genuina.
—Bien, Frank, Mark, ¿es ésta mi munición? —preguntó Kirby. Antes de que pudiesen responder, adoptó un gesto aprobador y especulativo, frunciendo los labios, y dijo—: Es condenadamente aterrador.
—Lo es —afirmó Augustine.
—Pero no tiene ningún sentido —añadió Kirby—. ¿Algo surge de nuestros genes y crea bebés monstruos… con sólo un enorme ovario? Mark, ¿qué demonios?
—No sabemos cuál es la etiología, señora —dijo Augustine—. Nos faltan medios; dadas las circunstancias, hemos reducido el personal al mínimo en todos los proyectos.
—Estamos reclamando más dinero, Mark. Ya lo sabes. Pero el ambiente en el Congreso no es bueno. No quiero que me pillen con una falsa alarma.
—Biológicamente, el trabajo es de la más alta categoría. Políticamente, es una bomba de relojería —dijo Augustine—. Si no lo hacemos público pronto…
—Maldita sea, Mark —dijo Shawbeck—. ¡No tenemos ninguna conexión directa! La gente que pilla esta gripe… ¡todos sus tejidos siguen inundados de SHEVA semanas después! ¿Qué pasa si los virus son viejos y débiles y no tienen ninguna relación? ¿Y si se expresan porque… —agitó la mano— hay menos ozono y todos recibimos más rayos UVA o algo así, como el herpes que aparece en las pupas de los labios? Tal vez sean inofensivos, tal vez no tengan nada que ver con los abortos.
—No creo que sea una coincidencia —dijo Kirby—. Hay demasiadas coincidencias en las cifras. Lo que quiero saber es ¿por qué el organismo no devora estos virus, por qué no se deshace de ellos?
—Porque se liberan continuamente durante meses —contestó Dicken—. Sea lo que sea lo que el cuerpo haga con ellos, continúan expresándose en diferentes tejidos.
—¿Qué tejidos?
—Todavía no estamos seguros —dijo Augustine—. Estamos mirando en la médula ósea y la linfa.
—No hay absolutamente ningún signo de viremia —añadió Dicken—. No hay inflamación del bazo ni de los ganglios linfáticos. Virus por todas partes, pero no provocan reacciones importantes. —Se frotó la mejilla, preocupado—. Me gustaría volver a revisar algo.
La directora de Salud Pública volvió a mirarle, y Shawbeck y Augustine; advirtiendo su concentración, se mantuvieron en silencio.
Dicken acercó la silla unos centímetros.
—Las mujeres agarran el SHEVA de sus parejas masculinas estables. Las mujeres solteras, las mujeres sin parejas estables, no agarran el SHEVA.
—Eso es una estupidez —dijo Shawbeck, con gesto de disgusto—. ¿Cómo demonios va a saber una enfermedad si una mujer convive con alguien o no? —Ahora fue Kirby quien frunció el ceño. Shawbeck se disculpó—. Pero ya sabe lo que quiero decir —dijo, a la defensiva.
—Está en las estadísticas —rebatió Dicken—. Lo hemos repasado minuciosamente. Se transmite de los hombres a sus parejas femeninas, mediante una exposición bastante prolongada. Los hombres homosexuales no lo transmiten a sus parejas. Si no hay contacto heterosexual, no hay contagio. Es una enfermedad de transmisión sexual, pero selectiva.
—¡Dios! —exclamó Shawbeck, sin que Dicken pudiese descifrar si la respuesta era de escepticismo o de asombro.
—De momento supondremos que es así —dijo la directora de Salud Pública—. ¿Qué ha provocado que el SHEVA aparezca ahora?
—Es evidente que el SHEVA y los humanos mantienen una vieja relación —dijo Dicken—. Podría tratarse del equivalente humano de un fago lisogénico. En las bacterias, los fagos lisogénico se manifiestan cuando las bacterias se ven sometidas a estímulos que pueden interpretarse como amenazas para la vida, es decir, estrés. Tal vez el SHEVA reacciona ante cosas que causan estrés a los humanos. Superpoblación. Condiciones sociales. Radiación.
Augustine le dirigió una mirada de advertencia.
—Somos mucho más complicados que las bacterias —concluyó.
—¿Crees que el SHEVA se manifiesta ahora debido a la superpoblación? —preguntó Kirby.
—Quizá, pero ésa no es la cuestión —dijo Dicken—. Los fagos lisogénicos pueden cumplir en ocasiones una función simbiótica. Ayudan a las bacterias a adaptarse a nuevas condiciones, e incluso a nuevas fuentes de alimento o de oportunidades, mediante el intercambio de genes. ¿Y si el SHEVA desempeña una función útil para nosotros?
—¿Manteniendo bajos los niveles de población? —aventuró Shawbeck con escepticismo—. ¿El estrés de la superpoblación hace que manifestemos pequeños expertos en abortos? ¡Vaya!
—Quizá. No lo sé —dijo Dicken, secándose las manos en los pantalones, nervioso. Kirby se fijó en eso y le miró con calma, algo incómoda por él.
—¿Quién lo sabe? —preguntó.
—Kaye Lang —contestó Dicken.
Augustine le hizo una ligera señal con la mano, que pasó inadvertida para la directora; Dicken caminaba sobre hielo muy frágil. Eso no lo habían discutido con anterioridad.
—Parece que se adelantó a todos los demás con lo del SHEVA —dijo Kirby. Con los ojos muy abiertos se inclinó sobre la mesa y le miró desafiante—. Pero Christopher, ¿cómo podías saber eso… en agosto, en la República de Georgia? ¿Tu intuición de cazador?
—Había leído sus artículos —dijo Dicken—. Lo que planteaba era intrínsecamente fascinante.
—Siento curiosidad. ¿Por qué te envió Mark a Georgia y Turquía? —preguntó Kirby.
—Casi nunca envío a Christopher a ningún lugar —dijo Augustine—. Tiene instinto de lobo cuando se trata de encontrar el tipo de presa al que nos dedicamos.
Kirby mantuvo la mirada sobre Dicken.
—No seas tímido, Christopher. Mark te tenía por ahí, explorando en busca de una enfermedad aterradora. Es de admirar, medicina preventiva aplicada a la política. ¿Y en Georgia coincidiste con la señora Kaye Lang por casualidad?
—Hay una oficina de CCE en Tbilisi —comentó Augustine, intentando echarle una mano.
—Una oficina por la que el señor Dicken no pasó, ni siquiera en visita social —dijo la directora, frunciendo las cejas.
—Fui para verla a ella. Admiraba su trabajo.
—Y no le contaste nada.
—Nada significativo.
Kirby se reclinó en el asiento y miró a Augustine.
—¿Podemos hacer que se una a nosotros? —preguntó.
—Tiene problemas en estos momentos —dijo Augustine.
—¿Qué tipo de problemas? —preguntó la directora.
—Su marido ha desaparecido, probablemente se ha suicidado —contestó Augustine.
—Eso fue hace un mes —dijo Dicken.
—Al parecer la situación es más complicada. Antes de su desaparición, el marido vendió la compañía, sin decirle nada, para devolver una aportación de capital de la que aparentemente ella no tenía ni idea.
Dicken no se había enterado de esas noticias. Era evidente que Augustine había estado haciendo sus propios sondeos sobre Kaye Lang.
—Jesús —dijo Shawbeck—. Entonces debe de estar hecha polvo. ¿La dejamos en paz hasta que se recupere?
—Si la necesitamos, la necesitamos —dijo Kirby—. Señores, no me gusta el aspecto del problema. Llámenlo intuición femenina, algo que tiene que ver con los ovarios, o lo que sea. Quiero todo el asesoramiento especializado que podamos conseguir. ¿Mark?
—La llamaré —dijo Augustine, accediendo con una rapidez poco habitual en él. Había percibido el viento y la dirección en que soplaba. Dicken se había salido con la suya.