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—No creo que nadie en el Congreso se oponga a una ley extraordinaria de desviación de fondos —dijo el portavoz del Congreso.

—Tampoco en el Senado —añadió el representante de la mayoría—. Estoy impresionado por el trabajo que han realizado hasta ahora, pero caballeros, no me siento tan entusiasta sobre nuestra capacidad científica como me gustaría. Doctor Augustine, doctor Shawbeck, nos ha llevado unos veinte años empezar a controlar el sida, a pesar de gastar miles de millones de dólares en investigación. Lo sé. Perdí una hija por el sida hace cinco años. —Contempló los rostros que rodeaban la mesa—. Si esta gripe de Herodes nos resulta tan nueva, ¿cómo podemos esperar milagros en seis meses?

—Milagros no —dijo Shawbeck—. Empezar a comprenderla.

—Entonces ¿cuánto tiempo pasará hasta que tengamos un tratamiento? No pido una cura, caballeros. Pero ¿al menos un tratamiento? ¿Una vacuna como mínimo?

Shawbeck admitió que no lo sabía.

—Sólo podemos utilizar tan rápido como podamos el poder de la ciencia —dijo el vicepresidente, y miró en torno a la mesa ligeramente inexpresivo, preguntándose en qué se convertiría aquel asunto.

—Lo diré de nuevo, tengo mis dudas —dijo el representante del Senado—. Me pregunto si esto es una señal. Tal vez sea el momento de poner nuestra casa en orden y mirar en el interior de nuestros corazones, hacer las paces con nuestro Hacedor. Está claro que esta vez hemos molestado a fuerzas poderosas.

El presidente se tocó la nariz con un dedo, con expresión seria.

Shawbeck y Augustine tenían la suficiente experiencia como para permanecer callados.

—Senador —dijo el presidente—, rezo para que esté equivocado.

Tras concluir la reunión, Augustine y Dicken siguieron a Shawbeck por un pasillo lateral, pasando junto a los despachos del sótano hasta un ascensor en la parte posterior. Shawbeck estaba claramente enfadado.

—Qué hipocresía —murmuró—. Odio cuando invocan a Dios. —Agitó los brazos para relajar la tensión del cuello y dejó escapar una risa ahogada—. Yo voto por los extraterrestres. Llamemos a los de Expediente X.

—Me gustaría poder reírme, Frank —dijo Augustine—. Pero estoy demasiado asustado. Nos encontramos en territorio inexplorado. La mitad de las proteínas activadas por el SHEVA nos resultan desconocidas. No tenemos ni idea de lo que hacen. Esto podría hundirse como una piedra. Sigo preguntando, ¿por qué yo, Frank?

—Porque eres muy ambicioso, Mark —dijo Shawbeck—. Tú encontraste esta piedra en concreto y miraste lo que había debajo. —Shawbeck sonrió con cierta malicia—. No es que tuvieses muchas opciones… a la larga.

Augustine inclinó la cabeza hacia un lado. Dicken podía oler su nerviosismo. Él mismo se sentía algo mareado. «Estamos en apuros —pensó—, y damos palos de ciego».

26

Seattle

DICIEMBRE

No habiendo sido nunca del tipo de los que se quedaban quietos durante mucho tiempo, Mitch pasó un día con sus padres en su pequeña granja de Oregón y a continuación tomó un Amtrack para Seattle.

Alquiló un apartamento en Capitol Hill, echando mano de un antiguo fondo de pensiones, y le compró un viejo Buick Skylark por dos mil dólares a un amigo de Kirkland.

Afortunadamente, a esa distancia de Innsbruck, las momias neandertales sólo despertaban una moderada curiosidad en la prensa. Concedió una entrevista: al redactor científico del Seattle Times, que a continuación lo cambió todo y le etiquetó como agresor recurrente contra el discreto y decente mundo de la arqueología.

Una semana después de su regreso a Seattle, la Confederación de las Cinco Tribus del condado de Kumash volvió a enterrar al Hombre de Pasco en una complicada ceremonia en los márgenes del río Columbia, en el este del estado de Washington. El Cuerpo de Ingenieros del Ejército cubrió la tumba con cemento para evitar la erosión. Los científicos protestaron, pero no invitaron a Mitch a unirse a la protesta.

Más que ninguna otra cosa, necesitaba tiempo para estar a solas y pensar. Podía vivir de sus ahorros durante unos seis meses, pero dudaba que eso fuese tiempo suficiente para que su mala reputación se enfriase y pudiese conseguir un nuevo empleo en algún lugar.

Mitch estaba sentado con la escayola extendida junto al ventanal del apartamento, observando a los peatones de Broadway. No podía dejar de pensar en el bebé momificado, la cueva, la mirada en el rostro de Franco.

Había puesto los tubos de cristal con las muestras de tejido de las momias en una caja de cartón llena de fotografías viejas y había guardado la caja en el fondo de un armario. Antes de hacer nada con esos tejidos tenía que tener claro qué se había descubierto realmente.

La furia farisaica no servía de nada.

Había visto la relación. La herida de la hembra encajaba con la lesión del bebé. La mujer había dado a luz a la niña, o tal vez había abortado. El hombre se había quedado con ellas, había recogido a la recién nacida y la había envuelto en pieles, aunque probablemente había nacido muerta. ¿Había agredido el hombre a la mujer? Mitch no lo creía. Estaban enamorados. Él se sentía muy unido a ella. Huían de algo. ¿Y cómo sabía todo eso?

No tenía nada que ver con percepción extrasensorial ni con canalizar espíritus. Mitch había pasado una parte importante de su carrera interpretando las ambigüedades de enclaves arqueológicos. A veces las respuestas le llegaban en inspiraciones a altas horas de la noche, o mientras estaba sentado sobre las piedras contemplando las nubes o las estrellas del cielo nocturno. En alguna ocasión, la respuesta le llegaba en sueños. La interpretación era una ciencia y un arte.

Día sí, día no, Mitch trazaba diagramas, escribía notas, hacía anotaciones en un pequeño diario de tapas de vinilo. Pegaba un trozo de papel en la pared del dormitorio y dibujaba un mapa de la cueva tal como la recordaba. Colocaba figuritas de papel representando a las momias sobre el mapa. Se sentaba y contemplaba el papel y las figuras recortadas. Se mordía las uñas hasta hacerse daño.

Un día bebió seis cervezas en una tarde, una de sus bebidas favoritas al final de un largo día de excavaciones, pero ahora sin excavaciones, sin propósito, sólo por hacer algo diferente. Se adormiló, se despertó a las tres de la madrugada y se fue a caminar por las calles, pasó por un Jack-in-the-box, un restaurante mexicano, una librería, un puesto de revistas y una cafetería Starbuck.

Volvió al apartamento y se acordó de revisar su correo. Había una caja de cartón. Subió las escaleras con ella, agitándola con suavidad.

Había pedido un número atrasado de National Geographic con un artículo sobre Ötzi, el Hombre de los Hielos, a una librería de Nueva York. La revista había llegado envuelta en periódicos.

Devoción. Mitch sabía que habían estado muy unidos. La forma en que yacían uno junto al otro. La posición de los brazos del macho. El macho se había quedado con la hembra cuando podría haber escapado. Qué demonios… utiliza las palabras correctas. El hombre se había quedado junto a la mujer. Los neandertales no eran subhumanos; en la actualidad estaba ampliamente aceptado que habían tenido lenguaje y organizaciones sociales complejas. Tribus. Habían sido nómadas, comerciantes mediante trueque, fabricantes de herramientas, cazadores y recolectores.