Al cabo de quince minutos se recostó en el sillón y se frotó la frente con gesto dramático. Siempre había odiado buscar empleo. Pero no podía desaprovechar su fama momentánea; todavía no había conseguido ningún premio y puede que no sucediese en años. Era el momento de hacerse cargo de su vida y adentrarse en terreno seguro.
Había marcado tres de las veintiuna ofertas como interesantes para examinar con más calma y ya se sentía agotada y sudorosa.
Siguiendo una corazonada, revisó sus mensajes de correo electrónico. Allí encontró el breve mensaje de Christopher Dicken, del CNEI. El nombre le resultó familiar; entonces recordó y lanzó una maldición al monitor, al mensaje que encerraba, al rumbo que tomaba su vida, a toda aquella maldita bola de nieve.
Debra Kim golpeó el cristal transparente de la puerta de su despacho. Kaye maldijo de nuevo, en alto, y Kim se asomó, arqueando las cejas.
—¿Me gritas a mí? —preguntó inocentemente.
—Me han pedido que forme parte de un equipo del CCE —le respondió Kaye, golpeando la mesa con la mano.
—Trabajo gubernamental. Ofrecen un seguro sanitario genial. Libertad para hacer tus propias investigaciones siguiendo tu propia planificación.
—Saul odiaba trabajar para un laboratorio del gobierno.
—Saul era un individualista acérrimo —dijo Kim, y se sentó en el borde de la mesa de Kaye—. Ahora están sacando mi equipo. Supongo que no me queda nada que hacer aquí. Tengo mis fotos y mis discos y… Dios, Kaye.
Kaye se levantó y la abrazó mientras Kim lloraba.
—No sé qué haré con los ratones. ¡Ratones por valor de diez mil dólares!
—Encontraremos un laboratorio que los mantenga para ti.
—¿Cómo vamos a transportarlos? ¡Están repletos de Vibrio! Tendré que sacrificarlos antes de que se lleven el equipo de esterilización y el incinerador.
—¿Qué dicen los de AKS?
—Van a dejarlos en el almacén. No harán nada.
—Es increíble.
—Dicen que son mis patentes y que es mi problema.
Kaye volvió a sentarse, dio vueltas a la agenda en busca de inspiración, pero fue un gesto inútil. Kim no dudaba que podría conseguir trabajo en uno o dos meses, incluso que podría continuar sus investigaciones con ratones SIC. Pero tendrían que ser ratones nuevos, y podría perder de seis meses a un año de trabajo.
—No sé qué decirte —dijo Kaye, fallándole la voz. Alzó las manos, impotente.
Kim le dio las gracias, aunque Kaye no supo muy bien por qué. Se abrazaron de nuevo y Kim se fue.
Había poco, o nada, que pudiese hacer por Debra Kim o por cualquiera de los otros ex empleados de EcoBacter. Kaye sabía que ella tenía tanta responsabilidad en aquel desastre como Saul, responsable por ignorancia. Odiaba recaudar fondos, odiaba las finanzas, odiaba el buscar trabajo. ¿Existía alguna cosa práctica en este mundo que le gustase hacer?
Volvió a leer el mensaje de Dicken. Tenía que encontrar alguna forma de recobrar el aliento, levantarse y volver a unirse a la carrera. Un trabajo a corto plazo para el gobierno podía ser justo lo que necesitaba. No podía imaginar que querría de ella Christopher Dicken; apenas recordaba al hombre bajo y regordete de Georgia.
Utilizando su teléfono móvil (habían cortado las líneas telefónicas del laboratorio) llamó al número de Dicken en Atlanta.
25
Washington, D.C.
—Tenemos resultados de análisis de cuarenta y dos hospitales de todo el país —le dijo Augustine al presidente de Estados Unidos—. Todos los casos de mutaciones y subsiguiente rechazo de los fetos, del tipo que estamos estudiando, están claramente relacionados con la presencia de la gripe de Herodes.
El presidente estaba sentado en la cabecera de la gran mesa de madera pulida, en la Situation Room de la Casa Blanca. Alto y corpulento, su cabeza de rizado cabello blanco sobresalía como un faro. Durante la campaña le habían apodado cariñosamente «Algodoncito», convirtiendo un termino despectivo, utilizado por las jovencitas para referirse a hombres mayores, en una expresión de orgullo y cariño. A su alrededor se encontraban el vicepresidente, el portavoz del Congreso —un demócrata—, el representante de la mayoría del Senado —un republicano—, la doctora Kirby, Shawbeck, el secretario de Salud y Servicios Sociales, Augustine, tres asistentes presidenciales —incluyendo al jefe de gabinete, el representante de la Casa Blanca para asuntos de salud pública— y varias personas que Dicken no conseguía identificar. Era una mesa enorme y habían asignado tres horas a aquella reunión.
Dicken había dejado el teléfono móvil, el busca y el ordenador de bolsillo en el control de seguridad antes de entrar, como habían hecho todos los demás. Un «teléfono móvil» explosivo de un turista había causado daños considerables en la Casa Blanca justo dos semanas antes.
Se sentía algo decepcionado por la Situation Room, nada de pantallas murales ultramodernas, ni consolas de ordenador, ni representaciones gráficas amenazadoras. Tan sólo una habitación amplia y corriente, con una gran mesa y muchos teléfonos. No obstante, el presidente escuchaba con atención.
—El del SHEVA es el primer caso confirmado de transmisión de retrovirus endógenos de humano a humano —decía Augustine—. Sin ningún tipo de duda, la gripe de Herodes está causada por el SHEVA. Durante todos los años que he dedicado a la medicina y la ciencia, nunca he visto nada tan virulento. Si una mujer se encuentra en las primeras fases del embarazo y contrae la Herodes, su feto, su bebé, será abortado. Nuestras estadísticas muestran unas cifras en torno a los diez mil abortos que pueden ser atribuidos ya a este virus. De acuerdo con la información que tenemos actualmente, los hombres son el único origen de la gripe de Herodes.
—Un nombre horrible —dijo el presidente.
—Un nombre efectivo, señor presidente —dijo la doctora Kirby.
—Horrible y efectivo —admitió el presidente.
—No sabemos qué causa la manifestación en los hombres —dijo Augustine—. Aunque sospechamos que se trata de algún tipo de proceso activado por feromonas, tal vez en la pareja femenina. No tenemos ninguna pista de cómo detenerlo. —Repartió unos folios alrededor de la mesa—. Nuestros estadísticos nos dicen que podríamos enfrentarnos a más de dos millones de casos de gripe de Herodes en el próximo año. Dos millones de posibles abortos.
El presidente absorbió pensativo la información. Ya conocía casi todos los detalles por las reuniones anteriores con Frank Shawbeck y el secretario de Salud y Servicios Sociales. La repetición, pensó Dicken, era necesaria para ayudar a los políticos a comprender hasta qué punto los científicos se encontraban a oscuras.
—Todavía no consigo comprender cómo algo que procede de nuestro interior puede causar tanto daño —comentó el vicepresidente.
—El demonio interior —dijo el portavoz del Congreso.
—Aberraciones genéticas similares pueden ser la causa del cáncer —dijo Augustine.
A Dicken aquello le pareció algo impreciso y Shawbeck pareció opinar lo mismo. Ahora era el momento de soltar su arenga, como candidato principal al puesto de director de Salud Pública, en sustitución de Kirby.
—Nos enfrentamos a un problema nuevo para la medicina, sin duda —dijo Shawbeck—. Pero tenemos al VIH contra las cuerdas. Con esa experiencia en nuestro haber, confío en que podamos tener algún resultado en seis u ocho meses. Tenemos importantes centros de investigación por todo el país, y el mundo, centrados en este problema. Hemos diseñado un programa nacional que utiliza los recursos del INS, el CCE y el Centro Nacional para las Enfermedades Infecciosas y Alérgicas. Dividimos la tarta para comerla con más rapidez. Nunca hemos estado, como nación, más preparados para afrontar un problema de esta magnitud. Tan pronto como este programa esté listo, unos cinco mil investigadores en veintiocho centros se pondrán a trabajar. Conseguiremos la ayuda de empresas privadas e investigadores de todo el mundo. En este momento se está planificando un programa internacional. Todo empieza aquí. Todo lo que necesitamos es una respuesta rápida y coordinada de sus secciones respectivas, damas y caballeros.