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—¿Dónde está ahora Dicken?

—En Ginebra.

—¿Mantiene informada a la OMS?

—De cada paso que da —dijo Augustine—. Se envían copias a la OMS y a UNICEF. El Senado vuelve a protestar. Amenazan con retrasar los pagos a Naciones Unidas hasta que tengamos una imagen clara de quién está pagando qué en el marco mundial. No quieren que seamos nosotros quienes paguemos la factura del posible tratamiento que descubramos, y no se les pasa por la mente que podamos no ser nosotros quienes descubramos un tratamiento.

Shawbeck levantó la mano.

—Probablemente seremos nosotros. Tengo reuniones fijadas con cuatro consejeros delegados mañana, Merck, Schering Plough, Lilly y Bristol-Myers —dijo—. La próxima semana serán Americol y Euricol. Quieren hablar de aportaciones y subvenciones. Por si no fuese suficiente, el doctor Gallo llega esta tarde; quiere tener acceso a toda nuestra investigación.

—Esto no tiene nada que ver con el VIH —dijo Augustine.

—Afirma que podría haber alguna similitud en la actividad de los receptores. Es una suposición arriesgada, pero es famoso y tiene mucha influencia en el Congreso. Y aparentemente puede ayudarnos con los franceses, ahora que vuelven a cooperar.

—¿Cómo vamos a curar esto, Frank? Diablos, mi gente ha encontrado SHEVA en todos los primates, desde los monos verdes hasta los gorilas de montaña.

—Es demasiado pronto para ser pesimista —dijo Shawbeck—. Sólo han pasado tres meses.

—¡Tenemos cuarenta mil casos confirmados de Herodes sólo en la Costa Este, Frank! ¡Y no tenemos nada en perspectiva! —Augustine golpeó la pizarra con el puño.

Shawbeck sacudió la cabeza y levantó ambas manos, indicándole que se tranquilizase.

Augustine bajó la voz y hundió los hombros. Luego sacó un pañuelo y se limpió con cuidado el borde de la mano, donde había rozado la tinta de la pizarra.

—La parte positiva es que el mensaje se está extendiendo —dijo—. Teníamos dos millones de accesos a nuestra página web sobre la Herodes. ¿Pero escuchaste anoche a Audrey Korda en el Show de Larry King?

—No —dijo Shawbeck.

—Prácticamente dijo que los hombres eran la encarnación del diablo. Dijo que las mujeres no nos necesitaban para nada, que deberían ponernos en cuarentena… ¡ufff! —Hizo un gesto con la mano—. No más sexo, no más SHEVA.

Los ojos de Shawbeck brillaron como piedras húmedas.

—Tal vez tenga razón, Mark. ¿Has visto la lista de medidas extremas de la directora de Salud Pública?

Augustine se pasó la mano por el pelo.

—Espero por nuestro bien que no se filtre.

28

Long Island, Nueva York

Los restos de pasta de dientes parecían renacuajos azules sobre el fondo del lavabo. Kaye terminó de enjuagarse la boca, roció el lavabo con el chorro de agua para eliminar los renacuajos y se secó la cara con una toalla. Se quedó parada en la entrada del cuarto de baño y contempló la puerta cerrada del dormitorio principal, al fondo del pasillo.

Era su última noche en la casa; había dormido en la habitación de invitados. Otro furgón de mudanzas, pequeño, llegaría a las once de la mañana para sacar las pocas pertenencias que quería llevarse. Caddy adoptaba a Crickson y Temin.

La casa estaba en venta. Con el mercado en alza, conseguiría un buen precio. Al menos estaba a salvo de sus acreedores. Saul había puesto la casa a su nombre.

Eligió la ropa que iba a ponerse, ropa interior blanca, una combinación de blusa y suéter color crema y pantalones azules, y amontonó las pocas piezas de ropa que todavía no había metido en una maleta. Estaba cansada de distribuir cosas, apartando esto y aquello para la hermana de Saul, preparando bolsas para beneficencia y otras para la basura.

Le había llevado casi una semana eliminar los recuerdos de su vida en común que no quería llevarse y que la agente de propiedad inmobiliaria pensaba que podrían «teñir» la casa para los potenciales compradores. Amablemente le había explicado el efecto negativo de «todos esos libros científicos, las revistas… Demasiado abstracto. Demasiado frío. Una tonalidad muy poco adecuada».

Kaye se imaginó a parejas criticonas y estúpidas de fisgones esnobs de clase alta invadiendo la casa, muy arreglados, con trajes de tweed y mocasines, o seda y minifaldas de microfibra, esquivando cualquier muestra de verdadera individualidad o intelecto, pero que encontraban adorables los detalles de estilo de los suplementos dominicales. Bien, por sí sola, la casa estaba llena de ese encanto. Saul y ella habían comprado muebles, cortinas y alfombras que no ofendían abiertamente ese estilo. Sin embargo, su vida personal tendría que ser expurgada antes de que la casa pudiese ponerse en venta.

Su vida personal. Saul había acabado con su parte de todo tipo de vida. Ella estaba borrando la evidencia del tiempo que habían pasado juntos; AKS estaba disolviendo y dispersando su vida profesional.

Gracias a Dios, la agente no había mencionado el sangriento incidente de Saul.

¿Cuánto duraría el sentimiento de culpabilidad? Se detuvo en mitad de las escaleras y se mordió el pulgar. No importaba cuantas veces se dijese a sí misma que tenía que recuperarse de una vez y seguir su camino. Continuaba perdiéndose en un laberinto de asociaciones, sendas emocionales que conducían a una infelicidad aún más profunda. La oferta del equipo de investigación de Herodes era una vuelta a una trayectoria personal, su propia y nueva senda, apacible y sólida. Las singularidades de la naturaleza la ayudarían a recuperarse de las singularidades de su propia vida, y eso resultaba extraño, pero también resultaba aceptable, creíble; podía imaginarse su vida así.

El timbre de la puerta sonó armoniosamente, reproduciendo la melodía de «Eleanor Rigby». Una idea de Saul. Kaye terminó de bajar las escaleras y abrió la puerta. Judith Kushner estaba en la entrada, con el rostro tenso.

—Vine en cuanto descubrí una pauta —dijo Judith. Llevaba una falda de lana negra, zapatos negros y una blusa blanca. Su gabardina goteaba sobre los escalones.

—Hola, Judith —dijo Kaye, algo desorientada. Kushner sujetó la puerta, la miró como pidiéndole permiso para pasar y entró en la casa. Se quitó la gabardina y la colgó en un perchero de madera.

—Con lo de pauta quiero decir que he llamado a ocho conocidos, y Marge Cross ha contactado con todos ellos. Fue en persona hasta sus casas, les dijo que le quedaba de camino a una reunión de negocios no sé dónde; demonios, cinco de ellos viven en Nueva York, así que es una buena excusa.

—¿Marge Cross… de Americol? —preguntó Kaye.

—Y Euricol también. No creas que no utiliza su influencia en el extranjero. Dios, Kaye, es una mujer muy poderosa, ¡ya ha fichado a Linda y a Herb! Y sólo son los primeros.

—Por favor, Judith, más despacio.

—¡Fiona se puso hecha una furia cuando rechacé a Cross, te lo juro! Pero odio esta mierda de grupos empresariales, los odio con toda mi alma. Llámame socialista, o hija de los sesenta…

—Por favor —dijo Kaye, levantando las manos para detener el torrente—. Va a llevarnos una eternidad si no te calmas.

Kushner se detuvo y la miró.

—Eres lista cielo, puedes adivinarlo por ti misma.

Kaye parpadeó durante un par de segundos.

—¿Marge Cross, Americol, quiere su parte del SHEVA?

—No sólo puede llenar sus hospitales, puede suministrarles directamente cualquier droga que «su» equipo desarrolle. Programas de tratamiento exclusivos para las aseguradoras médicas asociadas a Americol. Además, anuncia un equipo formado por importantes especialistas, y el valor de su compañía se dispara.